Hegel y el fin de lo humano

Julio Echeverría
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“En el instrumento el sujeto produce una mediación entre sí y el objeto y esta mediación es la real racionalidad”.

G.W.F. Hegel, System der Sittlichkeit, (1803).

 

I

Cuando hablamos de fin de lo humano, estamos haciendo referencia a la progresiva extinción de la capacidad de abstracción racional o a su metamorfosis, a cambios en la función de significación del lenguaje por los cuales este reduce su capacidad de autorreferencia, lo que para la tradición filosófica occidental significa pérdida de su autoconciencia, de la capacidad del sujeto de dar cuenta de sí mismo. Para Hegel, la humanidad se realiza, se constituye, el momento en el cual toma conciencia de sí. Antes permanecía perdida en una fase anterior o inicial de su proceso de formación (Bildungsprozess), en la pura intelección del mundo. Sin embargo, para Hegel este es un paso colosal que tiene que ver con la construcción del objeto de la reflexión que es propia del humano. Este se refleja mediante la operación intelectiva y, al hacerlo, se auto produce como conciencia; el objeto adquiere forma, se representa lingüísticamente, reconoce la significación intelectiva/nominativa operada por el intelecto sobre el objeto de la reflexión (Hobbes).

Para Hegel la distinción entre intelegir y razonar (Vernunft/Verstand) caracteriza la madurez del Prozess constitutivo de lo humano. La razón se constituye inicialmente como intelecto, se sirve de la fuerza activa de este, de su poder de significación, para regresar sobre él con una función crítica de negación y superación. El intelecto se realiza como razón: éste desborda sus mismas posibilidades y descubre la razón. El intelecto se reconoce; el proceso de reconocimiento (annerkenen) es fundamental en esta operación constitutiva. Está aquí la clave más importante de dilucidación de la filosofía hegeliana sobre la constitución subjetiva. Descubrir/producir la razón, ambas fórmulas parecerían abordar, desde distinto ángulo la complejidad del proceso constitutivo de lo humano. La razón aparece, es descubierta, porque antes no existía, no tanto porque estaba allí y de repente se revela; seguramente la versión más aceptable de la filosofía hegeliana después de la Fenomenología del espíritu, es la de un descubrimiento que resulta luego de que se ‘produce’ o mientras acontece el proceso de su producción; más que afirmar que la razón interviene desde fuera del proceso constitutivo de lo humano, esta ‘es’, ‘aparece’, como ‘producida’ por el mismo intelecto que se auto observa , que se ‘niega’.

No se trata de la idea de un descubrimiento, porque esta no preexiste al intelecto. Tampoco puede ser pensada como una entidad metafísica de orden divino que aparece para iluminar y constituir el mundo de lo humano. Es descubrimiento, porque es producción que antes no existe; es el intelecto, y su capacidad de operación, de la puesta en acto de una extraña capacidad de este de reflejarse a sí mismo, una operación de autorreflexión que es propia de lo humano, la que lo constituye como tal. La razón es el resultado de los avatares del intelecto, de su aventurar por el mundo.

II

La perspectiva aristotélica que está presente en la operación hegeliana permite esta construcción de mediaciones entre el sujeto y el objeto. La misma construcción del objeto como referente para la significación del mundo es una acción intelectiva comandada por la operación racional auto reflexiva. Constituyendo el objeto, éste se constituye como sujeto. Desde esta perspectiva, no habría intelección que no esté condicionada-direccionada hacia su configuración racional; una tensión teleológica de la razón como constitutiva del bien, de lo bello, de la realización como des-alienación, como negación de la tensión a perderse en la indeterminación de la forma que es propia de la operación intelectiva. El negativo como indeterminación de la forma es necesario, la alienación propia de la operación intelectiva es necesaria, es productora de racionalidad, es desafiante, compulsiva, aniquilante. Es aquí donde triunfa la fórmula hegeliana de la negación de la negación como dinamia propia de la razón. Es esta conexión entre intelecto y razón la que parecería ‘ponerse en duda’ cuando se postula la idea del último hombre; este es aquel que mantiene esta tensión como constitutiva, después de la cual solo existiría la nada o la aniquilación de lo humano.

La complejidad del mundo contemporáneo parecería sugerir que esta tensión se debilita, que la operación intelectiva, que podría asociarse a la técnica, se desprende de la capacidad autorreflexiva racional; que esta (la técnica), autonomizada, controla a la razón y la domina. Al autonomizarse la técnica, dos posibilidades interpretativas emergen: que la razón desaparezca, o que la razón se disuelva o se integre a la máquina, que es la que opera-constituye a la técnica. En el un caso, al perfeccionar las prestancias intelectivas de la técnica, esta se desprende de su sujetamiento a la razón; en el otro, la progresiva automación de la técnica, realiza la tensión teleológica que está presente en la operación del intelecto. ¿Las prestancias intelectivas de la técnica operan en función de una razón que la comanda? ¿O este comando está en la misma capacidad autorreflexiva que es ínsita a la operación intelectiva? Hegel responde afirmativamente: la razón es producida por el avatar del intelecto. Lo otro significaría aceptar una derivación ontoteológica en la deducción del comportamiento y de la acción racional que para Hegel es ya insoportable; para él, la escisión intelecto-razón no supone una contradicción insalvable, sino que aparece como una doble escala de una misma función reflexiva de constitución del mundo. En la técnica está la razón ya plenamente interiorizada.

III

La abstracción asume dos formas en el proceso de intelectualización del mundo en el cual se construye lo humano; la primera supone operaciones selectivas delimitantes que fijan el objeto de significación; la segunda establece las formas de la comunicación como transmisión intersubjetiva de significaciones. La primera fue definida por Hobbes bajo la fórmula del lenguaje nominalista: el sujeto extrae del mundo de la experiencia aquellos elementos que más impactan su capacidad perceptiva, su emocionalidad y a ellos les otorga un nombre, una denominación. Así construye objetos de referencia; esta forma de la abstracción es casi una prolongación del mundo de la experiencia, de la carga de posibilidades que esta encierra y que procesa el aparato selectivo significador del sujeto, el cual se forma en esta interacción con el ‘objeto’. Aquí la selectividad está asociada a la abstracción y esta a la distancia del sujeto respecto del mundo de la empírea o de la experiencia, en el cual este se forma. La abstracción es parte sustantiva del proceso de formación del espíritu, del sujeto; sin esta operación, este se vería arrastrado por el flujo indetenible de la experiencia, por la interminable sucesión de excitaciones sensuales a las que está sometido y que lo compelen al aturdimiento, derivado justamente de esa ‘inmensa’ riqueza de posibilidades que ofrece el ‘mundo de la vida’.

La abstracción selectiva anuncia la posibilidad de detener el aturdimiento; el lenguaje es esa posibilidad, en él está inscripta esa posibilidad; pero la abstracción nominalista no es suficiente, requiere de un ulterior esfuerzo de abstracción, de una ‘abstracción de la abstracción’, que se presenta bajo la forma de la significación, esta se produce en el lenguaje y trabaja con la abstracción nominalista, la pone en el juego de la interacción subjetiva; la abstracción nominalista tiene sentido para el otro, está proyectada intencionalmente hacia el reconocimiento del otro; esta se instala en el lenguaje y se proyecta como construcción estratégica de respuestas; el lenguaje se inserta en una estructura de expectativas que está socialmente condicionada y que se compone de una diversidad de proyecciones lingüísticas. Es el otro el que otorga sentido a mi abstracción, el otro que está ‘fuera y dentro de mí’.

IV

Si bien la abstracción selectiva inicial anuncia la posibilidad de salida del aturdimiento, este reaparece ahora compuesto por operaciones significadoras que estructuran el lenguaje y la comunicación. El lenguaje ahora estructura la realidad del mundo perceptivo, lo que Hobbes caracterizaba como operación de nominación del mundo, gracias a la cual las sensaciones son traducidas en lenguaje, que ahora pasa a ser per-formado por la significación. Pero la abstracción nominativa es fundamental: no habría Hegel sin Hobbes. En la estipulación de nombres, se expresan las connotaciones cualitativas: El lenguaje podría ser visto como una extensión interminable de operaciones de nominación o de cualificación de la experiencia sensible del mundo. Sin esta operación abstracta, no habría posibilidad de comunicación, no habría posibilidad de lenguaje como productor de sentido. La intelectualización del mundo existe; el humano se ve compelido a esta operación de significación, lo hace de manera cuasi automática, compulsiva, como diría Nietzsche, lo hace obedeciendo a una voluntad de poder o de significación que es su afirmación en el mundo: Esta función asume en él la cualidad de un instinto en el que se vuelve a presentar la dimensión del aturdimiento, pero ahora bajo la forma de una compulsión significadora. El humano no puede sustraerse a esta presión. Es difícil establecer cuál de estas formas de relacionamiento del humano con el mundo en el cual se forma, provoca más su aturdimiento: su balbuceo inicial con la lengua, o su elaboración nominadora y significadora que somete el mundo a operaciones comunicativas entre sujetos. Ambas formas emergen como contenedoras de la contingencia del mundo, como operaciones salvíficas.

V

¿Qué acontece con esta historia hegeliana cuando nos ubicamos en el mundo de la contemporaneidad?, ¿Qué acontece con el tiempo de la negación que transforma la Verstand en Vernunft? ¿El intelecto en razón? Seguramente las tecnologías de la información que se reproducen mediante la digitalización aceleran el proceso de intelectualización del mundo, lo vuelven masivo e ilusorio, lo vuelven más imaginario y proyectivo. A su vez, toda esta materia de la ilusoriedad es trabajada permanentemente por el sistema, que se sirve de ella. Las tecnologías de la comunicación instalan un nuevo campo de relacionamientos, mucho más volcado a la fruición de la sensación momentánea, a la aceleración de las experiencias vividas en el campo virtual de la imaginación. Las tecnologías de la comunicación, las redes, aceleran esa premisa que ya circulaba, “satisfacción de necesidades que genera nuevas necesidades”, solo que ahora la compulsión por satisfacer nuevas necesidades se adelanta a la satisfacción de las anteriores, la fruición acelerada del tiempo que inducen las tecnologías de la comunicación genera un estado de latente insatisfacción.

Contrastan con las formas de la comunicación analógica del pasado, en las cuales se interponía el tiempo de la respuesta. Lo era desde el ‘escribir cartas’ que podían esperar en la mesa la respuesta meditada. Ahora, la comunicación es circulación de mensajes, apretados, apurados, que exigen respuesta, que constriñen a permanecer en la red, a alimentarla. La red es desiderativa, está permanentemente exigiendo atención. La exacerbación de mensajes y señales impide la contención del tiempo de respuesta y con ello la reflexión, meditada, elaborada. Las redes nos exigen responder transmitiendo ‘estados de ánimo’, más que reflexiones o conceptos; nos ahorran la operación selectiva que caracteriza a la reflexión. La capacidad de elegir está condicionada y restringida; no existe posibilidad del ‘dislike’, porque ello podría aturdir la linearidad de la comunicación en red. El disenso se reduce al ‘emoticón’, este es ahorrador de respuestas, de sensaciones, de sentimientos. La cara de asombro, de tristeza, la lágrima, la risa, es suficiente en el mundo de la imagen digital. La red tiende a ser canalizadora de sensaciones, homogeneizadora, generadora de ‘tendencias’; estas aparecen como contenedores de expectativas ‘realizables’; para ello están los ‘influencers’, para colocar canales donde las tendencias se estabilizan o tienden a la estabilización de morales aceptables. Justamente el estar en la red las vuelve digeribles, pero también perentorias, provisorias, descartables.

VI

La comunicación en redes es más ‘democrática’, exige la participación del interlocutor, al menos con un like o con un emoticón; permite optar por una tendencia, alimentarla, reconocerse en ella. La participación en la red exime de otras participaciones más tediosas y exigentes, está a la portada de la mano, del dígito, satisface esa sensación de compromiso con el otro. Al digitar, se participa, se alinea con una tendencia, se asume una posición; la red ofrece una posibilidad de politización descomprometida, pero eficaz para satisfacer esa pulsión de estar con el otro, por ello, la red es ‘social’. Se trata de una politicidad cuyas consecuencias no se conocen, por lo que termina por no interesar realmente. La intensidad de la adhesión al tema convocante contrasta con el desinterés por las consecuencias efectivas que esa adhesión podría provocar; en la intensidad de la adhesión se juega toda la politicidad: Los temas convocantes pueden ir desde la alimentación ligera a la protesta por el maltrato animal, o contra la exclusión de los migrantes. Lo importante es adherir a la causa, aunque luego nos despreocupemos del resultado efectivo. A todo esto, se añade la proliferación de imágenes, incluso su alteración, que aparece como un juego de posibilidades, de identidades múltiples. Todo esto nos transmite la sospecha de que la experimentación del mundo se fragmenta. Ya no es la operación nominadora del lenguaje la que fragmenta la experiencia de acuerdo a las connotaciones sensuales que afectan al aparato perceptivo del sujeto; esa fragmentación ahora viene preparada y exige respuestas; las redes potencian la intelectualización del mundo. Una efectiva fragmentación de las experiencias, tanto aquellas que se proyectan para pensarlas- nominarlas, como las experiencias vividas en el campo virtual de la imaginación; el tiempo contemporáneo es el de la realización de esa forma de construir el mundo que Hegel caracterizaba bajo la figura de la alienación. Lo hacía porque estaba pensando-observando el mundo desde la solidez de la racionalidad omnicomprensiva de la totalidad del mundo, de la totalidad de lo humano. Ahora está claro que esa totalidad no es aprehensible por el sujeto; que no le pertenece, que esa totalidad es la red y que esta no necesariamente tiene consciencia de sí.

Es el sistema la totalidad que se funda y alimenta sobre la voluntad del sujeto, que se expresa desiderativamente. La red lo permite, la red sustituye a los instrumentos que antes re-presentaban esa voluntad del sujeto; los partidos ya no canalizan, en todo caso son diques que contienen y a los que se percibe como prescindibles; la red es ultrademocrática, es el sujeto mismo el que se expresa con su dígito, con su ejercicio de digitalización.

VII

La democracia de la red es perfectamente impersonal, si bien está cargada de las emociones de los internautas; cada señal emitida desde el dígito es acumulada como dato, se vuelve una señal que indica una preferencia y que se almacena perfectamente ordenada bajo la forma de la tendencia. La tendencia es ya un cuerpo de significaciones dotado de sentido porque articula elementos de significación reconocibles y en los cuales es posible reconocerse; están allí para reforzar sentimientos de identidad entre sus adherentes y refuerza el sentido que allí se consolida: En muchos casos deliberadamente, la tendencia busca adherentes, los recluta, los conduce a emitir señales de aceptación o de rechazo frente a actos o conductas que están en el espacio público de la red. La red es un ‘espacio público’ sui generis, puede también llamar a la acción y sus proclamas o consignas pueden movilizar masas de adherentes. La red es soberana en cuanto comanda la acción de aquellos que adhieren a la tendencia, pero la acción por lo general es débil, porque responde a la fruición del momento. La soberanía se fragmenta en la acción-señal de la digitalización: todos somos soberanos al momento de digitalizar o al no hacerlo frente a la tendencia que se nos presenta circulando en la red. Una soberanía fragmentada que se reúne gracias a la ‘tendencia’; que se afirma en la medida que se reúne bajo su emblema y que regresa para generar nuevos adherentes. La fragmentación de la soberanía es lo que caracteriza a la red.

VIII

La concentración de poder propia de lo que antes se reconocía como la ‘soberanía moderna’ del Estado, ahora está fragmentada en distintas tendencias y ninguna de ellas es suficientemente ‘soberana’ como para dominar o hegemonizar sobre las otras. La soberanía es de la red, la red es la soberana, porque permite y posibilita el juego de las soberanías menores, que se construyen sobre la ilusión de la participación efectiva. La red es soberana en su ceguera, o mejor, hace del enceguecimiento su condición de poder, trabaja sobre el narcisismo de quien se reconoce en la tendencia, de quien la hace suya. El espacio público o la esfera pública –como la llamaba Habermas– se construye sobre la posibilidad del diálogo y de la deliberación y este supone la libre elección discursiva del interlocutor. Pues bien, la red transparenta esta fenomenología, la ubica en su real dimensión de ser procesadora de la ilusoriedad de la vida social. Es, como diría Schopenhauer, voluntad y representación pura, que solo puede acontecer en el espacio de la ilusoriedad. La soberanía de la red vuelve patente lo que antes ocupaba a los críticos de la ilusoriedad de la democracia. Ahora la red se encarga de demostrarnos que esa ilusoriedad es efectiva y que se construye sobre la libre expresión de la voluntad digitalizada. Como antes, la sospecha de que esa voluntad era instrumentalizada por poderes ocultos o evidentes, por clases, burocracias y oligarquías, ahora es manifiesta. La situación ahora es más clara: también esos poderes y esas oligarquías están sometidos a la soberanía de la red. Si observamos con más detenimiento, descubrimos que es el mismo concepto de soberanía el que se extingue en la red, al menos aquel que completaba el itinerario formativo del sujeto, la idea de que el sujeto finalmente decide. La idea schmittiana de que soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción, se ha extinguido porque ya no existe el estado de excepción; ahora la excepción es la regla, o si hay excepción, esta solamente podría estar por fuera de la red. ¿Es posible estar por fuera de la red?

IX

En Hegel, la razón no se reduce a la constitución del sujeto visto como individuo, si bien este nivel o registro está presente en su visión filosófica de la modernidad. Para Hegel el sujeto es el sistema, es la totalidad del mundo de lo humano. Es la misma experiencia del mundo la que se transforma con su filosofía y gracias a ella. La eticidad del sujeto que accede a la razón de lo público es la eticidad del sistema, así lo plantea en su System der Sittlichkeit ¿Es la red, el sistema del cual nos habla Hegel, en sus Lecciones de filosofía del espíritu? ¿Podríamos asociar el ‘espíritu’ de la red con el espíritu hegeliano? Lo es en cuanto la red está compuesta de significaciones que parten de la capacidad lingüística de percibir el mundo, de percibir la experiencia, es nominadora. La red es el culmen del intelectualismo y la soberanía del sujeto solamente existe si este se asume dentro de la red. El estar fuera de la red aparece como una ilusoria negación de la ilusoriedad de las significaciones que circulan por la red, de su efectiva eficacia. La red procesa las significaciones que se ‘componen’ como tendencias, y estas existen y cobran legitimidad en cuanto se produce el reconocimiento de hacer parte de ellas.

Las tendencias, a su vez, son performativas, indican lo que es aceptable, completan la proyección significadora del actor en cuanto gracias a ellas se produce el reconocimiento intersubjetivo. Las redes sociales funcionan mediante protocolos digitalmente codificados; las tendencias resultan del funcionamiento algorítmico computacional de estos protocolos, los cuales están configurados por percepciones canalizadas bajo la forma de tendencias.  Trabajan sobre la compulsión significadora que promueven. En esa dirección, están permanentemente ofreciendo información que exige la atención del internauta, socializan y amplifican la intelectualización del mundo: todos opinan y se exige que lo hagan. La red se vuelve compulsiva porque requiere del actor, de su pronunciamiento, con él construye las tendencias que hacen que el sistema se reproduzca y es en la configuración de estas donde se juega su eticidad. En Hegel, como en la red, la eticidad nunca se realiza ni se completa, se construye; está abierta a la posibilidad de su permanente negación y rescate. Es más, de su negación depende el rescate. Es justamente esta operación, que aparece como ilusoria, la que hace que el actor esté conectado permanentemente: la ilusoriedad de ‘estar’, de ‘ser’, de ‘incidir’. La red no anuncia el dominio del sistema sobre el humano, lo que indicaría su definitiva desaparición; el último humano está en la red, tal vez como siempre estuvo. Es allí donde reside su especificidad, es allí donde enfrenta el desafío de su negación. Es en la afectación del código, del algoritmo, en la dilucidación del sentido de la tendencia, donde se juega su condición, donde define su idoneidad constitutiva.

Un algoritmo Gulag

Carlos Reyes

 

«El hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad»

Sartori

 

Los comisarios

Al diplomático Alexander lo sorprendieron, al parecer, de paseo por la calle. Sin que lo sospechara, un espontáneo se le acercó de manera efusiva entre la gente, llamándolo por su nombre. Quizás desconcertado por un extraño que aseguraba conocerlo, en cuestión de segundos estuvo arrimado a un vehículo dedicado a capturar “culpables”. A Piotr lograron convencerlo, en su trabajo, de que había ganado un voucher para disfrutar unos días de descanso. Junto con su esposa se dirigió a la estación, y lo detuvieron allí, con un equipaje que llevaba quizá más de lo necesario para una condena de no menos de diez años. En el caso de Irma, se supo que fue guiada a la Lubianka por el mismo juez a quien había invitado a pasar unas horas en el teatro Bolshoi. Al finalizar el evento, su acompañante simplemente la condujo al interrogatorio.

El Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsin (Kislovodsk 1918-Moscú 2008) entrega con las memorias del destino de Alexander, Piotr, Irma –y de otros cientos–, un repaso al encarcelamiento de la población rusa, atrapada desde el triunfo del bolchevismo, en un ambiente político urgido por la “depuración política”. Las detenciones y ejecuciones, selectivas y colectivas, se convirtieron rápidamente en la solución penal a la imposibilidad de convencer a la ciudadanía de las bondades de destruir el mundo conocido; destruirlo, por supuesto, para plasmar uno mejor.

El archipiélago es también una reflexión desesperada sobre el encierro político. En el recuento, las capturas muestran un aislamiento operado para la supervivencia del partido: “te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la caja de ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y solo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde”. El comisariado se practica colectivamente para sobrellevar la liquidación de todas las libertades.

En las anécdotas de los prisioneros del Gulag se mezclan el lamento y el asombro ante el momento de la detención; en la confusión de la noche o en situaciones impensadas –en el trabajo, en la tabla del quirófano–: “¡A mí, por qué!”. Los recuerdos pertenecen a Solzhenitsin y a otros que atravesaron el arresto y tortura, para luego cumplir su reeducación en alguno de los campos o colonias del sistema. Pero el texto no se limita a exponer uno de los capítulos más grotescos del siglo XX. En varios pasajes Solzhenitsin insinúa aquello que lleva a unas personas a encerrar a otras:

El que uno dé con sus huesos en la celda de los condenados a muerte no depende de lo que haya hecho o dejado de hacer, sino del giro de una gran rueda movida por poderosas circunstancias externas.

El encierro descrito es patente en todo el territorio, y toda persona está a vísperas de su reclusión. Y si en un primer momento los arrestos eran una sorpresa, con el paso de los años eran prácticamente esperados. No parece tampoco operar en aquel contexto un poder mayormente mecánico, sino una suspensión premeditada de la existencia y un silenciamiento estratégico de toda forma de disidencia. Este aspecto es quizá uno de los más complejos que afrontó la dirigencia política soviética en su momento, porque ¿cómo contener a millones de personas, testigos de la situación económica en el campo y la ciudad? ¿Cómo procurar que no se filtre la realidad a través de las fronteras si no es achicándolas hasta el tamaño de una celda, o con la servidumbre de los trabajos forzados?

¿Es la modernidad el marco infeliz y propicio para ese acontecimiento llamado Gulag? La apreciación que Arendt hace de la historia contiene precisamente esa idea, en la que tanto el gulag como el exterminio nacional-socialista pueden ser vistas como expresiones de una mecanización contemporánea de la existencia:

La transformación del Gobierno en Administración, o de las Repúblicas en burocracias, y la desastrosa reducción del dominio público que la ha acompañado, tiene una larga y complicada Historia a través de la Edad Moderna; y este proceso ha sido considerablemente acelerado durante los últimos cien años merced al desarrollo de las burocracias de los partidos (Sobre la violencia).

La modernidad para Arendt es aquello que hace explicable, por ejemplo, al monstruo Eichmann –la forma que encarna el mal–, puesto que el hombre es arrojado en él solo como un sujeto de cumplimiento; en el caso del exfuncionario y exoficial nazi se le atribuye falta de imaginación para dirigir el horror (Eichmann en Jerusalén). Pero aquella interpretación y la categoría de lo “banal” quizá no logren realmente explicar lo sucedido en el Gulag –y tal vez tampoco lo acontecido en el campo de concentración– aunque la pensadora encuentre similitudes entre sus dos ideologías, el nazismo y el bolchevismo. Por ejemplo, en sus respectivos nacionalisimos y a la vez sus afanes internacionalistas y expansionistas.

En su recuento del juicio de Eichmann, la perspectiva de Arendt recurre a un marco de interpretación contra-moderno para intentar sosegar la monstruosidad que los captores encuentran en el reo. En su reporte, Eichamnn no era un Yago ni un Macbeth, sino, en su momento, un funcionario diligente, un retoño de la modernidad. Pero con esto en mente, ¿cómo explicar la “golondrina” que detalla  Solzhenitsin como simple práctica burocrática?: “se le pone al preso en la boca una toalla larga y recia (la brida) y los extremos se le atan a las plantas de los pies pasando por la espalda. Y de este modo, hecho una rueda, tumbado sobre el vientre, crujiéndote la espalda, pásate un par de días sin comida ni agua.” ¿No se requiere imaginación para probar el golpe en el nervio ciático que describe, “cuando el glúteo ha enflaquecido después de un largo ayuno”?:

No duele en el lugar del golpe, sino que estalla en la cabeza. Después del primer golpe, la víctima, loca de dolor, se rompe las uñas contra la estera (…) Después de la sesión, el apaleado no podía caminar, pero no se lo llevaban a cuestas, sino que lo arrastraban por el suelo. Las nalgas no tardaron en hincharse de tal modo que era imposible abrocharse los pantalones, pero casi no quedaron cicatrices.

Si se quiere explicar el horror del archipiélago con razones de burocratización o inercia, debe tenerse presente también el entusiasmo ideológico en todos los niveles de la administración. Y el ingenio. Por ejemplo, sobre el modo en el que los jueces de instrucción del Gulag interrogan a los detenidos por sus conversaciones mutuas:

Pero llevaba tres días sin dormir. Apenas le quedaban fuerzas para seguir su propio pensamiento y para mantener imperturbable el rostro. Y además no le dejaban ni un minuto para pensar. Dos jueces de instrucción a la vez (les gusta hacerse visitas) se echaron sobre usted: ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué? Y usted hace una declaración: hablamos de los koljoses (de que no todo funciona aún muy bien pero pronto se arreglará). Hablaron de las primas. ¿Exactamente en qué términos? ¿Se alegraron de que las rebajaran? La gente normal no puede hablar así, de nuevo resulta inverosímil. Hay que darle credibilidad: nos quejamos un poquito de que estén apretando un poquitín con las primas. Y el juez, que escribe el acta de propia mano, traduce a su lenguaje: en este encuentro calumniamos la política del partido y del Gobierno en materia de salarios.

Hay algo evidente: nadie estaría dispuesto a arriesgar el cargo o la vida, cuando la fragilidad jurídica dispone que incluso el propio comisario sea un reo en potencia si no cumple sus instrucciones. Y evidentemente hay un componente de terror que fomenta la diligencia en el procesamiento de millones de personas, quinquenio tras quinquenio. Pero también debe asumirse la plena conciencia del torturador creativo para el sostén y ocultación del sistema. ¿Qué puede tener aquello de banal?

El sistema de represión que se normalizó en la Unión Soviética conduce, invariablemente, a pensar en la ideología que lo puso en práctica. ¿Por qué ideas específicas perseguir, encerrar, aniquilar? ¿Por qué razonamientos convivir con la muerte? La historia del archipiélago podría responder aquello en parte, si se entiende que la supresión de una libertad, la de palabra, conduce hacia la ausencia de todas las libertades. Con su supresión se traza el camino de las demás, y siendo la menos evidente quizá es la más susceptible a ser postergada. Una vez suprimida la palabra, toda libertad queda en suspenso, puesto que ya no es posible siquiera hablar de su propia ruina, de ella misma como recuerdo. ¿Cómo hablar de verdades como la tortura y la muerte si están proscritas? En la tragedia las palabras tienen la característica de arrastrar a todo el mundo consigo cuando con ellas se admite la verdad. ¿Cómo habría de descubrir la verdad de Edipo si no presiona a Tiresias, la ciega voz de la experiencia, aún a costa de su propia desgracia? Tiresias, que conoce la vedad e intuye sus efectos, pretende retrasarla con otras palabras, con ruegos, para que Edipo desista en conocerla. Porque la palabra y la verdad son necesariamente la perdición del parricida, el mismo que se ha puesto una venda en los ojos. Su desenlace es, irremediablemente, la ceguera y la catástrofe:

Mientras vive, al hombre acechan en la sombra Muerte y Hado,
y él espera su embestida como víctima mortal.
No llaméis dichoso a nadie, mientras no haya traspasado
los umbrales de la vida sin probar la adversidad…

Es realmente entendible el temor colectivo ante la idea de publicar la destrucción causada por las ideas de un régimen como el soviético, lo que facilita que el silencio forme parte de la rutina; así también el silencio permite que rara vez se ponga en cuestión el valor de la identidad política, de todas las identidades que giran en torno a ella. Y si bien la época zarista no se caracterizó por el ejercicio de la libertad de palabra, los órganos de seguridad del Estado revolucionario se empeñaron en superar el mismo absolutismo que cooptaron.

 

Los activistas

No es raro encontrar editoriales en Internet que atribuyen virtudes cívicas al activismo ciudadano en las redes sociales, sugiriendo (frases más o menos) su utilidad como tribunas de opinión. Con esta perspectiva, las redes se asumen como una herramienta para elevar quejas en asuntos sociales, iniciar movimientos políticos, o incluso fiscalizar a los poderes públicos. Las redes sociales (especialmente Facebook y Twitter) se han nutrido de voces y expresiones que aspiran a modificar el curso de la política. Es claro que las rutinas de toda experiencia política se han visto afectadas por aquello que circula en ellas, pero no es menos cierto que su alimento es, con frecuencia, el descontento y el exabrupto.

La propia ingeniería de las redes sociales es, al menos, corresponsable de un ambiente que además de agresivo es solitario. Especialmente para las personas que le dedican más atención, las redes son un problema psicológico, puesto que levantan en torno ellas una burbuja silenciosa de incomunicación. Hay evidencia de que las personas filtran la aparición de aquellas publicaciones que se oponen a sus valores, llegando a bloquear y cortar toda amistad (virtual y real) con quienes las divulguen en sus redes sociales. Su uso excesivo hace imposible compartir espacios de trabajo cuando “el otro” no expresa sus mismas percepciones de la realidad. En un juego de censuras mutuas, las reacciones en redes sociales exhiben a unos usuarios impugnando la existencia virtual de otros, sin siquiera conocerlos en la vida real.

La situación descrita tiene que ver también con la manera en la que las redes interconectan a sus usuarios. Los algoritmos que coordinan las relaciones en redes sociales facilitan el acceso a publicaciones entre personas con ideas similares; pero también las exponen a opiniones o noticias provocadoras sin mayor contenido (clickbait), logrando respuestas impulsivas. El refuerzo de los sesgos es un proceso continuo para el usuario frecuente de estas redes que, con el paso del tiempo, se especializa, distinguiéndose luego como “ciberciudadano”. Un rasgo particular también lo define: es propenso a intentar silenciar las opiniones de quienes encuentra repudiables y adopta la consigna de fiscalizar a quienes considera sus adversarios; entre otras estrategias, emplea la denuncia ante empleadores, amistades y familiares. En el entorno de las redes sociales te silencian el empleado, el gerente, el estudiante, el académico, el periodista, el artista, el escritor, el poeta, quizá amigos y conocidos. Pero sobre todo te silencia el activista.

El activista persigue afanosamente las palabras y opiniones que considera detestables cuando las interpreta como odio. Pero esto va más allá de cualquier intercambio de discrepancias. Trastocando la pragmática del lenguaje, y aplicando acríticamente la idea de “hacer cosas con palabras” (actualizando a J. L. Austin y sus continuadores) el activista define a conveniencia la contradicción de sus ideas como un hecho punible. La palabra u opinión odiosa se denuncia como acto, y asumiéndose como “acto de odio” (contra alguien, o un grupo), la palabra debe responder a un autor.

Decir, postear algo “detestable” en redes sociales, es cometer una contravención, y no solo por la codificación que dispongan sus administradores. Dado que el sistema está configurado para facilitar la denuncia, para el ciberactivista el detestable contraviene lo que es aceptable, especialmente en ámbitos altamente complejos –sexo, raza, etnia, identidad, género, edad, pobreza, migración, salud, discapacidad, estética, nutrición, deporte, ciencia, clima, derecho…– por lo que con frecuencia termina siendo evaluado moralmente y no en razón de sus argumentos. A partir de entonces se es perseguible por un “delito” de odio, exigiendo poco más y una captura de pantalla como evidencia.

El ánimo de denuncia del activista libra a las redes sociales, al menos en parte, de su responsabilidad en la congregación de gente y en el hospedaje de su radicalización, dado que, sin dicho ánimo, y sin suspicacias –como las de trocar las palabras en actos de odio– la informática resulta superflua. Ciertamente entre las conductas de una tragedia como la del Gulag y la actitud censora del ciberactivista hay un abismo, pero también hay un hilo, el de las historias de aislamientos y encierros –perfeccionados en la era análoga y más anónimos en la digital. Y sin ánimo de forzar una comparación, podría decirse que en las redes sociales parecen replicarse las radicalizaciones propias de las ideologías más resistentes desde el siglo pasado, cuando algunos comportamientos nos muestran lo que sobreviene donde el debate pierde toda metodología, pero también toda razón.

¿Qué harán los ciberactivistas cuando todo esto termine, cuando sean ellos mismos los denunciados por infringir sus propias ideologías? ¿Qué puede suceder si se normaliza –aún más– el silenciamiento subjetivo de toda palabra considerada detestable? ¿Cómo debatir con nuestros antagonistas si todos guardan silencio y acaban expresando su opinión solo en votaciones? ¿Qué hacer ante aquellas personas que conocemos en la vida real, pero están atrapadas en la virtual?

Hace poco más de diez años las redes sociales apenas tenían incidencia en nuestras discusiones políticas, y ahora, cuando un cruce de ideas no puede sostenerse sin riesgo de añadir guerras donde solo había choques, parece oportuno pensar cómo volver a conversar. Con suerte aquello puede empezar, primero abandonándolas, y luego procurando volver a algo diferente a ellas. Llegará el momento de resetearlas. Esto funciona así.

 

Imágenes: Sasha Freemind (Unsplash);  Mariann Szőke (Pixabay); pixel2013 (Pixabay); Nathan Wright (Pixabay); Prateek Katyal (Unsplash)

Actos de fe

Emilio López y Aquiles Jarrín

 

La fe, en su definición más básica, se reduce a un conjunto de creencias, a la confianza y a la seguridad en algo. Sin embargo, cuando mencionamos o escuchamos la palabra fe, surge una fuerte vibración que nos lleva a sospechar que este elemento tan propio de lo humano no se reduce a tan simples definiciones.

La fe mueve montañas, es una metáfora muy valiosa para abordar un elemento que resulta imprescindible en toda situación en la que esta parece operar: el movimiento. Vincular la fe al movimiento nos posibilita despegarla de su relación a lo racional o religioso, para hacerle un lugar en el mismo cuerpo (máquina de movimiento).

La fe rescatada del territorio de las creencias, hace carne en la acción, en la potencia que tienen las ideas cuando hacen cuerpo; ya decía Spinoza, uno no sabe de lo que el cuerpo es capaz. Así la fe está bastante más alejada de grandes ideales y parece operar en una cotidianidad tan frecuente como dormir para querer despertar. La fe lejana a cualquier institución es potencia vital que se conforma por un conjunto ilimitado de actos de donde se destila lo humano. Impulso vital bergsoniano, donde el movimiento define nuestros devenires. Desde la infancia aprendemos a confiar en una serie de constructos que definen nuestra relación con el espacio, con el otro. Confianza que nace de la experiencia. Fronteras, límites, topografías que se van definiendo y redefiniendo en nuestro andar y desandar diario. En la experiencia del día a día creemos/creamos, nos movemos desde la intuición: “la intuición, adherida a una duración, que es desarrollo progresivo (crecimiento), percibe una continuidad ininterrumpida de imprevisible novedad; ella ve, sabe que el espíritu saca de sí mismo más de lo que tiene, que la espiritualidad consiste en esto mismo, y que la realidad, impregnada de espíritu, es creación” (Bergson).

 

Acto 1°

Lunes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano tibia en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que dice te amo. Respondo “Yo a ti”.

La declaración de un sentimiento profundo y su respuesta afirmativa produce varias operaciones. Por un lado, se manifiesta una convención social donde las palabras son portadoras de sentidos absolutos. Una arbitrariedad que parece haber posicionado el lenguaje desde el sentido común. Las palabras están tan valoradas en nuestro sistema de comunicación que nos permiten hacer articulaciones lingüísticas expresando la complejidad de nuestros sentimientos. En el te amo, se reduce a dos palabras un conjunto muy amplio de acontecimientos. Significantes que implican la existencia de un compromiso emocional altísimo, es el sonido que define que ese otro está en una alta disposición de nuestro deseo. Los actos y vivencias compartidas para la construcción de esa expresión amorosa ya no existen en el momento en que las palabras parecen ser garantía de que todo está presente.

Martes: El sol avanza lentamente por la alfombra en su cotidiano y repetido intento de tomarse cada mañana la habitación. Antes de que se bañen de ocre las pantuflas, siento una mano fría en la espalda y esa voz todavía en proceso de recomposición que grita te odio. No respondo nada.

 

Acto 2°

Jueves 7 PM. Me llama un amigo y surge un plan, que no había programado. Vamos a un concierto. No identifico el lugar. Se fija el encuentro en el restaurante X. Busco en mi celular qué sitio es. ¿Hay algún evento? ¿Voy en auto, Cabify? ¿Cuál es la ruta más eficiente? Obtengo respuestas: 15 minutos de llegada, 2 minutos menos de tráfico por la ruta B, $2,50 la carrera. Calculo mi hora de llegada. Vuelvo a chequear mi teléfono y la cita es las 9:30. Veo rápidamente la lista de invitados, casi no conozco a nadie. No quiero llegar y estar solo. Calculo llegar 9:45 para evitar la soledad antes de que llegue mi cita a las 10. Vuelvo a revisar la ruta de tráfico: 9:38. 10 minutos más de lo acordado. Respiro aliviado.

El universo de información en el ciberespacio es infinito; sin embargo, la tecnología asigna las posibilidades de una noche a algo reducido. Predicciones desde el celular a partir de información que no se puede entender y que está almacenada en alguna parte. Bits infinitos circulando a la velocidad de la luz por el aire, ondas imperceptibles captadas por dispositivos receptores que nos dirigen. Nos encontramos frente a un nuevo sistema de creencias que se articula desde la tecnología.

La tecnología como una nueva semántica del deseo, administra y codifica los flujos, reordenando cuerpos y sentidos. La tecnología –en su intento de territorializar– ofrece cierta esperanza y alivia la ansiedad de creer en lo inmediato, pero al mismo tiempo ofrece agujeros para otras vivencias posibles, se abren líneas de fuga para lo inédito, lo singular, lo propio y lo desconocido. Aparecen las fallas, las fracturas y los hackers, que nos recuerdan que en los accidentes se producen las ganas para accionar, creer y crear.

 

Acto 3°

Domingo 10:00 AM, 18 grados, parcialmente nublado. Un saco liviano, zapatos deportivos y el jean del día anterior.

Hace algún tiempo que la manera de estar en el mundo está anclada a un conjunto de dispositivos de los cuales dependen casi la totalidad de áreas de nuestra existencia, pitonisas que se esconden tras pantallas y sonidos. Incuestionables, hacen que el aspecto más duro de la ciencia, ese santo positivismo, regule las más nimias decisiones. Pronósticos del clima, latidos del corazón, temperatura corporal, likes y eventos programados, ordenan los sentidos y los deseos a partir de un sinnúmero de aplicaciones descargables y en constante desactualización y actualización.

En menos de un km de recorrido por el parque, he sido informado del estado amoroso de diez personas, de sus últimas cinco adquisiciones, los lugares que visitaron, el nuevo video de mi artista favorito, el restaurante que debería ir a probar, los anteojos de moda y la poca acogida que tuvo la foto que posteé.

Lo más complejo en estos escenarios no es el heterogéneo bombardeo de micro alienaciones por los que la subjetividad es atravesada y producida, sino, aquella hipnótica articulación de elementos que comprimen todo a una superficie por la que se deslizan los sentidos. Se produce una especie de aplastamiento de la realidad, donde todo acontecimiento que está fuera de ese algoritmo endogámico por el que circula la vida, parece no existir.

Domingo 3:00 pm, 13 grados, lluvioso. Saco liviano sobre la cabeza, zapatos empapados, piernas tiritando.

Identificamos dos tipos de flujos articulados a la fe: las acciones en la cotidianidad remitidas al cuerpo, y nuestra relación a la tecnología como la principal organizadora de sentidos en la actualidad. Esta última formando parte de un sistema de creencias con desplazamientos históricos. Cuerpo y coordenadas hacen nodo en el eje principal de este texto, el movimiento, que en términos deleuzianos podríamos también llamar devenir. Un conjunto de intensidades que ocupan el cuerpo y que se expresan en una pragmática.

La fe como devenir se aleja de una idea de un futuro y una recompensa, para reconectar con procesos de accionar en el presente. Si hay algo divino en la fe es su maquinaria de acción, ‘una metafísica de la vida, una filosofía más intuitiva nos demanda una participación en espíritu al acto que la hace, ahí va en dirección de lo divino’(Bergson).

 

Imágenes: Andrew Leu (Unsplash); Adrianna Calvo (Pexels); Donald Tong (Pexels)