Entre el rastro del profeta y el rastro del poeta

Ruth Gordillo R.
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“Por lo demás, que cada cual camine conforme le ha asignado en suerte el Señor.”

San Pablo, 1 Corintios 7, 17

 

“Vamos ! El caminar, el fardo, el desierto, el aburrimiento y la cólera”

Arthur Rimbaud, Una estación en el infierno

 

Pablo

Pablo camina hacia Roma; en cada paso está la necesidad de dejar un rastro que surge del más profundo deseo de fundar una comunidad distinta a la de Pedro; casi podría decirse que es un acto creador, originario. Responde a un llamado que los otros no reconocen, “no ha sido ungido”; sin embargo, escucha, responde, se hace camino. Todavía no hay lugar de llegada; sus pisadas se dirigen a Jerusalén, Chipre, Filipos, Tesalónica, Atenas, Éfeso, Corinto, finalmente a Roma, la más deseada; ella recibirá el legado, la última epístola que señala la condición de la comunidad paulina.  Sin embargo, un obstáculo se eleva más alto que las murallas de piedra que cierran las ciudades; Hanna Arendt en La vida del espíritu, dice, la decisión de Pablo se tensa en una voluntad dividida entre espíritu y carne ‒pneuma/sacks‒, voluntad que no logra asumir la verdad del acontecimiento. En el fondo, sostiene, estamos frente a una voluntad que lucha contra sí misma, se cerca en la imposibilidad de convertirse en el camino, es decir, en el acontecimiento; entonces la cuestión es ¿cómo extender su dominio en el andar del profeta para consolidar la respuesta al llamado?

La pregunta se actualiza permanentemente en las experiencias interiores; estas experiencias, anota Arendt, son relevantes para la voluntad y, puedo añadir, es la voluntad la que nos acerca a la fe. En este sentido, la fe es cada vez distinta, la define su contenido, en él se distribuye el deseo en medio de la precariedad de la voluntad dividida entre lo ilimitado y la ley, entre el adentro y el afuera. Sin embargo el movimiento no cesa, quizás porque el deseo de actualiza, por eso Pablo se dirige incesante hacia las viejas comunidades y hacia donde no existe todavía ninguna, en ellas encuentra lo que reside en él mismo, el bien y el mal, por eso descansa un momento y dice, “en queriendo hacer el bien (to kalón) es el mal el que se me presenta”. ¿Dónde estaba agazapado el mal? ¿Dónde tendió su red y lo sedujo? Otra vez Arendt señala la trampa en la que la voluntad de Pablo se pierde, es la ley la que corta el paso y quiebra el deseo, al menos por un instante. Pero la fuerza del deseo consigue que el profeta siga, aun con la ley que le acecha, le atrapa y tortura, “yo hubiera ignorado la concupiscencia si la ley no dijera: “No te des a la concupiscencia”, pues sin ley el pecado estaba muerto”. Parecería hallarse ya en la ruta al cielo, ya en una estación en el infierno.

El acontecimiento irrumpe ya en el deseo ya en la ley, lo hace porque trae consigo la verdad; en este sentido Derrida hace un envío que conmueve las epístolas paulinas. En Apories, escribe sobre los límites de la verdad: “‘La verdad es finita’, se podría pensar, o peor aún, ‘la verdad llegó a su fin’. Pero, en sí misma, la expresión puede significar, y en este caso ya no sería una indicación sino la ley de una prescripción negativa, que los límites de la verdad son fronteras que no hay que pasar”. Pablo quiere la verdad, es decir, el acontecimiento por excelencia: Cristo; sin embargo debe salvar el abismo que abre su propia voluntad escindida, la ley que actualiza el pecado y la condición de la verdad ‒“La verdad es finita”‒, ‘prescripción negativa’, límite absoluto que no puede transgredir. Desde el inicio, su proyecto está condenado por la finitud expresada en su espíritu y en su carne ‒pneuma/sacks‒ y, en la verdad; ¿será por eso que solo en la comunidad reside la posibilidad de la verdad del acontecimiento? Si es así, ¿Qué es Pablo? ¿Qué es cada uno que camina? ¿Todos fundamos algo? ¿El poeta funda algo? Tal vez la pregunta correcta surge de la indicación de Derrida, ¿puede ser la verdad infinita? Sea que queramos responder el primer grupo de cuestiones o esta última, quedamos atrapados en el campo de la aporía.

 

 

Tr. «Cuchara con San Pablo como atleta, 350-400. Imperio romano tardío, quizás Siria, bizantino temprano, siglo IV.» Fuente: Archive.org

 

 

Antonio Negri parece hallar una salida. Dice en Job, la fuerza del esclavo: “La verdad solo podía consistir en una nueva visión colectiva en la cual el destino estaba sometido a la potencia.” Entonces, ¿puede ser la comunidad paulina el suelo fértil para sortear la derrota prescrita por las condiciones propias de quien atraviesa, una y otra vez, el desierto: el profeta para alabar a su Dios, el poeta para alejarse de Él? En el instante en que recobro el rastro que han dejado las páginas de sus escrituras, no puedo dejar de pensar,  mismo Dios, mismo desierto, mismo andar, misma tragedia, ninguno de los dos gestos es posible porque se pierden en la inconmensurabilidad del llamado divino, queda el dolor y el sacrificio, nada más.

 

Arthur

Arthur camina hacia África, en cada paso está el rastro del deseo más profundo por huir de la comunidad que lo constriñe. Reniega del llamado originario que le entrega la cultura, la familia, los otros. Por eso elige el continente inconmensurable que se abre, lejano, distinto, desierto que espera recibir la huella, es el topos en el que finalmente su pluma ejercerá la fuerza, “Mi suerte depende de este libro”, dice cuando escribe Una estación en el infierno.    “Jamás me veo en los consejos de Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes de Cristo”. Así empieza su estadía en el infierno.

El gesto inaugural de la travesía es, al mismo tiempo, la clausura,  “Heme aquí en la playa armoricana. Que las ciudades se alumbren en la noche. Mi jornada terminó; dejo Europa”. El camino se recorre como si no hubiera ni principio ni fin, solo camino. ¿Cuál es la forma que toma el deseo para adentrarse en las tinieblas? Henry Miller, en su ensayo Le temps des assassins dedicado precisamente a Rimbaud, dice que la existencia terrestre del poeta se “arriesga a no ser jamás otra cosa que un Purgatorio o un Infierno”, inevitable condición de posibilidad para que “el porvenir sea enteramente de él, aun si no hay porvenir”.

¿Qué tiempos? ¿Quiénes son los asesinos? ¿A quién o qué se asesina? “Es esto lo que siempre tuve: ninguna fe en la historia, olvido de todos los principios”. La respuesta yace en la historia de la Europa que el poeta abandona, la época que lo ve nacer: niño y hombre, ángel y demonio, reunidos en un solo individuo, en el poeta; sólo así deja correr suavemente las palabras:

Sensación

En las tardes azules de verano, iré por los senderos,
picoteado por el trigo, pisando la delicada hierba:
soñador sentiré su frescor entre mis pies,
dejaré al viento bañar mi cabeza desnuda.
No hablaré, nada pensaré:
mas, el amor infinito me subirá hasta el alma,
y me iré lejos, muy lejos, cual bohemio,
por la Naturaleza, -feliz como con una mujer.

Otras veces, el poema se desgarra:

En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: “Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes a dónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver”. A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.

¿Por qué pierde el paso? ¿De dónde surge la escisión que le hace caminar en el verano ‘feliz como una mujer’ y arrastrarse en el invierno como ‘si ya fueras un cadáver’?  El poeta atraviesa estaciones diferentes, el verano, el invierno, todas le llevan a la estación en el infierno; allí se detendrán sus pasos, aquellos que transitaron en la Europa  que cobijó su nacimiento y sus años de juventud; la fe adquirida en ese tiempo terminará por perderse,

¡Si tuviese yo antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me es evidentísimo que siempre he sido de raza inferior.

De todos modos la fe como principio se mantiene. Sin hacer una teología, Arthur solo reconoce una experiencia de la libertad sostenida en el riesgo permanente, propio de la transgresión, en tanto, como dice H. Miller, “todo está creado, todo es previo”. Al igual que Pablo, el dolor se instala en la constatación de la finitud que empieza a mutilar el cuerpo y dejar correr un rastro de sangre. En este sentido, el infierno no es más que el lugar de efectuación de la finitud, distinto del espacio de la promesa; allí se consolida el desgarramiento, el asesinato, la pobreza, la necesidad de colectar dinero para la comunidad, para la vejez, qué más da, la urgencia por fundar, el deseo de escapar, de pertenecer, de ser otro: el no ungido, el paria, el asesino. Da igual.

 

El profeta y el poeta: la fe

La fe no es otra cosa que el caminar, sin importar hacia dónde el caminante se precipite; lo definitivo es el deseo imposible de ser cercado, pero es también lo que nos obliga al escape, a dirigir las fuerzas del cuerpo y del espíritu hacia el infinito. En la terquedad del gesto, la figura originaria del caminar puede ser cualquiera, como en el tiempo del profeta o en el del poeta. Sin embargo, el sufrimiento y el sacrificio tienden el puente que cuelga sobre lo inconmensurable y hace un lugar a la fe, ahí ella transita en las sandalias de Pablo, en el medio paso de Arthur. Por un instante se cruzan, alzan la mirada hacia el otro y siguen, no pueden mirar más alto, ¿es que acaso alguien lo puede?

Camino, me muevo, escribo, ahora, en este tiempo, siempre entre las dos huellas, justo allí, hago las mías.

El poema: religión, fe, perplejidad

Iván Carvajal

 

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”, escribe Ramón Xirau. Esta afirmación aparece en su ensayo destinado a Carlos Pellicer, quien a su juicio sería “el único poeta de nuestra lengua que llega a unir poesía moderna, vanguardismo y catolicismo”. Esta declaración de Xirau ― filósofo preocupado por lo sagrado y poeta religioso ― se destaca en el contexto de una obra crítica que examina la poesía de Juan Ramón Jiménez, Huidobro, Vallejo, Gorostiza, Cernuda o Lezama Lima, entre otros poetas de lengua española del siglo pasado. Xirau es consciente, desde luego, de las “influencias” de la religión católica en la poesía española e hispanoamericana. Símbolos, narraciones bíblicas o referencias a aspectos cultuales aparecen a menudo en poetas cuya religiosidad sin embargo es indecidible, si es que nos atenemos a los textos. El nombre de Cristo puede insertarse en el poema, y con ello se establece una obvia referencia al Hijo del Hombre o a la figura del Hijo de la Trinidad en la doctrina cristiana, mas no por ello el poema expresaría a un hablante católico, o aun cristiano, sino que del texto aflora un proceso metafórico que liga lo dicho en él con la figura religiosa. El crítico hispano-mexicano percibe en los poemas de Vallejo una continua referencia al cristianismo, a Cristo, a la religiosidad popular. Siguiendo esta línea de análisis, diríamos que en Boletín y elegía de las mitas el poeta se remite a la Pasión de Cristo para exponer, mediante la analogía, la pasión del pueblo indígena, víctima de la opresión y la violencia del colonizador español y de su aliado, el mestizo, así como la expectativa de redención. No por ello se puede afirmar que Dávila Andrade sea un poeta cristiano, aunque sí se puede concluir que el poema tiene un indudable contenido religioso y, como en el caso de múltiples poemas de Vallejo, como bien ha advertido Xirau, un tejido de referencias a la Biblia y a la religiosidad popular. Más aún, en el caso del Boletín se invoca a una divinidad indígena, Pachacámac, en versos que crean una imagen que trastoca la figura del Dios cristiano, pese a que esos versos posean una similitud estructural con los salmos o las plegarias bíblicas: “¡Oh, Pachacámac, Señor del Universo! / Tú que no eres hembra ni varón. / Tú que eres Todo y eres Nada, / Óyeme, escúchame. / Como el venado herido por la sed / te busco y sólo a Ti te adoro.” ¿Se podría considerar que el dios nombrado “Pachacámac” es la misma persona divina llamada Yahvé, o una de las tres personas de la Trinidad del cristianismo? “Tú que eres Todo y eres Nada”: no, no solo es un nombre distinto, es una divinidad diferente.

“Es probable que todo gran poeta tenga algo de religioso”… La frase es equívoca; no dice que todo gran poema, sino que todo gran poeta es religioso. La equivocidad puede surgir de considerar los poemas como expresión de la subjetividad del poeta, una subjetividad finalmente unitaria y autoconsciente. Ello nos arroja a uno de los grandes temas del pensamiento contemporáneo que, traído a colación en lo que aquí interesa, pondría en cuestión al Yo que habla en el poema. Es obvio que los poemas son “obras” de poetas llamados Vallejo, o Gorostiza, o Paz, o Dávila Andrade, quien sea, con su genialidad o sus talentos. Pero, ¿qué es la “obra”? ¿Cómo vienen las palabras al poema? Este no es algo que esté en la mente del poeta y luego se plasme sobre el papel. Lo que tiene el lector ―o el oyente, el “público”― ante sí es el poema, que ha adquirido autonomía de su autor. En el poema “habla” un Yo ya emancipado del autor, cuya supervivencia fantasmal proviene del texto. ¿Cuál era la religión de Vallejo? Es indecidible, y además, no importa para nada… Pero los poemas de Vallejo tienen un indudable sentido religioso.

 

 

Que haya “pocos poetas católicos en lengua castellana” es una constatación en la que vale la pena detenerse. ¿Cómo es posible que en un contexto cultural impregnado de catolicismo haya tan pocos poetas católicos? A más de Pellicer, Xirau apenas puede nombrar a López Velarde, Valle-Inclán y Bernárdez. Más allá del castellano, a Péguy, Claudel y Eliot, este último propiamente anglicano… ¿Por qué hay tan pocos poetas católicos? Es evidente que la pregunta tiene que colocarse en el contexto histórico-cultural de la época moderna. Ningún poeta hispanoamericano, desde Martí o Darío en adelante, puede ignorar las consecuencias del romanticismo y de su crítica, la cual provocó la revolución poética que tuvo lugar a partir de Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont o Mallarmé. Esta revolución, que modificó radicalmente la posición de la poesía en el mundo, estuvo en consonancia con las profundas transformaciones culturales, en los dominios de las ciencias, las filosofías, los sistemas de creencias, la revolución industrial y el crecimiento urbano. Después de Nietzsche, Marx, Darwin, o Freud, después de Einstein, en las grandes ciudades, tenían que suceder significativas conmociones religiosas, cambios en el ámbito de lo simbólico, trasmutación de los valores, de las formas de la vida cotidiana. Por consiguiente, en el lenguaje poético, no solo los motivos de los poemas adquirían nuevas fisonomías, sino que surgían formas expresivas ― renovación formal de las estrofas, de los versos, variaciones lexicales, incorporación de vocablos que habían sido excluidos del lenguaje poético, neologismos, innovaciones tipográficas, inclusión de ideogramas… En el plano del contenido, igualmente tenían que modificarse sustancialmente las metáforas, los símbolos, las imágenes, lo que podríamos llamar “ideas poéticas”, a fin de que correspondiesen a las nuevas concepciones del mundo, incluidas las religiosas.

¿En qué sentido, en este horizonte, podían los poemas tener “algo de religioso”? Para comenzar, ¿qué significado adquiere el vocablo “religioso” que pueda articularse con lo poético? En el término están contenidos varios planos de significación: las creencias en lo divino, en los dioses o Dios; los mitos en torno a lo divino y lo demoníaco, los dogmas que se establecen en torno a la divinidad; los rituales, sacrificios, plegarias que forman parte del culto; las normas morales que se aceptan como provenientes de la divinidad; sentimientos, símbolos, imágenes. El bien y el mal… La religión implica además la existencia de grupos humanos, de comunidades que comparten esas creencias y rituales; más aún, son estos los que fundamentan los vínculos colectivos. El término “religión” implica por una parte la afirmación del vínculo de los creyentes con la divinidad, y por otra, el vínculo comunitario. Esta doble re-atadura, de los creyentes con lo divino o lo sagrado, y de la comunidad, es en efecto componente de buena parte de los “grandes poemas” que nos llegan del pasado, del Gilgamesh en adelante, los poemas bíblicos, los de Homero o Hesíodo, las grandes tragedias griegas… La Comedia de Dante es, en cierta medida, un poema teológico. Podemos decir que los dioses ―incluido Yahveh, incluida la Trinidad que es un solo Dios― son figuras o imágenes poéticas creadas en los poemas. Las mitologías son narraciones poéticas. Los dioses y demonios de comunidades más antiguas, divinidades de las que no nos quedan huellas, seguramente habrán surgido de poemas semejantes.

A más de este primer sentido de lo religioso que caracteriza a buena parte del inmenso acervo de poemas que se conservan en la gigantesca biblioteca contemporánea, es decir, de poemas que crean divinidades ―y los demonios consiguientes― está un segundo sentido del vocablo, que remite al vínculo entre los poemas y otras formas culturales. Nos hemos referido a ello a propósito de Vallejo y Dávila Andrade. Hay aún un tercer significado de lo religioso, especialmente importante para la poesía moderna de Occidente, que arranca del Renacimiento y sobre todo de la Reforma protestante: hay poemas que expresan la búsqueda de Dios por el poeta. El poema describe los caminos que recorre el alma del místico ―santa Teresa o san Juan de la Cruz― o entraña una meditación sobre el vínculo entre el hombre o el alma con Dios o Cristo ―”El Cristo de Velásquez” de Unamuno o Dador de Lezama.

 

A primera vista, se podrían establecer varias vertientes de esta faceta religiosa en los poemas de la época moderna, siguiendo el haz de significados asociados al término “religión”. Quisiera destacar dos de ellas, que forman parte  de la poesía hispanoamericana del siglo pasado. Una proviene de un poderoso poeta del siglo XIX, Walt Whitman.Es la vertiente panteísta de la religiosidad poética. Canto a mí mismo, por no decir la totalidad de Hojas de hierba, es un canto que reúne en el Yo la totalidad del cosmos, lo sagrado y lo profano, Dios y los trabajadores de los puertos o los campos, lo divino y lo diabólico, los santos y los pecadores, las mujeres y los hombres, los amantes ―heterosexuales y homosexuales; blancos, negros, pieles rojas; el sol, los astros, las praderas, los lagos, los animales, los insectos… Un canto que recobra el pasado, el ahora y sus infinitas posibilidades que se abren al progreso incesante. “Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan, / Turbulento, carnal, sensual, comedor, bebedor y procreador, / Ni sentimental, ni erguido por encima de los hombres y mujeres, ni alejado de ellos, / Ni modesto ni inmodesto.” Canto de Walt y de la Masa: “¡Desenvolvimiento inacabable de las palabras de todas las épocas, / Y mi palabra, una palabra moderna, la palabra En Masa! // Palabra de la fe que nunca engaña, / Hoy o después es para mí lo mismo, acepto el Tiempo de una manera absoluta. / (…) / Acepto la Realidad y no oso ponerla en duda, / Lo material la penetra de principio a fin.” Whitman proviene de una tradición protestante, es cierto, y gracias a ello el lenguaje de los grandes poemas bíblicos resuena en los suyos. Tiene como antecesores a Shakespeare, a Milton, a los románticos ingleses, a Jefferson, y como contemporáneos a Lincoln y Emerson. Estados Unidos es entonces una nación joven, poderosa, en expansión. Una nación que pasa por una guerra civil en la que el poeta toma partido ―como ciudadano y como poeta― por la causa democrática. En lo que aquí interesa, su canto se refiere en efecto a la totalidad de la Realidad: el poema es testimonio de la fe en ella, y de la fe en las palabras que nombran las cosas, que las colocan en su evidencia, fe en el lenguaje que proviene de la Masa, de la comunidad de hablantes. La palabra poética consagra la Realidad, el cosmos, la humanidad, la democracia. Sin duda hay un aliento panteísta en Whitman. Lo divino emana de cada ser, es decir, de lo finito, de la vida y la muerte; se trasluce en las metamorfosis de los seres y del canto, tiende constantemente a la totalidad, y a la vez es movimiento, devenir infinito. Considero que pueden inscribirse en esta vertiente de religiosidad panteísta Alturas de Machu Picchu de Neruda, el conjunto de la obra poética de Vallejo, seguramente Altazor de Huidobro, o, a pesar de las diferencias formales ―pues el poeta ecuatoriano no adoptó ni el verso libre ni el versículo―, Las armas de la luz de Carrera Andrade.

La otra vertiente es más bien introspectiva. El poema es una flecha en búsqueda de blanco, de sentido. También en este caso está en juego la fe en la palabra, en su posibilidad de alcanzar el absoluto. Mas el absoluto es inalcanzable. Si el panteísmo anhela sacralizar todo lo existente ―lo cual puede interpretarse también como profanación, pues si todo es santo,nada lo es― la religiosidad del poema en que el Yo se dirige en soledad al absoluto se emparienta más bien con la teología negativa, con la mística: el poema tiende a despojarse de la referencia al devenir del mundo para concentrarse en el salto hacia lo divino…

“Luego ― como habrá hablado según lo absoluto ― que niega la inmortalidad, lo absoluto existirá fuera ― luna, encima del tiempo: y el levantará las cortinas frente a él.” Mallarmé advierte que el absoluto es la Nada, lo que obliga a Igitur a volverse hacia la luna, hacia el devenir ―el tiempo―. Como Igitur, el poeta tiene que descorrer las cortinas para abrirse al ser. Heidegger, por su parte, en uno de sus ensayos sobre Hölderlin, anota: “Poesía es auténtica fundación del ser. (…) La medida no reside en lo desmesurado. Nunca hallamos el fundamento en el abismo. Pero puesto que el ser y la esencia de las cosas nunca se pueden alcanzar y derivar a partir de lo existente, deben ser creados, establecidos y otorgados libremente. Tal libre donación es fundación.”

Los poemas de nuestra época vibran, entonces, entre el panteísmo ―portador de cierto optimismo o también de una afirmación de la vida sin más―, y el nihilismo ―en el que resuenan tanto el anhelo de Dios, quizás de un nuevo dios que salve lo que pueda salvarse del hombre, a veces cierto pesimismo, a veces un anarquismo ontológico…

El poeta de nuestro tiempo, en “libertad bajo palabra”, se debate entre la fe que deposita en el lenguaje para fundar mundo ―para dotarlo de sentido y para dar sentido a la existencia―, y la incertidumbre, el desconcierto, la perplejidad, el silencio.