Stalker, el amigo de la vereda errante

Sandino Burbano

 

En una nación desconocida las habladurías afirman que ha caído un meteorito: quienes lleguen al sitio del impacto, se rumora, conseguirán hacer realidad su deseo más íntimo. Con ello puede considerarse que la palabra ha caído sobre la población y tiene peso para intentar movilizar a algunos de sus miembros. La palabra –o las palabras enhebradas por el impulso de lo racional– adquieren un sentido de parto: impelen a los más inquietos a dar relieve a su sentimiento escondido, a convertirlo en estatua visible si logran arribar al espacio de la concreción. Hasta entonces, el deseo ha sido una estatua esculpida hacia adentro. Los limita e impide el gozo mayor. Por otra parte, la palabra dejó transitoriamente de ser, de algún modo, un sonido para intercambiar ideas; esta ha adquirido una dimensión única: impeler. Extraño que suceda en el gran cine, cuyo carácter se enraíza en la imagen para definirse. ¿Ha sucedido por tanto una reducción? ¿Prosigue la cinematografía arraigada notablemente en la literatura sin poder levantar vuelo y ser un arte liberado? ¿Debe hacerlo? Estamos hablando de Stalker, película rusa dirigida por Andrei Tarkovsky en 1979 y también conocida como La zona.

La obra nos muestra a un guía: el stalker (hacedor), paradigma de la fe más profunda en las potencialidades de los individuos, acaso convertida ya en delirio por su permanente chocar con el mundo o, al menos, debido a un permanente impacto contra lo mezquino. Este adjetivo es, tal vez, la cuerda gastada de la existencia por donde deberán transitar dos personas que aspiran recalar en la región del meteorito: un físico y un escritor. Es decir: la indagación científica y la exploración de lo humano y de su entorno desde lo artístico. Quizás las expresiones culturales más altas producidas por la civilización, dispuestas a dejarse conducir por un enunciado orgánico y primario: la fe, el stalker, el guía.

¿Se encuentra en lo primario lo clave en su estado más puro? ¿Se halla en el pensamiento científico o en el aliento del arte? Físico y escritor para ir hasta «la zona» buscan refugio en lo embrionario o simulan efectuarlo para ver qué ocurre. La región donde cayó el meteorito está cercada por el ejército, pero ninguno de sus miembros se atreve a ingresar: murieron casi todas las personas que lo hicieron. Es decir que la fuerza bruta desempeña un rol aparte en esta búsqueda. Parece no tratarse de la fe a como dé lugar sino de una acompañada por la plasticidad en movimiento de lo intuitivo, con lo cual el guía pretenderá conducir a los dos hombres.

Hace un rato se consideró el adjetivo mezquino como una soga gastada a transitar por ellos… Por contraste, el filósofo germano Friedrich Nietzsche escribe acerca de una cuerda entre el animal y el superhombre que debe recorrer la condición humana hasta definirse como un «humano último». ¿Qué limita a este? «Es incapaz de despreciarse a sí mismo», asegura el germano, «y por ende incapaz de convertirse en superhombre. Se trata de su etapa más crítica».

¿Es el ego entonces su barrera? ¿Uno devenido en egoísmo para consigo y que le impide explorar otras posibilidades existenciales? ¿Ha hecho de sí una estatua y la lleva por dentro?

 

Lo mezquino, soga desgastada a transitar con el riesgo de caer al abismo. ¿Por qué no encaminarse a través de lo generoso o sus afines? Sencillamente, es el resultado de la existencia. Dejemos caer esta cuerda sobre el paisaje por donde se desplazarán los tres sujetos, que se diluya en el mismo.

Con sigilo y mucho riesgo logran superar el cerco militar o fuerza bruta. Pronto se los observa en primeros planos (registro de sus rostros) al avanzar en una vagoneta de tren por rieles abandonados: es posible que esos planos nos comenten que la naturaleza superior de la hechura humana, lo que piensa, corrige sentimientos y endereza acciones, procurará reinar en adelante… Atrás queda lo conocido como vieja cultura o estatus quo.

Han abandonado la vagoneta y ahora tienen delante un paisaje verdoso que el stalker define como lleno de peligros. Asegura que ir en línea recta sería lo peor; deben dar rodeos y efectuar consideraciones sobre lo que se ve y se siente para no perecer: entiéndase «no caer al abismo». ¿La cuerda nietzscheana? ¿El espacio a recorrer hacia el superhombre? El guía lanzará una tuerca y los tres se dirigirán tras ella. Se volverá a impeler e irán hasta el sitio en que cayó. Así, tantas veces como se lo requiera hasta llegar salvos al sitio anhelado. Una tuerca. ¿Algo mejor que un objeto hecho de sustancia elaborada por la tierra para trazar la ruta perfecta? ¿La sensibilidad inexplorada del mineral es lo trascendente?

Corresponde marchar sin interferencia de la palabra y en estado de trance, ser engranaje con el objeto arrojado por el guía, el físico y el artista, en turnos. Existir como parte del silencio para poder escucharse a uno mismo y también a las notas de la quietud para poder examinarlas a fondo. Que el corazón y la mente dibujen solo un soplo justo, mas salta una duda y luego otra: ciencia y arte no se acoplan. Los hombres que las representan discuten acerca del sentir y la consideración más apropiada para una situación como esa. No creen realmente en el guía: la intuición pura. El no acuerdo se da en palabras que son piedras donde trastabillar, no es enunciado que ensanche y haga más segura la cuerda.

Otra vez la película ha incurrido con vigor en la expresión oral para buscar su reflejo fílmico particular, acción que mantendrá indistintamente hasta el final. Por lo general, la imagen muestra las siguientes actividades de los tres personajes: caminar, detenerse, sentarse, acostarse, discutir, hablar, susurrar… Actos que intentan dar con el estímulo exacto para avanzar sin peligro. Se configura con ello una suerte de escenario teatral, de radionovela, de diálogos que a veces adquieren tono de ensayo: se aprovecha el espacio para ubicar a personajes y objetos en función de las reglas más clásicas de la fuerza pictórica. Puede entonces que no se trate de una reducción del cine sino que se lo deconstruya en las diversas artes que lo animan como idea: si todo se encuentra desarmado, hay coherencia con el desplazamiento de los protagonistas en procura de su sentido propio.

De nuevo chocan pareceres el escritor y el científico, luego hacen burla de ese movimiento verbal. El stalker dice que está bien, que la verdad nace de la confrontación: esta podría orientar algún paso. Aseveración del escritor contra el físico: «la existencia de toda tecnología y de toda máquina no pasa de representar muletas, un miembro artificial para el avance de la humanidad». Considera que el individuo «está para crear obras de arte». A diferencia del resto de actividades humanas, «esta es altruista, un eco de la verdad absoluta!», grita. ¿La verdad estará incrustada lo justo en el flameo de su resuello?

 

Cuando se mencionó la existencia de sus primeros planos (rostros de los andantes) al transitar en la vagoneta, se indicó que acaso con ellos se pretendía enfatizar en el trazado superior de la especie humana (y no en sus pies): la capacidad de generar ideas aptas para provocar sentires adecuados y actitudes pertinentes como para moldearse en la frecuencia necesaria durante el ir hacia la meta esperada. Eran primeros planos, por tanto, un «cine más puro» según la tendencia histórica de este arte, lo que quizá sugiere un ensanchamiento del uso del primer plano más conocido. El primer plano se convierte en una panorámica. Más todavía, con el pensamiento llevado para adelante en la vagoneta se amplía el tono narrativo del cine.

El lenguaje de planos busca elaborar un camino, quiere establecer una dialéctica.

Las imágenes con frecuencia se muestran en deterioro a través de lo agreste (primigenio) y proceden de la ejecución humana: tanques de guerra oxidándose, un auto quemado, agua empozada a la manera de un lago sucio en un túnel de fierro descompuesto, además de un oleaje de arena petrificado… Deseable para alguien que lo viera todo desde fuera, que los colores y las texturas se convirtieran en un trazado de algas sin fortaleza, al alcance de su mano: una desmitificación de la existencia. Pero ¿es necesaria esta marcha? ¿En verdad se la quiere? La duda de los personajes es un tracto oscuro del universo. La semblanza artística de la película quisiera ser una sombra del firmamento discurriendo. Hay nuevas argumentaciones y réplicas en los andantes. Pensando en positivo, digamos que el trayecto recorrido por los tres podría ser el significado de una letra y que quizá la conciencia anhelada los asiste, sin embargo…

Fiel a la idea de A. Tarkovsky, en el montaje (combinación de tamaños y propósitos de los planos cinematográficos) no está la vértebra superior de esta película ni del cine mismo, como suele considerarse lo apropiado; la acción se desarrolla solo en un plano hasta que este adquiera significado propio con el tiempo transcurrido que se ha encapsulado en el mismo como un gran aliado. Esto abre la posibilidad para que el plano siguiente tenga sus particularidades. Es decir, que el tiempo en el interior de las tomas es una piedra pesada a horadar, traslúcida, densa, donde todo cuesta: comunicarse, comprender, armonizarse, encontrar un espacio para la alegría. Será por ello que el director habló de «esculpir el tiempo» del cine como vía para declararlo un suceso artístico. Además, pidió a Eduard Artémiev, compositor, que la música de este filme fuera sonidos de la naturaleza de manera que, al filtrarse en los aparatos electrónicos, alcancen los ecos y las resonancias de una pieza instrumental. Para el director ruso, la naturaleza era la música en sí. Debía trasladarla de un envase (originario) a otro (aparatos producidos por la civilización) para ubicarla en las imágenes de sus películas… Como si le hiciera un guiño a la alquimia. ¿Se considera la mano suelta de lo anhelado?

En este trayecto recorrido por el guía, el científico ha intentado abrir caminos, llevar el hilo de la vida como si fuese un barrilete. El escritor procuró seguirlo y contradecir. La ciencia no logra dar plenitud a su propósito. El stalker es un lazarillo de hablar rápido para que su verbo procure ser réplica del palpitar eterno… Científico y escritor: solo eminencias. Más allá, la nada: matriz de cada anilina y ligazón. Todas las personas van a la espalda de los tres viajantes. Cualquier cálculo mental se transforma en leña. ¡Gritos! ¡Desespero! El escritor quiere distraerse pateando objetos caídos pero salta el guía: a la conciencia se la respeta… ¡Cuidado algo de eso sea ella! Para arribar a la misma, deben hacerse a un lado las inconsistencias. La acción literaria debe apartarse de lo superfluo. El escritor se molesta: ¿está acostumbrado a la ficción?

Se ha arrojado muchas veces la tuerca e ido por ella. ¿Se orbitó el mineral hasta ser sus satélites perfectos y de ese modo los puso delante de la meta? ¿Lograrán ser ciencia y arte, juntos, lo más vasto?

 

 

 

 

¿La fuerza bruta se trasladada al escritor y al científico como nuevo cerco?

El escritor está enfadado por lo que el guía le ha hecho vivir hasta llegar a esa casa solitaria y derruida que es la habitación donde se cumplen los deseos. Lo acusa de ser un traficante de almas… La manifestación incrédula, ha vuelto a erigirse; la sensibilidad del literato no se fundió con el esfuerzo efectuado para arribar a ese lugar tan requerido. Ahora dice no tener ningún deseo. ¿O ya piensa en escribir un nuevo libro con todo lo experimentado? ¿El escritor (los artistas) no son en realidad el peldaño idóneo para alcanzar la antesala del superhombre? Paradójicamente, parece ser el científico (la representación de la presión mental por encima de la sensibilidad artística) quien cree verdaderamente poder estar en un sitio donde se cumplen los deseos… Temeroso de que alguna persona se presente con malas intenciones, quiere eliminarlo con una bomba que tiene en su mochila. ¿O en realidad quiere destruir tamañas características de un espacio para que las posibilidades de su oficio den un paso adelante? El stalker, en crisis, argumenta para que no lo arrase, llora, implora; el científico se conmoverá. Volviendo al pensador alemán, las tres transformaciones enunciadas en su obra: el camello, el león y el niño, proceso que lleva al superhombre, aparentan representarse en dos de los intérpretes de la película. El camello es ese que carga, cual joroba, el peso de la moral invertida de los valores cristianos: en el filme muchas veces la carga abruma a los dos personajes siendo quizá el simulacro de la fe la mayor. El león cuestiona la moral, además de interrogarse las cosas, reta el deber ser kantiano, inquiere en el por qué se hacen las cosas: con base en lo expuesto los personajes construyen con frecuencia su discurso. Por último, tenemos al niño, creador natural de su propio juego: sería la curiosidad y, en ocasiones, los rasgos de inocencia sosteniendo el viaje de los protagonistas de esta obra. ¿Y el guía? Aunque realmente no fuese tal, en esa palabra pudo hallarse incrustada la dignidad de ambos. Tal vez fue un espacio de abastecimiento. Un auténtico borbotón de lo íntimo. ¿Un verdadero último hombre? Uno que ya no echa raíces en Dionisio para disponerse a asumir la totalidad metafísica. Una expresión sin interferencia. Y si ha visitado algunas veces el sitio que da la satisfacción mayor, ¿por qué no se quedó allí? ¿O al retornar dio un vuelco a su vida? ¿O su mayor deseo es que continúe buscándolo gente para poder conducirla a «la zona»? ¿Es el gran sacrificado? ¿Un Cristo? ¿Le correspondía a él una corona de espinas que en algún momento se puso el escritor durante la marcha?

Todos vuelven a la ciudad, el pensamiento científico y el arte seguirán su camino como siempre, sin converger. Al guía lo esperan su mujer y su hija, su consuelo. Atrás queda «la zona» como un envoltorio del sueño. De esa forma se estira el día a lomo del planeta. La escena es sombría… La luz tenue, ¿única flor?

 

El último hombre

 

Ahí está la barca, — quizá navegando hacia la otra orilla se vaya a la gran nada. — ¿Quién quiere embarcarse en ese “quizá”?

Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

 

El superhombre

El hombre es algo que debe ser superado, sentencia Zaratustra. Pero, ¿cuál es el sentido de esa superación, hacia dónde conduce? El hombre es un umbral, un puente, un lugar de tránsito o de transición, mas no una meta. «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, — una cuerda sobre un abismo» (Nietzsche, Así habló Zaratustra). Hundirse en el propio ocaso es la sola manera de guardar en el vuelo de la flecha el anhelo hacia la otra orilla. Se precisa llevar el caos dentro de sí para mantener el anhelo de pasar al otro lado, para tener la fuerza y el coraje de seguir el camino que lleva al superhombre. Pero, ¿qué ocurre cuando la cuerda del arco ya no puede vibrar? Entonces, «el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre». Llega el día en que el hombre más ruin será incapaz de despreciarse a sí mismo. Quién si no: el último hombre.

Ir más allá de sí mismo, ese es el imperativo. Solo el niño sumido en su inocencia y en el olvido de sí es capaz de un nuevo comienzo, de crear valores nuevos. El juego libera la fuerza afirmativa de un primer movimiento, «de un santo decir sí», deja suelta la rueda para que se mueva por sí misma. Precisamente, el creador de mundos debió apartar la vista de sí mismo para crearlo, mientras que el creador de trasmundos no puede apartar la mirada de su figura fatigada, sufriente e impotente. Tortura su cuerpo con los dedos del espíritu; aquel se niega a esconder la cabeza en el cielo trascendente de las cosas celestes, precisa de una cabeza terrena para crear el sentido de la tierra.

El hombre es quien realiza valoraciones; pero, para crear nuevos valores se precisa de nuevos creadores. Así, por ejemplo, más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano, al venidero. Por el contrario, el excesivo apretujamiento alrededor del prójimo es lo que llevó a considerar la soledad como una prisión. Amor al lejano: presentimiento del superhombre, fiesta de la tierra. El solitario, afirma Zaratustra, recorre el camino del amante, pero solo sabe del amor quien desprecia aquello mismo que ama. Aquel que se separa, que toma distancia, que se aleja, es quien se desprecia a sí mismo, pues se ama como sólo los amantes suelen hacerlo. Es preciso ser consumido por su propio fuego, para renacer de la ceniza.

 

 

 

 

Hay que guardar fidelidad a la tierra, que sirva el amor para darle a ella su sentido. Se precisa atar la virtud a las cosas terrenas y no permitir que estas se pierdan en la vacua ensoñación de trasmundos. La virtud debe descender al mundo, para llevarla nuevamente al cuerpo y a la vida y escuchar al fin su necesario latir dentro del pecho, pero solo bajo la condición de que la policía se haya vuelto innecesaria. Se debe pensar con los símbolos del tiempo y del devenir y justificar con ello la pasión por todo lo perecedero. Es necesario ser el hijo que vuelve a nacer del dolor de la parturienta y transformar el pensamiento en algo visible, en algo sensible para el hombre. Todo esto entraña recorrer el camino que va desde el «gran mediodía» hacia el atardecer y llevar consigo la esperanza de nuevas auroras.

El último hombre se hunde en su ocaso a mitad del camino entre el animal y el superhombre.

Donde hay ocaso y las hojas caen, la vida se inmola a sí misma como prueba de su fecundidad. Pero los árboles reverdecen nuevamente de mil formas diferentes, como impronta de la pasión de lo viviente; entonces, «¡cómo iban a hacerlo tan sólo — una sola vez!» Se trata justamente, siguiendo la enseñanza del poeta, de trabajar creadoramente el porvenir y de redimir todo lo que fue de manera transformadora, hasta que la voluntad afirme: «¡Mas así lo quise yo!». Aquello que la vida promete debe ser objeto de aceptación de la voluntad; esta quiere pero no busca. Es decir, al goce y a la inocencia se los posee, mientras que al dolor y a la culpa se los busca.

El sol, cuando va camino de su ocaso, derrama oro sobre el mar, prodigándole con riquezas inagotables. Así también Zaratustra desciende hacia los hombres y entre ellos se hunde en su ocaso, y al morir ofrenda el más rico de sus dones. El último hombre, Zaratustra, siente todavía necesidad de predicar entre los hombres; yace sentado en medio de viejas tablas rotas mientras escribe las nuevas. Todo aquello que ha sido considerado como malvado debe ser reunido en aras de crear una nueva verdad. «¡Junto a la conciencia malvada ha crecido hasta ahora todo saber! ¡Romped, rompedme, hombres del conocimiento las viejas tablas!» El último hombre es una primicia y, en cuanto tal, debe ser sacrificado.

Las viejas tablas convierten en sólido todo aquello que su poder de veneración les permite: valores, preceptos, conceptos. Y es que sobre la corriente, maderos, puentecillos y pretiles llevan a considerar que todo es sólido. Pero, el sumergimiento en medio de la corriente lleva a la afirmación contraria: todo fluye. Rompe las viejas tablas, rompe los puentecillos con la fuerza del viento del deshielo o con la vehemencia de las astas del toro destructor cuando rompe el hielo. Para esto se requiere haber sido expulsado del país de los padres y hallarse al fin lo suficientemente ligero de carga para amar el país de los hijos, que no ha sido descubierto aún. ¡Izad las velas para ir a su encuentro! En los hijos, en lo venidero, el pasado será redimido.

Zaratustra es el abogado del círculo, pues «curvo es el sendero de la eternidad». Lo que muere, vuelve a florecer; lo que se despide, regresa; eternamente gira la rueda del ser. Cada instante es un comienzo en torno del cual gira la esfera toda. El abogado del eterno retorno enseña que la existencia, la vida, como un gran reloj de arena que gira y gira, tiene que vaciarse para colmarse de nuevo. Sin embargo, la pregunta hoy, mil veces enunciada es: ¿cómo se conserva el hombre?, cuando en realidad tendría que ser: ¿cómo se lo supera? Todo lo maduro que ha llegado a su perfección está listo para pasar y morir. Así como lo inmaduro quiere vivir hasta colmarse, el dolor quiere pasar, desiste de sí mismo para alcanzar la plenitud del placer. Por el contrario, el placer se quiere tal cual eternamente, su completitud lo lleva a querer retornar eternamente. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el superhombre?

 

La muerte de Dios

Hoy se torna cada vez más evidente que se ha alcanzado el fin del hombre. Ese es el umbral en el que nos colocan los últimos avatares de la ciencia moderna, y con la emergencia del último hombre se hace patente también la muerte de Dios. La biología molecular, en su efectividad técnica devenida en quirúrgica, sostiene Bernard Stiegler, ha hecho posible el rebasamiento de las leyes de la evolución. Pero se podría también afirmar que las leyes de la evolución fueron suspendidas desde el momento mismo de la invención del humano, es decir, de la técnica. Sin embargo, no se puede ignorar que en la actualidad esta suspensión ha adquirido una efectividad radicalmente nueva. «El medio no tiene influencia didáctica sobre el germen ―dice François Jacob―, parece que no hay ninguna comunicación directa entre germen y soma. ¿Esto sigue siendo verdadero cuando se trata de un medio técnico?» (Stiegler, Cuando hacer es decir). Es decir, «la biología molecular suspende su propio axioma mediante sus operaciones»; y el axioma, que fue formulado en 1970 y del cual depende la cientificidad de la ciencia, es: «El programa [genético] no recibe lecciones de la experiencia». Ahora bien, el rebasamiento de este axioma ha sido posible gracias al descubrimiento de «enzimas de restricción que permiten recortar el ADN con una precisión quirúrgica — la precisión de una mano instrumentada» (ibíd.). En adelante, la producción de un ser viviente se torna posible gracias a la cirugía genética, lo que pone en evidencia el carácter performativo de la biotecnología.

En este punto, la cuestión que inquiere por la técnica se traslada necesariamente al ámbito que concierne al lugar. El cuerpo, como el lugar de la virtualidad. ¿Es posible un hombre artificial? O también, ¿qué adviene en cuanto al lugar —en tanto cuerpo propio— cuando es posible hablar de tele-presencia? Aquí, una vez más, la pregunta por la técnica se desplaza al ámbito de la frontera o del límite. La técnica sería, entonces, la deconstrucción «objetiva» de todo límite, de toda frontera. Precisamente, la condición de un cuerpo propio radica en su inmovilidad, en su inmutabilidad, en su mismidad. Por el contrario, la posibilidad o la efectividad de la técnica consiste en la inscripción de lo viviente en lo no viviente, y del no viviente en lo viviente. Esta articulación implica el paso de las fronteras y, con él, la deconstrucción objetiva del sentido antropocéntrico. Aquí, la superación del sentido tradicional del hombre se torna factible y, con ella, quedan atrás todo tipo de valores substanciales que pretendían dotarlo de una estabilidad, de una fijeza, que lo privaban de la posibilidad de lo nuevo.

 

 

 

 

La muerte de Dios entraña la divinización del humano, pero el precio a pagar por ello es la pérdida de la identidad, que se da con la desaparición posible del cuerpo propio, como forma de la mismidad. Gracias a la técnica una nueva forma de memoria se pone en juego, esta excede los límites del neo-darwinismo. Es decir, la memoria genética o el programa de la especie, dejan de ser el elemento determinante para el mantenimiento del viviente humano, pues, en un medio controlado por la técnica, aquello que se hereda debe ser recapitulado con cada generación. «Sin esta recapitulación proteica, no habría ciencia, ni posibilidad de encadenamiento en el “gran ahora” de la ciencia que no es más que la muerte re-activable, re-sucitable por obra de un viviente que se encuentra siempre ya muriendo» (Stiegler). Gracias a la técnica el programa de la especie o la ley de la vida pueden ser suspendidas o alteradas por obra de la experiencia. Entonces, la experiencia individual puede ser transmitida sin que esta sea ahogada bajo el peso del programa o a cuenta de la estabilidad de la ley. Esta nueva configuración provocada por la ciencia recuerda, por un lado, el imperativo nietzscheano que lleva a «romper las viejas tablas», que han sido fundadas sobre el principio de la estabilidad substancial; y, por el otro, a asumir el eterno retorno, no como eternidad intemporal, sino como ciclo e instante a la vez.

La estructura del acontecimiento en la tecnociencia es la de la ficción, como es también la posibilidad misma de lo real. Es decir, la realidad deja de estar sustentada en un suelo ontológico estable para convertirse en «ciencia ficción». Agamben señala en ¿Qué es real? que el carácter exclusivamente probabilístico de los fenómenos en la física cuántica exige una intervención del investigador que permite conducirlos hacia un determinado fin. Entonces, no es tanto el conocimiento del sistema lo que interesa, sino la modificación provocada en él por los instrumentos de medición. Lo probable se superpone a lo real y el azar se constituye en principio de decisión acerca de la realidad. Surge así una ciencia de lo accidental, que renuncia a considerar como cognoscible el estado real de un sistema y se ve, con ello, forzada a recurrir a los modelos estadísticos. La naturaleza es azar, observaba ya Nietzsche con insistencia, entonces resulta imposible no asumir el riesgo que entraña toda decisión cuando esta nos coloca de cara a lo probable.

El lugar de partida de las ciencias experimentales es la constatación de una posibilidad. Entonces la experimentación ya no puede consistir en la reivindicación de una pura coherencia descriptiva, sino que deviene performativa. Constatar una posibilidad significa la apertura al ámbito de la pura ficción, pues lo posible yace en los dos extremos de la experimentación. Aquello que resulta evidente en el dispositivo propuesto por la tecnociencia es el de un cierto defecto del ser o de lo real que abre la posibilidad de lo nuevo. Esta constatación nos lleva, para terminar, a la inminencia misma del lenguaje, que es en sustancia la materia y el fin de toda ficción. «¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa necedad es el hablar: al hablar, el hombre baila sobre todas las cosas. […] ¡Qué agradables son todo hablar y todas las mentiras de los sonidos! Con sonidos baila nuestro amor sobre multicolores arcoíris» (Nietzsche). Sí, la vida es ficción, pero esta constatación solo puede brotar del hecho de estar sumergidos en el río heracliteano del devenir. Todo fluye. Entonces, las viejas tablas deben ser rotas, para surjan otras nuevas, que en su momento se harán también viejas; además debe ser recusado aquel que consigna en las tablas su impronta. «Rompedme ―decía Zaratustra―, no creáis en mí». Zaratustra-Nietzsche es el profeta que anuncia la buena nueva: la única verdad es que no hay verdad absoluta. ¿Esta declaración implica el fin del profeta?, ¿el fin de la profecía?

Que la muerte de Dios implique la divinización del último hombre significa que la humanidad guarda en ella, como su posibilidad más alta, la promesa del superhombre. Este es el sentido de la duplicidad de Zaratustra, pues él es a la vez dios y hombre.