Los signos del fin del mundo y el año de la Bestia (1666)

Juan Manuel Ledesma
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“Ring-a-ring o’ roses,
A pocket full of posies,
A-tishoo! A-tishoo!
We all fall down”

Canción popular inglesa sobre la peste

 

Durante el mes de julio del año 1664, en Voorburg, una pequeña ciudad de los Países Bajos, Bento Spinoza escribe de manera apresurada y envuelta de angustia una carta a uno de sus mejores y más leales amigos, Pieter Balling. La angustia y la preocupación de Spinoza tienen por causa un nombre terrible, el nombre de un mal que irrumpe ciegamente y sin ley en la vida de los hombres, que resuena con la muerte misma y con su fatalidad inescapable, la peste. Desde el siglo XIV Europa es el teatro constante de la pandemia episódica que hoy llamamos la peste negra. En los Países Bajos, si solo tomamos en cuenta el siglo XVII, la peste resurgió en al menos cuatro episodios distintos, llevando a la tumba cada vez a alrededor de veinte mil personas. El último episodio del siglo, el más largo y el más vasto ―aproximadamente entre los años 1663 y 1666―, abarcó todo el norte de Europa y el Reino Unido, reviviendo el espectro del terror de la peste negra del siglo XIV, cuando aproximadamente la mitad de la población europea desapareció.

Mientras escribe su carta en Voorburg, Spinoza se prepara a refugiarse en el campo durante algunos meses, lejos de la ciudad donde la plaga golpea con toda su fuerza. Si la carta que Spinoza escribe es tan importante, es porque su amigo Pieter Balling no tuvo la misma suerte. Antes de poder escapar con su familia, la muerte pestilente los encontró. Al momento de la escritura no han pasado ni siquiera tres semanas desde que el hijo de Pieter sucumbiera a la enfermedad, y Spinoza teme que la muerte se lleve pronto a su amigo también. En su carta, Spinoza intenta consolar la profunda tristeza inherente a la tragedia que vive su amigo. La terrible noticia, escribe Spinoza, “me causó gran tristeza e inquietud, aunque ésta ha disminuido mucho al constatar con qué prudencia y fortaleza de espíritu has sabido despreciar las molestias de la fortuna o, mejor dicho, de la opinión, en el momento en que dirigen contra ti los más duros ataques. No obstante, mi inquietud se acrecienta de día en día, y por eso te ruego y suplico, por nuestra amistad, que no tengas reparo en escribirme largamente.” (Correspondencia).

 

 

 

Mas el verdadero motivo de la carta, y el verdadero esfuerzo de consolación de la parte de Spinoza, surge de una interrogación y de una duda que carcomen el cuerpo y el espíritu de Pieter Balling. Cuando su hijo todavía vivía, y antes de que cualquier signo de la enfermedad se manifieste, Balling se levantó una noche al creer escuchar unos gemidos extraños provenientes del cuarto de su infante. Despierto, ligeramente preocupado y atento, intentó identificar la fuente y la naturaleza de los gemidos, pero al no volver a escucharlos decidió entregarse de nuevo al sueño. Semanas después, cuando la peste irrumpió en su hogar, Balling escuchará sin cesar exactamente los mismos gemidos durante la agonía de las últimas horas de vida de su hijo. ¿Presagio? ¿Mal augurio? ¿Fueron los gemidos signos o señales que indicaban, o peor, que prevenían de antemano el acontecimiento desastroso de la enfermedad? Si tal es el caso, ¿podría la muerte haber sido evitada? Balling no sabe qué pensar, y en la incertidumbre sumergida en el dolor y la tristeza de la pérdida de su hijo, teme seguramente hundirse en la desesperación. En su carta, Spinoza hace su mejor esfuerzo para improvisar una respuesta a la angustia de Balling; medita en ella sobre la naturaleza de la imaginación y del entendimiento, así como de su capacidad conjunta para entender e imaginar todo lo que sucede a otro cuerpo al cual estamos ligados por el amor. Nunca sabremos si Balling respondió la carta de Spinoza, ni lo que pensó de su intento de consolación: las cartas de Spinoza fueron seleccionadas meticulosamente antes de ser publicadas, y toda correspondencia estimada puramente personal fue quemada por sus editores. En todo caso, lo que Spinoza temía tanto sucedió pocos meses después del envío de la carta de Voorburg. La peste se llevó también la vida de su amigo Pieter Balling a finales del año 1664.

Por extremo que parezca el caso de Balling, su angustia y preocupación por los presagios, en el fondo su búsqueda de sentido frente a la absurdidad de la muerte, traduce bastante bien el estado de tensión general y de inquietud de Europa a mediados del siglo XVII. La peste no representa únicamente el espectro omnipotente de la muerte. Más que una imagen, la peste es como una melodía que resuena y hace vibrar todas las cuerdas de los espíritus al son de un afecto potente, el temor. Nadie sabe aún, en el siglo XVII, de dónde viene la peste ni, en el fondo, qué es. Lo único que todo el mundo sabe con certeza, es que la peste golpea y arrastra con ella indiscriminadamente a cualquier persona, en cualquier momento. Aparece cuando se le antoja, y desaparece tan intempestivamente como llegó. A veces perdona a ciudades enteras, y a veces se les traga sin piedad. ¿Cómo no temblar de terror frente a una amenaza que se muestra a la vez tan caótica y tan metódica? Frente a la peste, la interrogación más importante, que surge de inmediato en toda persona, y al mismo tiempo la pregunta más difícil de responder, es la pregunta más simple: ¿Por qué? ¿Por qué se lleva a aquel, y no a su vecino? ¿Por qué aparece ahora, y porque desaparece en seis meses? El terror que la peste insufla, en el fondo, no es sino el reverso afectivo de la incertidumbre que entorna su aparición y su acción. Y en la ausencia de toda explicación, frente a la incapacidad para comprenderla, la peste y el terror despiertan la sed de signos, de señales y presagios, es decir, despiertan la superstición que duerme en la imaginación de todo ser humano. De la misma manera que Pieter Balling, consumido por el dolor y la incomprensión, se puso frenéticamente en búsqueda de signos anunciadores de la tragedia que destruyó a su familia, el continente europeo se embarcó en una búsqueda frenética de signos y señales, de presagios y de profecías, con el fin de entender de cualquier manera posible la muerte, la enfermedad y el mal que la peste arrastraba desde hace más de trescientos años.

 

Poco a poco, los eventos o acontecimientos de la historia dejaron de ser los resultados causales de la acción conjunta de individuos, y se volvieron cada vez los signos anunciadores de una catástrofe inminente. Les hechos dejaron de ser simples hechos, transformándose inevitablemente en mensajes a descifrar. Se podría decir que las circunstancias no ayudaron a calmar los espíritus. En el mismo año, 1664, en una noche particularmente clara en el cielo europeo, cuando la peste empezaba a tomar una vez más toda su amplitud en el continente, la danza regular de las estrellas fue interrumpida por el pasaje imprevisto de un brillante cometa. ¿Qué mensaje transportaba el pasaje del cuerpo celeste? La respuesta, para muchos, era evidente. El cometa no podía ser sino el signo del gran mal que estaba a punto de descender no solo sobre Europa sino sobre todo el mundo. En otras palabras, el cometa anuncia la ira de Dios. Unos meses más tarde, en 1665, Londres sufrió el brote de peste más fuerte y mortal desde la gran pandemia del siglo XIV. ¿Qué podía ser la peste, en su misteriosa aparición y desaparición, en su indiscriminada acción, sino un mensaje de una fuerza mucho más grande y potente, de la providencia divina? Cuando a la peste se añadió la guerra entre la República de los Países Bajos e Inglaterra en marzo del año 1665, todos los espíritus, incluso los más racionales, comenzaron a temer lo peor. El miedo, en realidad, es más contagioso que la peste o toda enfermedad.

 

 

Emblemático es el ejemplo de Henry Oldenburg, secretario de la Real Sociedad de Londres para el Avance de la Ciencia Natural. Oldenburg era reconocido como un gran naturalista y racionalista, amigo y corresponsal de los más grandes espíritus de su tiempo, como Robert Boyle, Gottfried Leibniz, Christian Huyguens y Bento Spinoza. El 12 de octubre de 1665 Oldenburg escribe a Spinoza una carta en donde, entre discusiones eruditas sobre matemáticas y física, expresa una inquietud profunda en relación con todos los signos que, poco a poco, comienzan a acumularse. “Opino ―escribe Oldenburg― que toda Europa estará envuelta en guerras el próximo verano y todo parece converger hacia un cambio insólito.” (Correspondencia). El “cambio insólito” al cual Oldenburg se refiere tiene que ver con las creencias milenaristas que, en el año 1665, no dejan de colonizar los espíritus. Inspirados en el Apocalipsis o libro de las Revelaciones, los milenaristas creen en la segunda venida de Cristo como acontecimiento destinado a poner fin a la historia. Nada parece confirmar con más certeza sus creencias como la confluencia de enfermedades, guerras y males que golpean el mundo alrededor de 1665. Todos los signos apuntan hacia el fin del mundo ―el “cambio insólito” que Oldenburg teme―, acontecimiento bíblico que los milenaristas y mesianistas de varias confesiones profetizan que tendrá lugar en 1666, año de la Bestia, como lo anuncia el Apocalipsis. En realidad, no solo los cristianos de Europa están envueltos en un frenesí supersticioso y mesiánico. Desde hace algunos años, unos rumores extraños se propagan desde el Medio Oriente: el mesías tan esperado por el pueblo judío en fin ha llegado. Proveniente de la ciudad de Smyrna, en la actual Turquía, un cierto judío llamado Shabtai Tzvi o Sabbataï Tsevi se autoproclama mesías en 1648. Lenta y progresivamente, Shabtai logra convencer a las comunidades sefarditas de Salónica, Constantinopla, Livorno, Venecia, Hamburgo y sobre todo, de Ámsterdam, que la redención, es decir el retorno a la tierra prometida, es inminente. En 1665, en plena epidemia de peste, el frenesí mesiánico se apodera de Ámsterdam, centro económico e intelectual de la comunidad judía en Europa. Los comerciantes abandonan sus comercios, los grandes propietarios venden sus casas y navíos, todo en preparación al retorno anunciado a la Tierra Santa. Mesianistas judíos y milenaristas cristianos, por una vez, están de acuerdo. El mundo, tal como todos lo conocen, está acercándose a su fin.

El 8 de diciembre de 1665 Oldenburg escribe de nuevo a Spinoza. Una vez transmitidos los descubrimientos físico-matemáticos de Huyguens, y anatómicos de Boyle, Oldenburg termina su carta con una interrogación: “Aquí está en boca de todos el rumor de que los israelitas, en la diáspora después de más de dos mil años, regresan a su patria. […] Me gustaría mucho saber qué han oído de esto los judíos de Ámsterdam y cómo han reaccionado ante tal noticia, pues, de ser exacta, me parece que provocaría una catástrofe de todas las cosas en el mundo.” (Correspondencia). No sabemos si Spinoza respondió a esta carta, o si su respuesta fue quemada con todas las otras que sus amigos estimaron sin pertinencia filosófica o demasiado personales. En todo caso, la ausencia de respuesta, o más bien el silencio, son emblemáticos de lo que sucedió realmente en el año tan temido y tan esperado del apocalipsis, 1666. Obviamente, todas las profecías, supersticiones, anuncios mesiánicos y predicciones resultaron ser falsos, meros productos de la imaginación alimentada por el miedo a lo desconocido. El mundo, en todo caso, no se terminó y la historia siguió su curso, entre guerras, descubrimientos y epidemias. ¿Y el famoso mesías del pueblo judío? Encarcelado por las autoridades del imperio Otomano en 1666, Shabtai Tzvi se convirtió al islam frente al Sultán Mehmet IV, tomando el nombre de Aziz Mehmed Effendi. Todas las expectativas, ilusiones y anhelos de los milenaristas y mesianistas se disiparon como humo en el aire. Los signos y mensajes que creyeron ver, o interpretar como anuncios del futuro, no resultaron ser sino el signo de su propia ignorancia presente de la naturaleza, y el signo de la potencia de su imaginación.

*

 

Pocos años después, gracias a Isaac Newton y Edmund Halley, ambos miembros de la Royal Society, el movimiento y las leyes de los cuerpos celestes serían descritos en fórmulas matemáticas que no dejan ningún lugar para mensajes o signos equívocos. Halley pudo predecir el movimiento y la trayectoria de un cometa con más exactitud que cualquier profecía, sin recurrir a ninguna fuerza oculta ni a la idea de castigo o recompensa. La peste tuvo que esperar un poco más de dos siglos antes de que Alexandre Yersin descubra que la causa de tanta muerte no es la ira de Dios o los pecados de los caídos, sino una diminuta bacteria transmitida por las pulgas que, después de haber picado a una rata, saltan sobre una niña, un soldado, un rey o cualquier persona que se le antoje. Yersinia pestis es la verdadera causa de tanta muerte, tanto sufrimiento, tanto terror y, en el fondo, de tanta superstición. Hoy conocemos y comprendemos mecánica y científicamente lo que aterrorizaba a nuestros ancestros en el pasado. En vez de profetizar y frenéticamente buscar signos por interpretar o mensajes por descifrar, entendemos las causas de lo que sucede a nuestro alrededor. Uno podría creer que los excesos del pasado no son nada más que eso, excesos del pasado. Uno podría creer que la era de la imaginación desbordante, de la profecía frenética y del mesianismo apocalíptico son historias del pasado. Nada, en el fondo, es tan falso. Es posible incluso que hoy en día estemos más obsesionados por el fin del mundo, por el apocalipsis, que en el pasado. Entre blockbusters, libros, series en la televisión, religiones y sectas por todos lados, nuestra obsesión contemporánea parece ser como nunca antes el fin del mundo. ¿Qué época ha estado tan fascinada por su propio fin como la nuestra? ¿Qué época lo ha imaginado y fantaseado tanto? Tal vez, como Spinoza que, en vez de rendirse a la fiebre apocalíptica y mesiánica de su época, al frenesí del miedo y de la esperanza, se abandonó a la búsqueda de las causas y razones objetivas de los males que golpeaban al mundo, deberíamos interesarnos más en la comprensión adecuada de las causas del estado de nuestra sociedad y del mundo. En vez de imaginar compulsivamente el fin, entender mejor el presente. ¿Cómo pretender hacer algo al respecto, si no entendemos adecuadamente por qué razón estamos donde estamos y hacemos lo que hacemos?

 

 

Resurgimiento

Iván Carvajal

 

1

 

Cuanto más nos esforzamos, pues, en vivir conforme a la guía de la razón, tanto más nos esforzamos en depender menos de la esperanza, en librarnos del miedo

Baruch Spinoza

 

A lo largo de la entrevista que recorre el documental Fellini: Yo soy un gran mentiroso (dirigido por Damian Pettigrew, 2002), el cineasta romano expone su convicción de que el miedo y la expectativa sustentan la posibilidad del arte, dado que sin estas emociones no podríamos existir. Para Fellini, en el arte son decisivas las emociones, más que la razón. Hay ámbitos de la vida que son fundamentales para el artista y que no pueden ser controlados por la razón: los sueños, las pesadillas, las obsesiones, el miedo, el deseo. A través de ellos se manifiesta el inconsciente, sea el personal o sea el colectivo, que Fellini explora en sus películas basándose a su modo en el pensamiento de Freud o de Jung.

El miedo es sin duda una emoción que tiende a proteger la vida. Provoca reacciones que contrarrestan amenazas que nos ocasionarían daños o incluso la muerte. Asimismo, si no hubiera expectativa o, si se prefiere, esperanza, la vida se opacaría, se hundiría en el vacío. Pero el miedo puede alcanzar niveles de pavor que terminan por inhibir la respuesta ante la amenaza; la expectativa puede llegar a convertirse en pura pasividad, en la esperanza de un más allá milagroso que suprima la acción necesaria ante la adversidad.

No obstante, cabe preguntarse si en el surgimiento y plasmación de la obra artística no interviene el intelecto para organizar el relato, para configurar posibilidades de sentido que se abren en la red de tensiones que en ella se entrecruzan: tensiones entre lo consciente y lo inconsciente, entre miedo y expectativa, entre lo absurdo y lo razonable, entre las emociones, las creencias y el conocimiento. En fin, entre la continuidad de la vida y la irrupción de la muerte. La razón, por lo demás, no es una cualidad subjetiva individual, sino que surge y se despliega en la comunicación e interacción de cada ser humano con sus semejantes.

La “obra” de arte extiende la vida y aplaza la muerte. Posterga la muerte mientras el artista vive para su obra, la cual sobrevive a su “creador”, quien deja de serlo cuando aquella ha cobrado realidad y autonomía. El artista devine entonces “otro” ante su obra, que queda librada a su suerte, y también respecto de sí mismo, puesto que la “obra” provoca la transformación del artista, que pasa a existir de modo espectral en ella mientras dure en el mundo.

El miedo a la muerte impulsa el trabajo y la acción. Se trabaja y se actúa para producir las condiciones de existencia de los individuos y de las sociedades, para asegurar la vida humana y su continuidad. De ahí que, en nuestra época, los discursos de la política y el marketing tengan como leitmotiv la “seguridad”, sea la seguridad de los individuos o de las sociedades, sea la seguridad de los débiles y vulnerables o la de los poderosos. No obstante, el “hombre” ―que solo existe en la modalidad de las distintas formas de lo humano―, en la lucha por continuar existiendo, anhela no solo “perseverar en su ser”, no solo continuar viviendo, sino que procura fortalecerse. Espera ampliar su potencial de vida, anhela vivir, al punto de que sueña con la aniquilación de la muerte, con la supresión del tiempo y del devenir. Sueña en el Más Allá: el paraíso, la reencarnación, la resurrección, la estabilidad del ser y la supresión del cambio.

Se requiere una enorme fortaleza para aceptar sin más la condición finita del ser humano, como individuo y como especie. Pero el “hombre” necesita del conjunto de su “ser” para desplegar la energía potencial que asegura la continuidad de su vida. No bastan las emociones para sobrevivir; sin el intelecto, sin la razón, y por consiguiente sin comunidad, no se sobrevive como ser humano. ¿Acaso no interviene el intelecto para apaciguar las pasiones, para calmar las emociones cuando estas se desbocan, para encausarlas hacia el trabajo y la acción?

Las reservas del artista moderno frente a la razón tienen que ver con su resistencia ante la exacerbación de los postulados racionalistas, empiristas o positivistas, o ante el trasplante de métodos científicos o procedimientos técnicos ajenos a la actividad artística. El arte no opera con deducciones sistemáticas, con cálculos lógicos o matemáticos, ni procura generalizaciones a partir de experimentos. No se sujeta siquiera a la idea de progreso. Si hay progresión, esta es inherente a la singularidad de la “obra”. El artista no busca axiomas ni construye teorías, aunque los relatos sobre el arte los contengan. El artista, y más el moderno, experimenta, observa, razona, pero para potenciar la imaginación. Sin embargo, toda actividad artística se sustenta en sus técnicas peculiares. El arte cinematográfico es en este sentido paradigmático; tiene a mano una enorme disponibilidad de recursos técnicos, pero la técnica industrial al que está vinculado es solo una parte de la configuración del objeto artístico.

Es imposible, por otra parte, que el artista se mantenga ajeno a los temas decisivos que provienen de las ciencias y las tecnologías que están en su horizonte mundano, aunque su aproximación a ellos derive de relatos destinados a la vulgarización más que del conocimiento experto. En los relatos que se entretejen en las distintas culturas ―relatos religiosos, míticos, poéticos, ideológicos― están imbricados los grandes miedos y las expectativas de una época. De ahí que buena parte del arte actual conlleve un sentido apocalíptico surgido de los sentimientos que afloran frente a las catástrofes de nuestros días y su proyección hacia el futuro próximo.

 

2

 

[…] hasta que todo en lo que
hemos confiado, amores, conciencia,
materia, así como el cielo estrellado,
como quien dice se nos evapora ante los ojos.

Hans Magnus Enzensberger

 

La infancia de quienes nacimos en estas tierras del lejano Occidente después de la Segunda Guerra Mundial, después de Auschwitz e Hiroshima, en plena Guerra Fría, combinó los límites y el disfrute de la vida casi aldeana de los barrios de la ciudad andina con el rumor de las grandes amenazas que se cernían sobre la humanidad. Hasta que un día de octubre de 1962 resonó también aquí la amenaza apocalíptica del fin del mundo, amenaza provocada por la crisis de los misiles rusos que iban hacia Cuba. Pudimos entonces constatar que la Guerra Fría tenía como uno de sus escenarios nuestro continente. Salimos de la niñez a la juventud con una transformación radical de nuestras imágenes del mundo: también nosotros vivíamos, en las pequeñas ciudades andinas, en la época del miedo a la posible extinción del hombre ocasionada por la guerra nuclear. A la bomba atómica se vinculó de inmediato la carrera espacial. El dominio político imperial ya no se jugaba solamente a través de la conquista de espacios continentales o marítimos, sino que se contendía por la apropiación y el control de la atmósfera. Podía suponerse que un día la disputa se extendería más allá de la Tierra, a la Luna y los planetas cercanos. El horizonte de la guerra posible, que podía ocasionar la extinción del hombre, se expandió hacia las capas superiores de la atmósfera donde comenzaron a transitar satélites artificiales, misiles de largo alcance, estaciones espaciales. La Guerra Fría era considerada como una confrontación decisiva entre “dos sistemas, dos mundos” (M. A. Aguirre), entre “capitalismo” y “socialismo”, entre “imperialismo” y “revolución comunista”, o entre “mundo libre” y “hombre nuevo”. Es decir, relatos que confrontaban distintas expectativas proponiendo dicotomías y polaridades destinadas a la confrontación final. De pronto, de tal confrontación dependía la suerte de la Humanidad y el cumplimiento de su Historia. La totalidad del mundo parecía a punto de evaporarse ante los ojos.

El Apocalipsis atribuido a Juan de Patmos anuncia la caída de la gran Babilonia, es decir, de Roma y su imperio. Pero a la vez, y esto es más decisivo, anuncia el fin del mundo, que será destruido por la guerra, las pestes, la hambruna y la muerte. Profetiza la inminente llegada del fin de los tiempos y del Juicio Final. La ira ante el sufrimiento ocasionado por las persecuciones a las primeras comunidades cristianas inflama la imaginación del profeta de la catástrofe, pero la destrucción que anuncia es solo el momento de venganza contra Roma-Babilonia que precede al fin del tiempo, pero es este fin lo que en verdad espera el cristiano primitivo, quien cree que la muerte terrestre, la suya y la de todos los seres humanos, dará paso a la resurrección de los justos.

El Apocalipsis de Juan forma parte de la tradición profética que proviene del judaísmo y que continúa en Occidente hasta nuestros días. Los relatos de la Guerra Fría eran indudablemente apocalípticos. O triunfaba el mundo libre o se impondría el totalitarismo comunista… O triunfaba el socialismo o la humanidad se hundiría en la barbarie… O se consolidaba la democracia o acabaríamos bajo el dominio del Gran Hermano… O Patria o muerte… Así, hasta Mayo de 1968, hasta la derrota de Estados Unidos en Vietnam, la caída del Muro de Berlín y la implosión de la URSS. Hasta las dictaduras del Cono Sur, hasta el pacto entre Estados Unidos y China (obra de Kissinger y Zhou Enlai).

¿Con el fin de la Guerra Fría terminaba la amenaza de autodestrucción causada por el uso de armas nucleares? Hoy sabemos bien que estas siguen siendo una amenaza real, que se ha perfeccionado su potencia destructiva y que se incrementan los arsenales permanentemente. Apenas si podemos apaciguarnos con la declarada función disuasiva que tendrían en las confrontaciones por el dominio del mundo. Además, junto a la bomba se desarrollaron las industrias de los “usos pacíficos de la energía atómica”; vivimos con la amenaza latente de las explosiones atómicas, no solo de bombas transportadas por misiles de largo alcance, sino de las centrales nucleares: Chernobyl, Fukushima… Pero el miedo contemporáneo se acrecienta ante otros peligros que amenazan la continuidad de la especie humana, o al menos de grandes masas de población: el cambio climático, las impredecibles consecuencias del despliegue tecnológico que ha modificado sustancialmente las condiciones de existencia de los seres humanos, tanto si se consideran los efectos de las biotecnologías como de los dispositivos de acumulación y manejo de informaciones, la robotización o la inteligencia artificial. Se suceden unas a otras las crisis demográficas, económicas o políticas… las guerras, las hambrunas, las epidemias…

Vivimos en un momento histórico de dimensión planetaria en que se juntan la aceleración de los procesos naturales de extinción de especies y la creación paralela de formas de vida propiciadas por la actividad humana, la construcción de máquinas inteligentes va acompañada del incremento del control de poblaciones a través de la manipulación de los algoritmos por un puñado de empresas tecnológicas. El terror que surge frente a una posible pandemia producida por un nuevo virus se combina con el asombro y la expectativa ante la rapidez de las respuestas de control y seguridad: en pocas horas se construyen hospitales o se crean mecanismos de detección del contagio y medicamentos. Pero estos mecanismos ponen en evidencia a la vez los instrumentos de control policiaco de las poblaciones.

Las emociones que suscitan las indicadas circunstancias son desde luego contradictorias, desde el terror de quienes consideran que los efectos catastróficos de la actividad humana sobre la Tierra, especialmente durante los últimos dos siglos, son irreversibles, hasta el cinismo de quienes niegan las evidencias de la catástrofe en curso. ¿Qué expectativas pueden surgir ante este mundo que parece llegar a su fin? ¿Qué cabe esperar del pensamiento, de la acción humana? ¿Qué arte puede surgir de esta condición de lo humano?

 

3

¿Por qué de lo inconcebido,
pues, te espera, al final, volver
a surgir?

Paul Celan

 

Es por supuesto probable que el destino del hombre sobre la Tierra termine; algún día, no sabemos cuán lejano o cercano, así será. Siempre es probable que sean destruidas grandes masas de población humana, o de otras especies, hasta su extinción. Es probable que la propia especie se extinga, se autodestruya, o transite por alguna especiación hacia otras formas de vida. Es probable igualmente que se alcance un grado de racionalidad política ―sea autoritario o sea democrático― que posibilite el control de las catástrofes en curso. Son todas ellas posibilidades inherentes a la condición humana.

Pero tanto el relato apocalíptico como el utópico pierden sentido ante esas posibilidades catastróficas o de preservación. A diferencia de lo que acontece con los cristianos de Patmos, para nosotros el fin (probable) de la humanidad o del mundo no implica la resurrección, aunque se pueda creer en ella. Significaría simplemente el fin de la aventura humana sobre la Tierra. ¿Pero es así, en las actuales circunstancias? Más probable es que estemos viviendo la época del fin del mundo del hombre moderno, o quizás el tiempo de este ya ha pasado. Hay formas de humanidad que han concluido y otras que llegan a su término. Tal vez nuestra manera de existir sea siempre el tránsito hacia otras formas de lo humano, que tendrán su tiempo, sus peligros, su dolor, sus expectativas, sus formas de imaginar, sus razones. Y su conclusión.

¿Hay respuesta a la pregunta por la continuidad del ser después de cada fin en las infinitas formas del devenir? La vida resurge aun desde lo inconcebible…

 

 

El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
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La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.

El inevitable retorno del problema teológico-político

Juan Manuel Ledesma

“El gran secreto del régimen monárquico y su máximo interés consisten en mantener engañados a los hombres y en disfrazar, bajo el especioso nombre de religión, el miedo con el que se los quiere controlar, afin de que luchen por su esclavitud, como si se tratara de su salvación, y no consideren una ignominia, sino el máximo honor, dar su sangre y su alma para orgullo de un solo hombre. Por el contrario, en un Estado libre no cabríaimaginar ni emprender nada más desdichado, ya que es totalmente contrario a lalibertad de todos adueñarse del libre juicio de cada cual mediante prejuicios ocoaccionarlo de cualquier forma.”

Spinoza, Tratado Teológico-Político

Pocos libros en la historia intelectual y política de Europa han suscitado tanta polémica, odio y censura como el “infame” Tratado Teológico-Político (TTP) de Spinoza. Su publicación anónima, en el año 1670, no ayudó en nada a su autor ni al propósito doble del tratado: Spinoza intentó defender la idea simple, pero llena de explosivos, que la libertad de filosofar –y por ende la libertad de conciencia– no es en ningún modo un freno o un obstáculo a la paz y seguridad de la República. Por el contrario, sostiene Spinoza, toda supresión o restricción, toda censura del pensamiento conduce necesariamente a la perturbación de la paz y seguridad de la República, y por lo tanto inevitablemente a su ruina. ¿Quién tenía en mente Spinoza al postular su tesis? ¿A quién iba dirigida su crítica? A ninguna persona en particular, a ningún individuo como tal. A toda República ciertamente, a sus gobernantes – como medida de prevención, o incluso como advertencia. Pero su Tratado, en realidad, su crítica, estaban dirigidas hacia un grupo, un conjunto o una casta de individuos cuya acción a través de los siglos se volvió más y más presente, más y más decisiva –más y más catastrófica para Spinoza– no solo en Europa, sino en todo el mundo: el clero. El ascenso del clero al poder político (encarnado por el Vaticano), al mismo tiempo que la divinización o mistificación del poder siglo XVII (El Sacro Imperio Romano Germánico, o Luis XIV, el “Rey-Sol”), marcan el apogeo de un matrimonio singular que Spinoza, el primero, bautiza como “teológico-político”. No hay objeto dentro de la realidad humana que tenga tanto poder como la religión, como el culto organizado. Spinoza lo sabía como solo pocos lo saben, como solo lo saben aquellos que experimentan en carne y hueso la furia y el poder de la creencia, del dogmatismo, y por supuesto, del fanatismo: Giordano Bruno murió quemado por tan solo haber afirmado que el universo es infinito, sin centro ni circunferencia. Galileo fue censurado y reducido al silencio. Descartes escondió su tratado sobre El Mundo, por los principios galileanos que defendía.  
Spinoza, por su lado, fue violentamente excomunicado y expulsado de por vida de la comunidad judía de Ámsterdam cuando tenía apenas 23 años. Éstas fueron algunas de las palabras que el rabino pronunció en la sinagoga durante la ceremonia del cherem: “Maldito sea de día, maldito sea de noche; maldito sea durante el sueño y durante la vigilia. Maldito sea al entrar y al salir. Quiera el Eterno jamás perdonarle”. Tanto odio e ira, tanta intolerancia contra un solo hombre cuyo único “crimen” era haber osado pensar, y por lo tanto cuestionar los dogmas fundadores de la religión judía – y por ende de todo monoteísmo. La tesis de Spinoza es la siguiente: el poder del clero –de todo tipo de funcionario religioso, ya sea un rabino, un imam, un sacerdote o un pastor– constituye siempre una amenaza a la libertad de pensar y creer, y por lo tanto una amenaza a la estabilidad misma del Estado. El siglo XVII es el teatro sangriento de este constato. Desde la expulsión de los judíos en 1492 por los reyes católicos y el establecimiento de la Inquisición, Europa se encuentra hundida en una serie de conflictos y guerras religiosas: calvinistas, luteranos, católicos y anglicanos se masacran mutuamente, aunque crean en el mismo Dios. Cuando el poder político se disfraza de religión es tan peligroso, quizá aún más, que el poder que el clero pueda ejercer sobre los hombres. Ese es el doble misterio que Spinoza intenta disipar en su Tratado, el poder de la religión y la religión del poder. En otras palabras el misterio que determina primero a los hombres a odiarse, excluirse y matarse entre sí por una diferencia de opinión, de idea, de creencia: el misterio de la intolerancia; pero al mismo tiempo el misterio que los impulsa a morir por su esclavitud como si se tratase de su salvación: el misterio del fanatismo. Dos caras de una misma moneda, de un mismo problema: el dilema “teológico-político” de la existencia humana. Para entenderlo, es necesario comenzar por la existencia humana, por su vida. Vivir o existir, sostiene Spinoza, es fundamentalmente desear: “El deseo es la esencia misma del hombre”, escribe en la Ética. No se trata de desear esto o aquello, A, B, o C. Mas desear, ante todo, perseverar en el ser, continuar existiendo, perdurando, esfuerzo que Spinoza llama conatus. Ese deseo no es una voluntad, ni el fruto de una decisión racional, aún menos la atracción por un objeto: es un deseo mucho más profundo e impersonal, subyacente a todo deseo particular de un ser viviente. Hay que ir entonces más allá de la vida, o más bien digamos: hay que adentrar la vida misma, profundizarla para captarla en su pulsación primordial. Todo lo que es, sostiene Spinoza, se esfuerza de una cierta manera por perseverar en su ser: tanto la materia inerte (conservación de la energía o inercia del movimiento/reposo), como el mundo de lo orgánico (metabolismo) perseveran en su ser; el uno ciertamente gracias al otro, en conjunto. La perseverancia es propia a todo lo que es –no solo de lo que está vivo– y en un cierto sentido podríamos decir que “ser” quiere decir perseverar: ley absoluta del spinozismo, a tal punto que el universo mismo no es más que un conatus infinito que no cesa de afirmarse en su ser. El ser humano, dentro de ese universo, persevera deseando lo que para él es útil, aquello que es un bien, aquello que lo mantiene con vida, que lo conserva. Su vida, por lo tanto, no es más que la búsqueda de ese útil, de esa felicidad, en definitiva, de su conservación. Profundamente determinado por ese deseo de perseverar –y en ningún sentido libre de escogerlo–, el ser humano se confronta en su búsqueda de lo útil –de su bien– a un mundo, a una naturaleza que lo superan, que no entiende y que a pesar de todo intenta descifrar: tormentas, terremotos y sequías le aterran, fenómenos celestes y terrestres lo asombran. Algo tienen que significar, se dice a sí mismo el hombre. Algún mensaje tienen que transmitir, algún sentido tienen que vehicular: ¿de qué son los signos anunciadores, de un bien o de un mal futuro? Todo en ese mundo incierto y profundamente inestable se transforma así en signo, en presagio o profecía de un bien o de un mal futuro: el trueno es interpretado como el signo de un mal futuro posible, y el hombre sucumbe ante el miedo; el cometa es interpretado como el signo de un posible bien futuro, y así surge la esperanza; finalmente, el fenómeno incomprensible, el eclipse por ejemplo, se transforma en milagro por el asombro que suscita. Así aparece la superstición, natural y mecánicamente a partir de la incertidumbre inicial del deseo de perseverar. La superstición es la respuesta activa que el ser humano produce para explicar, como puede, lo que acontece a su alrededor. El deseo de perseverar es así, inevitablemente, al mismo tiempo deseo de saber, de entender la naturaleza. La superstición –que Spinoza no denigra ni desprecia– es el primer sistema inestable de interpretación de la naturaleza, inadecuado porque está fundado en los afectos de tristeza y esperanza que golpean al hombre, como el mar golpea a un navío en naufragio. Ahí, sin embargo, reside su positividad al mismo tiempo que su peligro. Con ella, en todo caso, surgen inevitable y simultáneamente ciertos individuos que llamamos “profetas”; es decir, aquellos que se destacan en la interpretación de signos y presagios, en la producción de profecías y en el anuncio de milagros. En cierto sentido, son los primeros poetas. La Biblia es un gran libro de poesía, escrito por seres humanos dotados de una fuerza imaginativa excepcional. Primera desestabilización del poder del clero: su fuente de poder, la “palabra de Dios”, es un libro puramente humano y natural.  
La superstición y la religión, sostiene Spinoza, no difieren en naturaleza sino en grado de complejidad e intensidad. La superstición es fundamentalmente inestable, fluctuante y variable. En el fondo, la superstición es simple porque es profundamente individual o subjetiva. Con ella, o en ella, la vida humana es demasiado frágil. Mientras que la superstición resulta simplemente de la colisión entre el hombre y una naturaleza que no entiende, la religión responde complejamente a la colisión, inventando un verdadero sistema de signos, símbolos e interpretaciones, cultos y ritos. Pero la religión, para Spinoza, no difiere de la superstición solo en intensidad o complejidad. Su función es distinta. Esencialmente política y social, la religión busca unificar el colectivo a través de sus afectos: los mismos mecanismos afectivos de la superstición – el miedo y la esperanza– son utilizados, en el mito y en el rito, para producir el elemento esencial a toda cohesión social, a todo grupo funcional, la obediencia a la ley y el amor del prójimo. El objetivo de la religión, por lo tanto, no consiste en expresar la verdad divina o natural, mas en producir la obediencia a la ley y el comportamiento moral. Segunda desestabilización del poder del clero: la verdad no le pertenece. Solo su eficacia permanece: la producción afectiva de la obediencia, únicamente el miedo y la esperanza que utilizan –pecado y salvación– para gobernar y moralizar nuestras vidas. Literalmente, la religio busca unir, ligar a los humanos entre ellos. He ahí la función del profeta. Moisés, para Spinoza, fue ciertamente un gran profeta, pero su grandeza y su visión son ante todo políticas: gran fundador de la república de los hebreos, Moisés es el gran diseñador de sus instituciones políticas. Si fue visionario, se debe a que logró unir a los judíos alrededor de un solo Dios y de un solo Estado; mejor, porque logró unir la providencia de Dios a la providencia de ese estado y producir así al mismo tiempo una obediencia total y radical a la ley, y un amor solidario entre todos los sujetos de ese estado. Dentro de las circunstancias en las que Moisés se encontraba –hostilidad, guerra, salida de la esclavitud–, lo mejor que pudo hacer fue encerrar a su pueblo en un Estado, protegerlo y ligar su destino a él. El estado que Moisés concibió pudo haber sido eterno, escribe Spinoza en su Tratado. No por decisión o intervención divina, sino por la fuerza y la perfección de sus instituciones, por la obediencia radical que lograron fomentar. El estado de los hebreos fue una decisión circunstancial de estrategia política, antes de ser religiosa o de providencia. No hay pueblo elegido, sostiene Spinoza, Dios no es una persona que escoge o condena a nadie, solo hay Estados a los cuales, a veces, la fortuna sonríe. Intentar imitar o repetir la teocracia mosaica, advierte Spinoza, solo puede llevar a la catástrofe y la guerra. Por esa misma razón el mensaje de Cristo, sostiene Spinoza, es más potente y sobre todo más eficaz: el amor y la obediencia a la ley tienen que ser universales, y no pueden ser solo locales o nacionales, a menos que se quiera vivir eternamente en guerra entre vecinos. El cristianismo, para Spinoza, universaliza el mensaje puramente nacional del judaísmo: el amor del prójimo deja de limitarse al vecino de la misma nación y se dirige a toda persona; y la obediencia a la ley se separa de la ley de un estado particular para ligarse a la ley “eterna” que lo gobierna todo-las leyes físicas del universo. Curioso análisis y curiosa conclusión de Spinoza: antes de luchar contra el exceso de la pareja religión-poder, y en lugar de atacarlo, es necesario comprender la causalidad que la determina, reconocer por lo tanto su necesidad, y su éxito. El primer triunfo de la política es el triunfo de la religión, no porque sea verdadera o divina sino porque es eficaz. Spinoza, en su Tratado Teológico-Político, naturaliza y desmitifica completamente la religión al desvelar sus mecanismos, para revelar que su poder no es más que el poder mismo del hombre, el poder de su deseo mistificado, y no el poder de Dios ejercido por sus ministros.  
¿Cómo salir entonces, cómo escapar al control del torbellino teológico-político, fenómeno originario de la vida humana? ¿Cómo luchar contra el poder de aquellos que se envuelven en el manto de lo sagrado? ¿Cómo impedir el retorno en vigor de la fuerza teológica-política? ¿Cómo luchar contra una realidad inevitable? Imposible erradicar totalmente la superstición. El ser humano, mientras sea humano, será siempre potencialmente supersticioso y religioso. Mientras el miedo y la esperanza nos dominen –mientras nos domine la incertidumbre–, mientras dominen nuestro deseo de vivir, seremos presas fáciles de los “profetas” y los “mesías” que intentan guiarnos hacia una cierta obediencia. Al contrario de lo que creían los ilustrados, un siglo más tarde, Spinoza sostiene que la religión no es un epifenómeno que acontece en la vida humana por accidente, susceptible de ser erradicado. La historia nos lo muestra: la historia de todos los fanatismos a los que hemos sucumbido, teológicos y políticos. Nuestro siglo, a pesar de toda la tecnología y de toda la ciencia en nuestro alrededor, no deja de sorprendernos. Por todos lados, en Europa, Medio-Oriente, África, Asia y en América, el nacionalismo teológico-político, el fanatismo religioso resurgen como efectos inevitables del miedo y de la incertidumbre en la que hemos sumergido nuestro mundo. Felizmente Spinoza no fue un fatalista. El realismo de la razón le conviene más aún. Y la razón no juzga ni calumnia, no ríe ni se burla: la razón comprende. Y Spinoza comprendió que, aunque no se pueda extirpar por la fuerza la religión de la vida del ser humano, aunque no se pueda destruir la superstición, se puede y se debe limitar la influencia de la religión en las decisiones de nuestra vida y nuestra libertad sometiéndola al Estado. No se puede forzar a una persona a dejar su religión–a pensar o creer de otra manera–de la misma manera que no se puede forzar a nadie a ser sabio; pero se puede forzar al Estado, es decir a la ley, a aceptar toda religión y toda opinión, a condición que el Estado, por su lado, fuerce a la religión y a sus practicantes a soportar la ciencia y el pensamiento libre. Si ninguna religión sube al poder, y si se aceptan todas las religiones, y todas las opiniones –incluso las que van en contra de la religión–, entonces poco a poco el Estado producirá las condiciones materiales para que las certezas de la ciencia y los conocimientos de la razón reduzcan la influencia del miedo y la esperanza en nuestras vidas. La religión continuará fomentando la obediencia y el amor del prójimo, pero el Estado y la ley la controlarán, puesto que su función polémica, la pretensión a la verdad divina, no tendrá ya ningún poder. La comprensión del destino de nuestro deseo abrirá sola la puerta de la certeza y la confianza en nuestra propia potencia.  De la misma manera que el terremoto dejó de ser el signo de la ira divina cuando se convirtió en un fenómeno natural determinado por la constitución geológica de nuestro planeta –pasaje del terror a la comprensión–, el poder de la ley podrá un día dejar de manifestarse como la herramienta de una voluntad sobrenatural para expresar al fin su única utilidad: permitirnos perseverar en la existencia al máximo de nuestra potencia.  

Imágenes: rawpixel | Pixabay

Breve reflexión sobre la democracia a partir de Bento Spinoza

Juan Manuel Ledesma
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De los fundamentos del Estado, anteriormente explicados, se sigue, con toda evidencia, que su fin último no es dominar a los hombres ni sujetarlos por el miedo y someterlos a otro, sino, por el contrario, librarlos a todos del miedo para que vivan, en cuanto sea posible, con seguridad; esto es, para que conserven al máximo este derecho suyo natural de existir y de operar sin daño suyo ni ajeno. El fin del Estado, repito, no es convertir a los hombres de seres racionales en bestias o autómatas sino lograr más bien que su mente y su cuerpo desempeñen sus funciones con seguridad, y que se sirvan de su razón libre y que no se combatan con odio, ira o engaños, ni se ataquen con malicia. El verdadero fin del Estado es, pues, la libertad.

(Spinoza, Tratado Teológico-Político, XX, 6)

 

La obra de Spinoza, en comparación con la obra de cualquier otro “gran” filósofo, deja mucho por desear. En vida, Spinoza publicó un solo libro bajo su nombre: un resumen escolar de los Principios de la filosofía de Descartes. El segundo libro que decidió publicar, el famoso (o infame) Tratado Teológico-Político, el único donde se atrevió a revelar al mundo su propia concepción de la Naturaleza, de la sociabilidad, del estado y, sobre todo, de la religión, fue publicado anónimamente por precaución –  la persecución política y la censura religiosa eran todavía muy comunes, incluso en el territorio más tolerante de Europa, la República Holandesa. La sospecha o más bien la cautela de Spinoza – su divisa personal fue siempre caute, probablemente a partir del herem pronunciado por la comunidad judía de Ámsterdam –, su recelo frente a la idea de exponer su concepción tan singular del mundo estaba perfectamente justificado. Pocos libros en la historia intelectual europea han causado tal estruendo: el Tratado Teológico-Político fue rápidamente censurado por prácticamente todo estado, indexado por el Vaticano, y atacado por una ola de clérigos, intelectuales y filósofos por su contenido peligrosamente sedicioso, es decir – según todos – ateo e inmoral. Un gran ministro de la iglesia calvinista de los Países-Bajos – la patria de Spinoza – fue tan lejos en su crítica del Tratado que llegó incluso a describirlo como un libro forjado en el Infierno, por las manos del mismo Diablo. El nombre de Spinoza no tardó en ser asociado al texto anónimo tan polémico, y su obra y legado fueron inmediatamente y oficialmente proscritos de todo el pensamiento europeo. A partir de ese momento, en pleno siglo XVII, y hasta mediados del siglo XIX, el solo nombre de Spinoza se convirtió en el sinónimo universal de toda herejía, de todo ateísmo e inmoralismo. De todo lo que, en Occidente, no podía ser dicho ni pensado.

Spinoza aprendió su lección después del episodio desastroso ligado a la publicación de su Tratado: nunca más publicó un libro. Continuó sin descanso su trabajo intelectual, laborando minuciosamente su visión bajo la sombra (pero pocas sombras han sido tan luminosas), subterráneamente, al margen de una sociedad y de un continente incapaces de escuchar, y de entender, su llamado simple – pero sin concesión – a la libertad incondicional del pensamiento, su visión cristalina de un Estado al fin liberado de la lucha incesante entre iglesias y sectas, oligarcas y tiranos : es decir de un Estado, o más bien de una República democrática. Su obra maestra, la Ética, fruto de más de quince años de arduas reelaboraciones, solo fue leída durante su fase preparatoria por un puñado de elegidos – los amigos cercanos de Spinoza –, los únicos en quienes Spinoza podía confiar el contenido tan “peligroso” y, sin embargo, tan racional de su visión pulida de un mundo sin transcendencia, liberado del mal y de la culpa, un mundo plenamente expresivo porque integralmente inteligible y por ende desprovisto de todo resto supersticioso de misterio teológico o metafísico (aparte, por supuesto, del misterio mismo de la inteligibilidad). Lastimosamente, solo su muerte nos reveló la eternidad de la potencia de su pensar. Gracias al trabajo incansable de sus cercanos, menos de un año después de su desaparición, su Opera Posthuma fue publicada y su pensamiento a la posteridad, en fin, revelado. Todo lo que, por falta de democracia, casi condenamos al olvido, todo lo que Spinoza tuvo que esconder al mundo, por cautela y precaución, por razón incluso, fue así salvado del olvido y del silencio.

Imagen: Nicolas Dings

 

 

Los últimos años de Bento fueron puntuados por el ritmo inestable del caos político que reinaba no solo en Europa, sino que especialmente en la República Holandesa. La República – la única en Europa –, guiada por el matemático Johann de Witt, vivió sus últimos días de prosperidad, los últimos de su “siglo de oro”, en el año 1672. La invasión de Louis XIV terminó brutalmente con el sueño republicano y democrático que guiaba las Provincias-Unidas: Johann de Witt, gran pensionario de la República, junto con su hermano Cornelius, fueron asesinados y desmembrados públicamente en las calles de la Haya por una banda de partisanos de Guillermo III de Orange – futuro Stadhouder de la monarquía holandesa restaurada y rey de Inglaterra. Según la leyenda, al conocer que la cabeza de la República Holandesa acababa de ser brutalmente asesinada, conducido por una profunda indignación, Spinoza se precipitó a las calles para vestirlas de una pancarta improvisada por el afecto: Ultimi barbarorumúltima barbarie. De no haber sido por un amigo que lo retuvo – según la leyenda aún – el destino de Bento hubiera sido seguramente otro. Leyenda o hecho, indignación o razón, la situación política urgente, la regresión de la república libre a cuasi tiranía, y el ascenso de la monarquía absoluta por todas partes, lo motivaron indudablemente a dedicar los últimos años de su vida a la escritura del tesoro incompleto intitulado Tractatus Politicus.

Curiosa ironía de la historia, Spinoza muere antes de terminar – o más bien al haber apenas empezado – la tercera y última parte del Tratado: la descripción del régimen político “más natural” y “más absoluto” de todos, la democracia. Una razón de más por la que sus amigos, y discípulos, añadieron al final de su Tratado inconcluso, y al fin de la Opera Postuma, la frase latina reliqua desiderantur – lamentamos el resto. Lamentamos la democracia – podrían haber dicho -, lamentamos la libertad de pensar y el silencio de los que deberían haber podido hablar, lamentamos en el fondo un resto que nunca llegó a darse, a presentarse, a concretizarse: no el resto que sobra, mas el resto excedente y siempre por venir de la democracia anunciada.

Paradójicamente, que Spinoza no haya logrado terminar el resto del Tratado – el resto democrático tan necesario en tiempos donde la tiranía acechaba Europa por todas partes – no quiere decir que no tenga nada que decirnos sobre la democracia o que un concepto spinoziano de la democracia sea imposible. Al contrario: el Tratado Político demuestra, a quién lo lee, neta y sólidamente, que la democracia no se define por un simple sistema de voto, aún menos por una analogía metafísica dudosa – la famosa representación del pueblo. La democracia, nos enseña Spinoza, es sobre todo un proceso dinámico que orienta el flujo y la distribución del poder. Poco importa cómo se llame el “sistema” o la forma de gobierno de la que se hable. Poco importa que hablemos de aristocracia, de monarquía o incluso de “democracia”: toda organización política puede ser o volverse tiránica, solo es necesario concentrar el flujo del poder en un individuo o en un grupo reducido para que suceda. El sistema o la forma democrática, en sí, no es sinónimo de perfección, ni de libertad. La forma o el nombre no garantizan nada. Lo que sí cuenta, lo que determina realmente cómo se vive dentro de un estado, es la organización de las instituciones políticas o, más bien, la dinámica que las hace funcionar conjuntamente al distribuir el poder. El “cuerpo político” es, para Spinoza – como el cuerpo humano – un conjunto complejo constituido por una multiplicidad de cuerpos u órganos (sus instituciones) que, bien o mal, trabajan en conjunto. Lo que importa, para determinar la salud del cuerpo en cuestión, no es tanto su forma como la dinámica que lo trabaja, que lo hace actuar, es decir las cantidades discretas de movimiento que se comunican los cuerpos mutualmente para perseverar mejor – o peor – como conjunto. Un cuerpo tiránico es un cuerpo enfermo en la medida en qué funciona mal, es decir un cuerpo que no es viable dinámicamente puesto que obstruye la fluidez del deseo de vivir y perseverar en el ser. La tiranía congestiona la distribución del movimiento vital de un cuerpo – del poder o del deseo – y por ende reduce la capacidad del cuerpo de perseverar en el ser: la dinámica tiránica es inevitablemente destructiva porque no puede funcionar sino bajo la confiscación opresiva del poder – institucional u orgánica – y, por ende, bajo la tristeza general causada por el miedo necesario del cual el tirano se alimenta para mantener su poder. Quién vive en la tristeza y bajo el miedo vive constantemente la disminución de su capacidad, como conjunto, de perseverar en el ser: el miedo nos impide actuar y desarrollarnos, pensar y expresarnos, vivir en resumen. La tiranía, por ende, solo puede terminar catastróficamente, porque el miedo del que se alimenta nunca tarda en transformarse en indignación, y la tristeza general en ira – resurrección o revolución, en todo caso en la destrucción del conjunto incapaz de perseverar en su estado actual.

Al contrario, un cuerpo que funciona democráticamente – Spinoza nos enseña – es un cuerpo sano porque su dinámica se funda en la búsqueda de comunicación óptima entre sus partes o cuerpos constituyentes (sus instituciones) y, por lo tanto, en la fluidez independiente de cada una de sus partes en beneficio del conjunto, de su libertad y potencia de actuar: el deseo de vivir, de perseverar, de pensar y actuar es impulsado, motivado y aumentado por la esperanza y la alegría, por la liberación de la potencia de ser o del ser. Mientras que la tiranía no busca sino a evitar (mal) la muerte del cuerpo político – grado minino de sobrevivencia –, la democracia, al contrario, cultiva la vida del cuerpo, la afirma. Spinoza nos enseña (o nos recuerda) que la política, en el fondo, no tiene otro fin sino el de producir maneras de vivir, modos de vida: la política es, ante todo, cuestión de supervivencia. Entre la tiranía y la democracia, como dinámicas vitales, tenemos dos polos opuestos, entre los cuales el hombre ha oscilado siempre: o vivir tiránicamente, es decir sometidos por el miedo o el terror y por ende en la tristeza (estado que Spinoza llama soledad, donde el individuo apenas sobrevive), o vivir democráticamente, es decir empujados por la esperanza de una vida colectiva mejor y, por lo tanto, vivir en la alegría (es decir como una multitud libre, donde el individuo y la comunidad pueden, literalmente, super-vivir). En ese espacio se sitúa la batalla política. La batalla que Spinoza, en su tiempo y contra su tiempo, asumió en sus escritos: contra el absolutismo encarnado por Luis XIV y, sobre todo, contra el absolutismo de quién se volvió, gracias a su triunfo sobre la República Holandesa, el nuevo rey de Inglaterra, Guillermo III de Orange. Pero Spinoza no luchó contra los hombres, los tiranos. Spinoza luchó, positivamente, por la fundación de una verdadera teoría dinámica de las instituciones políticas, capaces de impedir la reproducción fatídica y cíclica de la tiranía. Última lección del spinozismo: la causa de la tiranía no reside en los hombres o mujeres que gobiernan – marionetas de la necesidad y victimas de su deseo desmedido de poder – sino en las instituciones mal construidas y organizadas que permiten la formación de tiranos, que permiten la concentración y monopolización, la saturación del deseo y, por ende, del poder. Simétricamente, la causa o la razón de una democracia eficaz no puede ser nunca un individuo, por más virtuoso que sea pretenda ser. La política no es asunto de individuos, de mesías o salvadores, ni en última instancia de virtud. La política, al contrario, es asunto de instituciones y de razón. En ellas Spinoza puso su fe, o más bien su razón, porque ellas son las obras mismas de la razón o la razón misma puesta en obra.