La ciudad, la igualdad y el desorden de la democracia

Juan Manuel Ledesma
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Sócrates: Ciertos sabios, Calicles, dicen que el cielo, la tierra, los dioses y los hombres forman, juntos, una comunidad por medio de la amistad, el amor del orden, de la templanza y el sentido de la justicia. Por esta razón, querido mío, a este todo lo llaman Kosmos u orden del mundo y no desorden y desenfreno. Me parece que tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica es todopoderosa entre los dioses y entre los hombres; piensas, por el contrario, que es preciso aspirar a tener más que los demás, porque descuidas la geometría.

Platón, Gorgias

 

Para Occidente, Grecia es y siempre ha sido el punto de partida, el comienzo y el origen, la fundación misma de lo que, a pesar de todo cambio o mutación histórica, permanece idéntico a sí: su difícil y problemática “identidad”. A pesar de las discrepancias que se puedan invocar al respecto, de todas las perspectivas o fuentes que efectivamente alimentaron la historia de Occidente, es difícil negar que uno de los confluentes más importante, significativo y primordial en la constitución histórica de su “identidad”–en todo caso determinante en su búsqueda sin fin–, proviene de su devoción, por no decir obsesión, por la Antigua Grecia (ya sea como resultado del reconocimiento de su realidad histórica o como efecto de su fantasía, o idealización). Incluso si invocamos el cristianismo, cuyo origen es el Antiguo Testamento y no el Partenón o la Academia, no podemos olvidar que el pasaje del Antiguo al Nuevo Testamento coincide, precisamente, con el paso, la travesía y la traducción de la cultura y religión judías al mundo griego: Dios es llamado Logos. Grecia es fundamental, fundacional. Pero, ¿por qué razón?, cabe preguntarse. O más bien: ¿qué sucedió en Grecia –o de qué suceso Grecia es el nombre– para que, de manera obsesiva, nuestra cultura vuelva incesantemente a ella como uno vuelve a la tierra natal, imposible de olvidar?

Lo que sucedió en Grecia, el acontecimiento fundamental y fundacional que lleva su nombre se desplegó en la ciudad-estado llamada Atenas. Atenas condensa la esencialidad que Occidente atribuye al nombre propio “Grecia”, porque en ella nació y murió un experimento singular y transformador; experiencia revolucionaria llamada democracia. Todo otro acontecimiento que el nombre de Atenas encierra –la arquitectura, la escultura, la tragedia, la filosofía, la sofística, la ciencia, etc.–; todo lo que, justamente, Occidente reclama como su bagaje fundacional, fue posible únicamente dentro de la democracia y gracias a ella; es decir, gracias a lo que en ella se liberó: la libertad política o, como Platón lo dirá, la libertad del deseo. La democracia ateniense es, en todo caso, el modelo a imitar, el ejemplo a seguir –como lo enuncia Pericles en la historia de Tucídides– no sólo por parte de las otras polis de la Antigüedad, sino por las que vendrán a alimentar su mito, al ser el modelo intemporal y arquetípico de toda la construcción histórica y política –mimética podríamos decir– de Occidente. No es un azar si, aún hoy en día, nuestro dilema fundamental sigue siendo la (im)posibilidad de la democracia, la posible-imposible reconstrucción, repetición o imitación (mimesis) del modelo originario.

Atenas es democracia y la democracia es ateniense. Por lo tanto, si queremos interrogar la deuda inmemorial que Atenas y su democracia suscitan, es necesario interrogar la identidad de su legado. Dicho de otra manera, si el arquetipo-modelo de Occidente es una ciudad, y esa ciudad-modelo es esencialmente democrática, es necesario interrogarse no solamente sobre la singularidad del sistema político como tal, sino también sobre la singularidad de la ciudad que volvió posible tal sistema, en cuanto espacio y lugar de vida. ¿Qué singulariza, define y circunscribe la unicidad de Atenas, en cuanto espacio fundador de la democracia? Si es necesario hablar de espacio, cuando se habla de Atenas, es porque la invención de la polis democrática no fue solamente una revolución operada en el plano de la filosofía y de la política; la invención de la polis democrática es sobre todo la expresión fundamental de una revolución espacial. Una revolución que sería inapropiado llamar científica, porque la idea misma de ciencia dependerá de ella; se trata de una revolución que es justo llamar, simplemente, geométrica. Atenas es democrática, o más bien se vuelve democrática, a partir del momento en que la geometría invade el espacio social.

La geometría llega a Grecia en manos de los siete legendarios Sophoi, los siete Sabios de la Grecia arcaica, quienes la aprenden, según la leyenda, de los sacerdotes egipcios. Tales de Mileto, ejemplo supremo de los siete Sophoi, primer pensador de la naturaleza y ancestro de todo filósofo, es sobre todo un geómetra ejemplar. Pero es Solón de Atenas, poeta, legislador, y geómetra, quién opera el giro fundamental en nuestra historia. Solón es el primero en traducir los fundamentos de la geometría en ley o, más bien, el primero en aplicar las leyes de la geometría a las leyes injustas de los humanos. Es decir, él fue el primero en reformar el espacio injusto de la ciudad introduciéndolo en la espacialidad imparcial de la geometría. Solón es el padre de la democracia ateniense, responsable de la introducción de una de las ideas más radicales de la geometría: la isonomía, es decir, la igualdad (isoi) de todo ciudadano ante la ley (nomos). “Lo igual no puede engendrar guerra”, según Solón. Bajo esa idea, y principio, reformó la ley de Atenas en dos aspectos fundamentales. En primer lugar, creó lo que hoy llamaríamos una “asamblea popular” al abrir la asamblea a la voz de todo ciudadano. En segundo lugar, creó un verdadero tribunal del pueblo –la Heliea–, cuyas funciones fueron abiertas, de manera equitativa, a todo ciudadano. La justicia, y la acción politica, comenzaron a medirse con la medida de la igualdad geométrica.

Solón dio el primer paso, introduciendo la igualdad neutra de la ley geométrica en la ley humana, pero es el ancestro de Pericles, Clístenes de Atenas, quién la aplicó literalmente al espacio social, y topográfico, de la ciudad. Clístenes entendió que la injusticia y la asimetría del poder –la dominación– se expresan ante todo en el espacio social, en la manera en la que los diferentes grupos y facciones sociales se apropian el espacio para vivir. Los pobres siempre son expulsados a la periferia, o encerrados en un centro desolado. En todo caso, pobres y ricos viven siempre separados, como si su futuro y su bienestar no fuesen, en el fondo, comunes. Clístenes decide, por lo tanto, expandir la neutralidad del espacio geométrico más allá de la esfera jurídica y aplicar la simetría, la proporcionalidad y la igualdad al espacio social.

Primero, reforma del cuerpo social: Clístenes redistribuyó la demografía de Atenas, creando más de cien grupos sociales llamados demos o municipalidades. Luego, las reagrupó en diez nuevas tribus proporcionalmente justas, es decir, compuestas cada una por todas las clases sociales, asegurándose así que el lazo social y el interés común prevalezcan sobre el interés privado y de sangre. La pertenencia o la proveniencia de un ciudadano es, a partir de ese momento, su demos, no su apellido o su familia. En segundo lugar, reforma del espacio social: Atenas –la región del Ática– fue literalmente dividida y reorganizada en tres nuevas regiones geográficas (costa, rural, urbana), y cada una de ellas fue dividida en diez distritos en donde las nuevas tribus fueron instaladas. Compartir el espacio, de manera homogénea, para compartir de manera más justa el poder. Al distribuir de otra manera el espacio topográfico, distribuyendo a los individuos no en conformidad con las divisiones sociales, Clístenes redistribuyó, de manera más justa y proporcional la participación misma al poder. La preeminencia arcaica de los lazos de sangre, que solo tienen por lazo el interés privado, fue así cortada. En su lugar, se erigió una nueva figura de la ley, en donde la justicia se mide con la ley de lo igual. A partir de ese momento, los ciudadanos de Atenas comienzan a llamarse semejantes (homoios), porque son iguales (isoi) ante la ley. He ahí el germen de la democracia profundamente anclado en la idealidad geométrica.

A través de Clístenes, la igualdad se vuelve una fuerza positiva y dinámica, una fuerza de neutralización de toda jerarquía o asimetría sin fundamento, que introduce una nueva idea y manera de vivir el espacio: la ciudad es como una figura geométrica, como un círculo que tiene un centro –el Ágora–; un centro que no confisca el poder de manera injusta, sino que lo distribuye equitativamente a todo ciudadano. En un círculo, el centro nos permite pensar la igualdad entre todas las líneas que lo atraviesan. La misma función tiene el Ágora; es el punto central en el espacio de la ciudad que dictamina la igualdad, ante la ley, de todo ciudadano respecto de cualquier otro. La polis democrática, la ciudad transformada en cuerpo y espíritu por la idealidad geométrica –por la ley de la isonomía– expresa y simboliza la creación de un verdadero espacio común. La isonomía abre la posibilidad de una comunidad en el espacio y del espacio, es decir la posibilidad del espacio público.

Pocos entendieron la fuerza y la novedad de esta revolución con la misma acuidad que Platón. Presentado eternamente como el primer adversario, por no decir enemigo de la democracia, Platón es en realidad el primero de los más profundos pensadores de la democracia. La obra entera de Platón es, en realidad, una larga meditación sobre el fracaso de la democracia ateniense. Lo que Platón entiende es que el régimen isonómico de Pericles, Clístenes y Solón, no logra solamente introducir una igualdad radical entre todos los ciudadanos. Platón concibe que la igualdad ante la ley, en democracia, se traduce necesariamente en la igualdad radical de la palabra, del discurso, del logos. ¿Cómo se manifiesta la isonomía, cómo se expresa concreta y políticamente si no es a través del acto de tomar la palabra, de manipular el discurso para defender su punto de vista, su opinión? En democracia, todo discurso, toda opinión es legítima –poco importa quién la pronuncie– porque todas son iguales. El discurso, en democracia, se vuelve el rey, o será rey quién lo domine.

La isonomía libera la potencialidad del discurso y de la opinión, es decir la potencialidad del individuo y, como lo teme Platón, la potencialidad infinita del deseo. Platón constata que la democracia, régimen geométrico de la medida y de la simetría, del orden y de la ley, libera súbitamente el deseo desordenado e indeterminado de todo individuo. Su gran temor es que la democracia no sea en el fondo más que el reino, o más bien la tiranía camuflada del deseo –de unos cuantos– y, por lo tanto, el reino brutal del interés privado. Liberado de la opresión de la tiranía y de la oligarquía, el individuo democrático puede dar rienda suelta a su deseo, es decir vivir como le plazca, vivir en fin para sí, por su interés. Es de esta libertad democrática, y topográfica, que emergen la sofística, la tragedia, la explosión de las artes y, por supuesto, la filosofía como tal, en cuanto ciencia del discurso. Es decir, toda la gloria del modelo que produce aún sus efectos. Pero es a causa de la libertad democrática también que se instala, políticamente, el desorden estructural del Ágora, es decir la confrontación inevitable de opiniones radicalmente distintas –y sin embargo estructuralmente iguales–, el conflicto de intereses personales que no logra adicionarse en interés colectivo. Confrontación y conflicto que no pueden ser resueltos sino por el asentimiento de la mayoría, del demos, sea cual sea su veredicto: es así que, irónicamente, la democracia produjo –y continúa produciendo– su propia ruina, rindiéndose una y otra vez a la tiranía. Tal como Platón lo predijo.

Este desorden, que Platón teme, y que a toda costa desea contener, resulta sin embargo del conflicto inevitable que atraviesa la vida de toda ciudad, como la de todo individuo: es libre quién se busca, es decir quién no sabe a dónde va y, por lo tanto, está expuesto al error y al cambio. Como Protágoras lo dice a través de la pluma de Platón, la democracia y el individuo democrático son el resultado inevitable del error –y del olvido– de Epimeteo. Éste es tal vez el legado ambiguo de Atenas y de su democracia, que continúa acechándonos, el legado inimitable de una libertad en busca de normas y conocimiento, de leyes e instituciones capaces de contener el desorden inevitable de su deseo.

 

 

 

 

¿Democracia a secas o postdemocracias?

Julio Echeverría
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La democracia de hoy se nos presenta afectada por una patología crónica que impide canalizar institucionalmente la emergencia de demandas y sentidos que irrumpen en un contexto de acelerada innovación tecnológica y de cada vez más intensa integración global. El aparecimiento de nuevas significaciones, la biopolítica, la ecología, el género, la espiritualización y resacralización del mundo, convive con la restauración de inercias propias del convencionalismo, en el cual florecen los racismos, las xenofobias y los puritanismos. La democracia como estructura de derechos que se expresan en la construcción del poder, las constituciones como filtros normativos que procesan las lógicas discrecionales y personalistas en la administración de lo público, parecerían ceder el puesto al reclamo populista y a la concentración autoritaria del poder.

Entre política y democracia existen nexos funcionales de retroalimentación que apuntan al ‘incremento de la idoneidad constitutiva’ de las sociedades. En la dimensión contemporánea, estos vínculos no producen la retroalimentación que dicho incremento de idoneidad requiere. La crisis de la política funciona como combustible que alimenta esta des-equivalencia funcional. La democracia no decide, se ve rebasada por la emergencia de tensiones soberanistas que se eluden y no comunican; la democracia no produce legitimidad, se la consume de antemano como acontece con el endeudamiento de las economías nacionales. Su crisis no se evidencia solamente en la incapacidad de decidir, se expresa en la imposibilidad de la representación, en una generalizada caída de confianza hacia aquellos que se ocupan de la administración de lo público; la crisis de la política radica en la afectación de su núcleo semántico fundamental que es el de la representación sobre el cual se construyó en la modernidad su utopía positiva.

 

En los acápites que siguen se indaga sobre la ‘forma’ de la representación en cuanto núcleo semántico central de la política moderna; cuáles son los elementos de significación que la caracterizan y cómo esta configuración define y delimita el sentido de la democracia, su complejidad; de su revisión podremos concluir que esta no puede sino ser un conjunto de estructuras que procesan decisiones, que contienen y canalizan lógicas de poder que están en la configuración misma de la sociedad y de sus actores. ¿Cuáles son las estructuras de sentido que caracterizan a la política y a la democracia moderna y que actualmente se ven seriamente presionadas por la afectación de su núcleo semántico fundamental? ¿Existen atajos o nuevas fórmulas para la construcción de legitimidad democrática? ¿El reclamo al discrecionalismo decisional propio de las llamadas postdemocracias, esta a la altura de las exigencias selectivas que requieren las actuales democracias complejas?

I

En el origen de la política está la representación, y en el origen de ésta, la teología. La legitimidad derivada de la gracia divina es el punto de partida; desde el Tótem, el mundo de la diferenciación es reducido a unidad, la representación permite esta operación; gracias a ella, se puede integrar el cuerpo social; sin las formas de la representación, no podría acontecer el acto comunicativo que está en la base de la configuración del cuerpo social; sin esta ‘forma’, los individuos se verían arrastrados hacia la indeterminación. En la antropología naciente, el tótem, el ícono monumental, sirve para representar a la comunidad, allí se define su origen y destino. En la antropología filosófica de A. Ghelen, esta operación permite compensar la debilidad instintiva que caracteriza a la configuración de lo humano. Esta ‘forma’, presente en el lenguaje, aparece como experiencia de extrañamiento y reconocimiento en el encuentro con el otro ‘diferente’; la diferenciación respecto del otro, que emerge del contacto entre los individuos, la comunicación que se establece entre ellos, es la que permite el reconocimiento. Vinculada al tótem, como su derivación, está una narración en la cual se re-presenta la indeterminación de sentido bajo una forma reconocible, comunicable: esa es la política.

Es K.O. Apel quien asocia y deriva la comunicación como función propia de lo humano y que produce comunitas; la comunicación es extrañamiento y rescate, activa una operación recursiva y autoreferencial. Esta matriz originaria evoluciona después bajo dos figuras: la de la representación del orden cósmico como modelo para la realidad fáctica -una clara operación metafísica de orden descendente-; y la del acceso a esa forma, como promesa de redención, de emancipación y liberación de las ataduras de lo real. Ambas solo pueden entenderse y realizarse como reductio ad unum, como compactación de fuerzas que lo vuelvan posible.

II

En el acto mismo de constitución del tótem se configura el actor social, y este es un hecho político paradigmático. La política es consubstancial a la representación; es la forma en la cual los individuos, como mónadas aisladas pueden confluir, encontrarse y reconocerse, esto es, comunicarse, producir comunidad, abstraerse de su condición de partida. Una operación compleja que emerge de la misma animalidad sobre la cual se soporta lo humano. La pregunta fundamental entonces es: ¿Qué es lo que se representa? ¿Qué es lo que permite esta conjunción de animalidad y socialidad que está en el acto mismo de constitución de lo humano? Algo que proviene de la misma configuración del individuo, de su intimidad y privacidad; una pulsión de significación que aparece bajo la forma de la representación. El concepto de representación, su fuerza de convicción está justamente en la negación del supuesto de que el acto que lo permite sea algo externo, algo que provenga de afuera para imponerse; al contrario, se trata de una pulsión que emerge del mismo pliegue de la intimidad, de la naturalidad constitutiva propia del actor; una pulsión de fuga, de salida de sí mismo, de auto observación que requiere del ‘otro’ y que por esta vía produce lo público. ¿Qué sería entonces lo público, si no esta negación que contrasta con la individualidad del actor, con su mismidad, esta artificialidad necesaria para su misma reproducción? ¿Cuán necesaria es la dimensión de lo público para la configuración misma de la individualidad del actor?

La política existe y es necesaria, nos diría Hegel (y a través de él también Hobbes, Maquiavelo, Locke, Rousseau), porque de ella depende la misma constitución subjetiva. La oposición público-privado existe y es necesaria pero se trata de una oposición no superable dialécticamente, permanece como una diferencia interna a cada polo de la oposición (en lo privado está lo público, en lo público está lo privado).

No es posible construir lo público sin este efecto de fuga o de salida de sí mismo que caracteriza al actor moderno; aparece en la fiesta, en la anonimidad que produce el encuentro masivo; la fiesta misma es el sumum de la representación, es la estratagema que adopta el actor para evitar el contacto nudo y directo que lo puede conducir al aniquilamiento, al hundimiento en el vacío de la nada. Hegel lo expresa en la frialdad y adustez de sus formulaciones con el concepto del Anerkenen, el reconocimiento expresa esta salida de la mismidad; esta negación de si como condición del reencuentro consigo mismo, del re-presentarse, de la autobservación como estrategia constitutiva. Una operación radical de extrañamiento (o de alienación), que en Hegel es fundamental para el reconocimiento; no puedo reconocerme si no logro diferenciarme de mí mismo; enfrentarme a la alteridad que me constituye. La alienación es necesaria para el reconocimiento; la percepción de la existencia de la muerte es el mejor acicate para el reconocimiento.

III

La política clásica define el sentido de esta conexión que está en la génesis de la política y la democracia; en los conceptos de polis y civitas ambas dimensiones se funden en una sola constelación de sentido. El concepto de polis da cuerpo a la operación de extrañamiento como fuga y salida de sí mismo del actor, operación que permite el encuentro con el otro; se trata de la construcción de la forma abstracta, que es la que ocupa la dimensión de lo público. Vivir en la Polis significa anteponer el interés de lo público, ‘del otro’, sobre el interés propio. ¡Qué extraño y complejo desafío! El concepto de Civitas podría ser visto como continuidad o desarrollo del concepto de Polis, el ‘otro’ que habita la civitas, es radicalmente diferente, no pertenece a ‘mi comunidad’, la Civitas representa el encuentro de aquellos que confluyen a un centro escapando de sus comunidades de origen, ‘todos los caminos conducen a Roma’.

Estos dos conceptos se disponen como estructuras que configuran la idea de la política; ambos otorgan ‘forma’ a la política y a la democracia; la polis es al ámbito de la universalidad, de lo colectivo, de la abstracción como extrañamiento respecto de la percepción sensible; la razón emerge cuando logra someter-realizar el mundo de las percepciones, de las pulsiones de la pasionalidad, el mundo donde se expresa el poder brutal. No podría existir otra dimensión más radical de extrañamiento que el reconocer la alteridad en su total negatividad; sin embargo es ese el espacio de la realización subjetiva. La potencia de la lectura hegeliana sobre el mundo clásico está en el descubrimiento de que esta capacidad de construir la forma abstracta ya no es expresión de ninguna voluntad divina, sino que está inscripta en el individuo, en su propia estructura, en su pulsión de fuga, en su propia negación ‘constitutiva’; la dimensión de lo público está en la individualidad, en la intimidad; allí aparece como potencia en espera de activarse; una necesidad de escapar de la presión del encuentro con sí mismo obliga al actor a buscar el encuentro con el otro, con la alteridad absoluta, que está en el sí mismo; Hegel lo plantea como lucha por el reconocimiento. Política y democracia solamente pueden existir bajo estas figuras, así, a secas; no hay posibilidad de sortear la radicalidad de sus condiciones; no hay post democracia; no es posible recorrer caminos más transitables que eviten la radicalidad de este cara a cara, que nos exige la política democrática.

IV

Como todo concepto, los de polis y civitas desatan campos de significación sobre los cuales trabajan; se cumple aquí el axioma sistémico de la reducción de complejidad con más complejidad; posibilitan la substanciación del actor al definir su línea de constitución bajo principios que luego se convertirán en generadores de complejidad política; polis y civitas ponen en juego tres componentes que están implícitos en estos conceptos: la extraneidad (el encuentro o desencuentro con el otro, que está en el sí mismo, en el sujeto); el de la diferencia o diferenciación, la acción reflexiva con la alteridad genera nuevas figuras o significaciones, el actor que emerge del proceso de reconocimiento no es el mismo que aquel que inició el proceso; la abstracción como construcción racional, que es colectiva, en cuanto se aleja del apetito sensual que es particularista e individual. Extraneidad, diferenciación, abstracción emergen como significaciones o filtros selectivos que afectan-permiten la constitución del actor como sujeto político. Se trata de dimensiones que permanecen abiertas generando politicidad, funcionan como estructuras de sentido dispuestas para enfrentar las condiciones de complejidad que ellas mismas desatan; instauran lógicas recursivas en cuanto están dispuestas para la autoobservación; la política y la democracia pueden observarse a si mismas a través de la operación de estas estructuras conceptuales, y dotarse de sentido gracias a ellas; mediante estas estructuras en perfecto funcionamiento, en su contradictoriedad, el actor podrá reconocerse como sujeto; es a partir del pleno despliegue de estas significaciones que Hegel configura su sistema de eticidad. La eticidad moderna es el resultado del pleno funcionamiento de esta máquina conceptual. La eticidad ya no será el resultado de su acoplamiento a la dimensión cósmica que es de orden divino; tampoco será la expresión de la naturalidad de lo humano y de su potenciación; será el resultado de la negación de esa naturalidad y de la configuración de un sistema artificial de normas y regulaciones. Podríamos decir que la política moderna define así su proyección de sentido; pero se trata de un sentido que instaura la contingencia y la incertidumbre; una construcción semántica que requiere de estructuras institucionales con alta capacidad de procesamiento de las lógicas nihilistas, que ella misma desata.

V

La traducción de estas construcciones teóricas y conceptuales en la pragmática de la política y en la efectiva construcción de historia encontrará serias limitaciones. Ambos conceptos permanecen en espera de una activación mas potente y precisa. La diferenciación que es propia de la deriva moderna requiere de mecanismos de compactación y de univocidad, para no sucumbir en la indeterminación de las diferencias; porque ello sería igualmente neutralizante y despolitizante; el concepto de Estado permanece como exigencia de compactación de las diferencias, a condición de que estas puedan existir y replantearse en intensos procesos deliberativos esto es, a constituirse luego de haber pasado por mecanismos de selección y deliberación, que acontecen en el campo de la representación. Frente a la crisis que se veía venir, a la amenazante presencia del nazismo en la Alemania de Weimar, Max Weber aboga por la parlamentarieserung como único freno, y lo hace con el realismo pesimista que caracteriza a toda su intervención teórica. La aridez de la democracia a secas puede ser insoportable,  puede convertirse en el mejor acicate para escapar de la rigurosidad que implica la constitución de la politicidad moderna; el mundo de las percepciones, de la sensualidad constitutiva del actor contemporáneo, requiere de instituciones de alta complejidad; la configuración del actor moderno, su escisión constitutiva puede conducirlo a escuchar los cantos de sirena que anuncian la posibilidad de saltar por sobre las complejidades que comportan las democracias contemporáneas.

Las democracias modernas conjugan a tropiezos con estas dimensiones y estos desafíos; las constituciones como estructuras normativas; los sistemas electorales y de partidos políticos, no logran generar los resultados que de ellos se espera, esto es, producir legitimidad y eticidad y retroalimentar permanentemente sus estructuras sistémicas. La revuelta del discrecionalismo propio de las ‘postdemocracias’ que derivan hacia concentraciones de poder que evitan la deliberación, no logra resolver esta problemática y permanece atrapada en la misma lógica que quisiera desmontar; produce antipolítica al denunciar la exclusión y la reductio ad unum propias de la modernidad política; genera desarreglo institucional; la complejidad que produce no permite potenciar la capacidad reflexiva de las sociedades y de sus dispositivos institucionales. Su deriva será el neopopulismo, el autoritarismo excluyente, el nacionalismo a ultranza. Es justamente por esta conformación del actor moderno que la democracia no puede sino ser una compleja construcción de frenos y cortapisas a las tentaciones demasiado mundanas que la acompañan. La democracia es, desde esta perspectiva, un desierto donde no hay que buscar oasis de salvación; la democracia, como ya lo advirtió Max Weber, solo puede existir sobre burocracias que se sometan al rigor de sistemas normativos que estén en capacidad de controlar al monstruo, al Behemot de Hobbes. La discusión normativa, el diseño constitucional cobra importancia en este contexto. En todo caso, la democracia podría ser asociada a un conjunto de estructuras que permiten atravesar desiertos, no sucumbir en los océanos arremolinados de la complejidad política, y esto ya es bastante.

 

Imágenes: Anastasia Zhenina / Pexels; Jacek Dylag / Unsplash