La escritura: entre óbices y accesos

Lucía Mestanza

 

Hay una grieta en todo.
Así es cómo la luz logra entrar.

Leonard Cohen

 

Entre las secciones de un muro mental hay grietas a través de las cuales se filtra el sentido de algo, la idea que llega y la palabra que ha de configurarse en el desarrollo de un proceso trascendental. Pero esos halos de luz solo pueden ser gestionados por la existencia de esas causas y de su sinergia. Las grietas son el producto de un combate dual que sucede en la vida y en la escritura; son generadas por la interacción de esas causas: las limitaciones, el dolor, las obsesiones, el paradigma de la transgresión, los conceptos mentales, la propia imposibilidad de la escritura, la imposibilidad del amor o un largo lamento existencial crean la percepción de posibilidades como la de la reflexión metatextual, la del pensamiento lateral (De Bono) o la formulación de provocaciones, para evolucionar, en ese combate y a través de esas grietas, en un camino por donde se filtra el fluir de lo claro que se afianza y que adquiere forma de texto.

Entre esas causas que desde la vida devienen en escritura, es el lenguaje el que se ejercita en un territorio donde la dialéctica óbices-accesos se debate –a veces en forma de un ensayo, de un cuento, de un poema, de la entrada de un diario–, para comunicar tan solo el epílogo de esa batalla. ¿Pero cuál es la gracia? ¿Lo es esa lucha pre-textual que emana de lo vivencial, o lo es el epílogo, esa forma textual, última instancia de ese combate? La vida y la escritura se leen en ese rebate porque la experiencia vivencial lo concibe, pero es la escritura la que lo muestra. Así, la reflexión evocada en la palabra deviene de lo vital gracias a la luz que se filtra por los intersticios de las propias limitaciones. No se producen las ideas de genio sin óbices, sin imposibilidades, sin censura. En Extraterritorial, Steiner comenta que “Borges defendió la censura” puesto que esta lo obligaba “a pulir y usar con mayor precisión los instrumentos de su oficio”. Así mismo, Goethe sostuvo que “es postulando lo imposible que el artista se procura todo lo posible”. Los obstáculos en el camino de lo vivencial, transmutados en el de la escritura, son, en su imposibilidad, posibilidades concretas de la existencia de un texto valioso, giros que se aprovechan y se convierten, como en un proceso alquímico, en la gracia que comunica una idea esencial. Es un proceso que en Borges se entiende como la vuelta del calidoscopio, como la iluminación y el análisis de otro sector del muro (Steiner). Este proceso, que deviene artístico, es un proceso liberador que asume desde las incapacidades, una posibilidad veraz. “La función liberadora del arte reside en su capacidad de «soñar a pesar del mundo»” (Steiner).

Todo cuanto es metaliterario posee esta dialéctica; las grietas del muro por donde se filtran las ideas de genio son los quiebres en la reflexión consciente, nacen de la vida y se sustentan en la escritura. El ser no puede abrir un espacio significativo –artístico, literario–, desde fuera de sí, la escritura se genera entre los óbices y los accesos que han implicado su existencia. El ser es muro y es grieta, por lo tanto es luz dada a luz. Es tiempo y trabajo en sinergia, es búsqueda de perspectiva y de orientación entre pasado y futuro, es retrospectiva y visión donde lo incierto ayuda. El escritor sale de la certidumbre para propiciar una escritura divergente; esto es, una escritura que rete la lógica, que cuestione, cuyas respuestas no son ni únicas ni absolutas, que incluso no son respuestas, porque el cuestionamiento en la escritura no requiere de respuestas; su fin en sí es cuestionar, y solo hay cuestionamiento cuando hay divergencia. Ese proceder en la escritura, en el óbice de sus propias imposibilidades, en la incapacidad para decir, para nombrar, para aprehender con palabras lo sensorial, es lo que lleva a la búsqueda de la grieta. Todo se convulsiona para provocar una escritura que se acerque a aquello que no se deja poseer pero que es existencia de lo real, de lo vivido, en el anhelo de ser configurado.

Este proceso implica la propia identidad del ser. Escribir sobre las imposibilidades de la escritura es escribir sobre las imposibilidades de la vida, “Si no me escribo soy una ausencia” (Pizarnik). La identidad es cuestionada y más allá de ello, es vetada a condición de ese no poder escribir que es la causa, que es la sección, que es el muro. Sin embargo, es el deseo de persistir en la generación de esas rupturas lo que mantiene vivo al ser porque es eso lo que provoca el proceso poiético que se forja en la falta de certezas y que se construye, fragmentariamente, gracias a los óbices sin terminar de configurarse; es un proceso en constante desarrollo, –como el de la vida–, pero no carente de sentido, porque fragmentario no significa incompleto. Las limitaciones hacen posible la producción en la que la escritura se crea a sí misma en la idea de llegar a la perfección, sin alcanzarla jamás. El escritor experimenta la sensación de haber perdido algo inmaterial y la necesidad de recuperarlo, para lo cual hace uso de su vida y de su lenguaje. Lo inefable de la escritura se construye a partir de la existencia del muro que es la causa, que es un concepto mental de pensamientos diversos parcelados de acuerdo a cada estructura mental en cada ser, congruentes con el contexto y circunstancialidad específicos en cada escritor. Estas condiciones tienen el poder de evocar y de adquirir forma tangible, de narración, de palabras en la precisión de lo que el escritor percibe, su sensorialidad dada a luz desde la grieta. Steiner, interpretando a Coleridge, afirma que “el lenguaje es menos un espacio que un rayo de luz lleno de energía, que da forma, ubicación y organización a la experiencia humana”. Es decir, que en la batalla de la escritura, que es la de la vida, lo experimental define el lenguaje, que es luz y que es posibilidad sobre la imposibilidad.

Los bloques del muro, como metáforas de la imposibilidad o de la censura, son ámbitos que proponen cada uno el planteamiento de una problemática ontológica que deviene en la circunstancialidad del tiempo y el espacio del escritor en la expresión del lenguaje, donde la sensibilidad es la variante suprema para lograr ese espacio de diferenciación propio de cada escritor, que erige su estilo. Se llega en este camino, a un entramado de complejidad que combina todo ello, en el ambiente de la transtextualidad que generan esas causas y que son las mismas que contribuyen a estructurar el texto con verosimilitud, riqueza, cohesión y belleza. ¿De qué modo la cuestión ontológica y los juicios axiológicos condicionan o limitan el proceso de la comunicación en el escritor? ¿Y cómo influye esto en una redacción final? Steiner cuestiona: “¿De qué modo la escritura limita la libertad ontológica del lenguaje?” El proceso de la escritura es un surcar entre los intersticios de esas limitaciones. Lo trascendental es lo que está más allá de ese logro, que se alcanza con la imaginación y con la coherencia que da el sentido común. Ese hallazgo es lo que Foucault advierte como cosas “que están contenidas y envueltas en el lenguaje como un tesoro hundido y silencioso” que el escritor consciente, que ha atravesado el proceso descrito, logra dejar entrever –no ver–, en el texto.

Quiero, pues mi cerebro estéril no flamea
como candil de aceite dejado al pie de un muro,
y no sabe atraer la sollozante idea,
marchar lúgubremente, hacia un final oscuro.

Mallarmé

 

Por lo tanto, el espacio de la escritura será un espacio de búsqueda, un espacio que se abra y que se descubra sobre las limitaciones, porque para escribir es necesario desentrañar salvedades. Blanchot sostiene que “para escribir ya es necesario escribir” y que “En esta contradicción se sitúan la esencia de la escritura, la dificultad de la experiencia y el salto de la inspiración”. Lo que significa para este análisis el texto logrado, en lo vivencial y en lo original que supone vencer el muro. Al final, quedará la pregunta por el sentido del cuestionamiento al lector: ¿fue suficientemente fuerte ese texto para derribar el muro que separa al escritor del lector? ¿Y qué tanto puede contribuir un texto para derribar el muro que separa al lector de su propia fragilidad?

 

 

Imágenes: Steve Johnson, João Jesus; Dids (Pexels)

Laberintos

Emilio López

 

 

¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.

Jorge Luis Borges

 

Los seres humanos hemos creado a lo largo de nuestra historia recintos, hábitats, asentamientos urbanos, caminos, redes ferroviarias, y de comunicación. En nuestros constantes recorridos de prueba y error hemos ido encontrando mejores formas de circular y vivir en el territorio.

Esta condición de habitar y de movernos en el espacio podría ser descrita en términos fenomenológicos como el habitar en esferas. Peter Sloterdijk lo analiza en su trilogía titulada, justamente, Esferas (2003) cuando habla de entornos acondicionados que nos protegen, aíslan y dan seguridad frente a un afuera hostil. Un recorrido que va desde nuestra relación con la placenta materna, hasta nuestro habitar en entornos sociales que hemos ido construyendo y acondicionando:

“La climatización simbólica del espacio común es la producción originaria de cualquier sociedad. De hecho, los seres humanos hacen su propio clima, pero no lo hacen espontáneamente sino bajo circunstancias encontradas dadas y transmitidas”.

Estos ambientes/esferas en los cuales nos movemos e interactuamos, y con los que hemos aprendido a ubicarnos e identificarnos, se han complejizado y han determinado nuevas formas de estar en el mundo.

Como no vivimos en territorios planos o vacíos, uno de los mayores retos como especie ha sido encontrar el camino más corto entre dos puntos. El movimiento dependería entonces de nuestras capacidades para enfrentarnos a las limitaciones físicas, barreras, obstáculos y otros accidentes del territorio. En el tablero del ajedrez, una reina no avanza igual que un alfil o un caballo, debido a que las posibilidades de movimiento dependen de las aptitudes de cada ficha. En el reino animal, estas destrezas suponen la vida o la muerte porque la supervivencia está determinada por la capacidad de ciertas especies a transportar y almacenar recursos, como en el caso de las hormigas que mediante complejos sistemas espaciales resuelven el dilema del camino más corto con hipercomplejos sistemas de túneles laberínticos.

La cuestión esencial que plantea el laberinto es problematización de la salida. ¿Por qué el ser humano siempre se ha interesado por la concepción de complejas infraestructuras espaciales como el Palacio de Cnosos construido hace más de 4000 años en Creta? Esta construcción prehelénica con más de 1500 habitaciones repartidas en 17000 m², se articula en una serie de corredores, pasajes, entradas y salidas cuyas ruinas todavía se pueden apreciar. Probablemente este palacio inspiró uno de los mitos más conocidos de la cultura griega, el del laberinto. El rey Minos encarga a Dédalo la construcción de un laberinto para encerrar al minotauro. Más adelante, es también Dédalo quien ayuda al héroe Teseo a salir mediante la ayuda de un artilugio. Le da una bobina de hilo que deberá desenredar a medida que se adentre en el laberinto y que le permitirá regresar. Dédalo es la personificación del genio creador, además de un personaje controversial.

En 1923, en la conferencia Dédalo, el futuro de la ciencia, el genetista John Haldane analiza el problema entre la ciencia y la genética moderna refiriéndose a Dédalo como el prototipo del científico y técnico creativo, aunque inconsciente e irresponsable.

Son precisamente estas interconexiones laberínticas, tanto las artificiales como las biológicas (el mundo de las hormigas), las que pudieron servir como modelo de inspiración a científicos modernos. El problema del camino más corto quedaría solucionado mediante el desarrollo de complejos sistemas de algoritmos incluso en entornos dinámicos y cambiantes como pueden ser las redes cibernéticas, articuladas para simplificar nuestra cotidianidad.

Ya no necesitamos un mapa para buscar el camino más corto o ir de libro en libro hasta encontrar una cita. Internet y los sistemas de posicionamiento global evitan todo el tiempo estos recorridos basados en el modelo de prueba/error. Los límites físico-espaciales tienden a desaparecer, de manera que nuestra cotidianidad parece haber fugado al ciberespacio. Desde la realidad virtual, podemos recorrer otros países, hacer compras, visitar amigos, etc.

¿Qué pasa entonces con la memoria espacial, alojada en mapas en algún lugar de nuestro hipotálamo?, ¿cómo se desarrolla la prueba/error estructurada a través de nuestra corporeidad y movimiento en el espacio?, ¿con el auge de los sistemas de posicionamiento satelital pueden estos llegar a cambiar, modificarse?

Para Sloterdijk, en su desarrollo de la fenomenología espacial, el concepto de la esfera ya no es válido en el mundo contemporáneo. El filósofo cambió su argumento en favor del mundo espuma. Esto refiere a una forma de concebir nuestra relación con el mundo mucho más acorde con esta época, en la que cada vez están más en auge los medios digitales, las redes sociales y la realidad virtual. Vivimos un mundo donde la movilidad de los mercados mundiales es sagaz y extremadamente fluctuante y en el que los cambios sociales políticos y económicos ya no se pueden prever:

“En los mundos-espuma las burbujas aisladas no son introducidas en un hiperglobo único integrador, como sucede en las ideas metafísicas de mundo, sino concentradas en grandes montones irregulares”.

Ya no podemos hablar de arquitecturas o infraestructuras cerradas sobre sí mismas en contextos tan complejos:

“En tanto que investiga el juego actual de destrucción y nueva conformación de esferas solo una teoría de lo amorfo y descentrado podría ofrecer la teoría más íntima y general de la presente época.”

Volviendo al mito, Dédalo finalmente es encerrado por el rey Minos en el laberinto con su hijo Ícaro. Así lo castiga por haber ayudado a Ariadna en su cometido de hacer escapar a Teseo, asegurándose además de esconder para siempre los secretos del laberinto. Entonces, Dédalo inventa una manera para salir: fabrica alas con plumas de pájaros y cera de abeja, lo que les permitirá burlar los muros del laberinto. En el cielo no encontrarán barreras físicas, pero su voluntad será puesta a prueba. Antes de escapar, Ícaro es advertido por su padre sobre los peligros de volar tan alto, pues la cera puede derretirse al acercarse al sol; y de los riesgos de acercarse mucho al mar, pues las alas podrían mojarse tornándose muy pesadas para volar. El hijo hará caso omiso de las recomendaciones del padre y su juventud temeraria lo acercará demasiado al sol. Así, las alas de Ícaro se derretirán y este caerá al agua muriendo ahogado.

Este trágico final parece trasladarse al mundo espuma del que habla Sloterdijk. Ícaro elevándose por los aires a toda velocidad, llevando a límite las certidumbres del mundo físico y burlando el círculo metafísico de encierro propio del laberinto. Las consecuencias de este ímpetu jovial (también el de nuestra contemporaneidad) son todavía insospechadas ya que las espumas que tienden a la anarquía morfológica son estructuras ‘tendencialmente ingobernables’.

Esta nueva forma de conciencia donde todo fluctúa en lo imprevisible, podría haber determinado en la última década el aparecimiento de arquitectos que han tomado como referencia una serie de nuevos paradigmas. Los fractales, los pliegues, y los rizomas constituyen formas de entender e intervenir esta nueva realidad espumosa. Las formas rizomáticas de Josep María Jujol o los Jardines en movimiento de Gilles Clément muestran ser propuestas versátiles y desestructuradas para un mundo cada vez más fragmentario y disperso.

 

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Fortaleza y finitud

Iván Carvajal

 

Abriremos la barrera de Gog y Magog,
y ellos se precipitarán desde todas las laderas.
Corán

El tiempo de los tártaros ha pasado ya,
no son sino una remota leyenda.
¿Y a quién iba a interesarle forzar la frontera?
Dino Buzzati

¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Esos hombres traían alguna solución, después de todo.
Constantino Cavafis

 

 

 

Magog

La tierra se extiende más allá de las fronteras, de lo conocido y dominado por el grupo humano. ¿Qué hay más allá de la frontera? ¿Qué tan lejos se ubica el abismo donde se precipita la tierra? La conciencia del hombre acerca de su condición mortal y la consiguiente angustia que provoca la certeza de la finitud están sin duda en el origen de los mundos imaginados donde habitan dioses o demonios. Son fuente de las representaciones acerca del lugar de los muertos ―inframundo o cielo, infierno o paraíso―, de los relatos sobre viajes imaginarios que emprenden el alma o el espíritu en el sueño o la alucinación, o sobre las aventuras de los muertos en su tránsito al más allá. Las fuerzas del bien y del mal se proyectan desde el mundo cotidiano sobre ese espacio ficticio y distribuyen los territorios reservados a dioses, demonios y héroes legendarios en los mapas imaginarios. Tal localización obedece a las historias de los conflictos que tienen lugar entre dioses y demonios empeñados en disputarse el destino de los humanos, estos mismos divididos entre miembros de alguna comunidad y extranjeros, o entre parientes, amigos y enemigos. Las migraciones que ocurren en estas regiones del mundo imaginado son múltiples, pues no solamente se desplazan de un sitio a otro los seres humanos, sino también los dioses y demonios. Los muertos retornan en los sueños, intervienen en la vida de los vivos, exigen tributos, oraciones o venganza, conceden dones, vigilan la conducta de sus descendientes.

De esta manera, lo que queda más allá de las fronteras del mundo conocido, y que solo puede ser imaginado, se concibe o bien como edén o bien como un mundo ominoso donde se incuban demonios que acabarán con lo humano o que, cuando menos, aniquilarán la comunidad o la civilización. En el exterior están situados los dominios de Gog. Detrás de las fronteras, en el corazón del desierto, preparan sus invasiones los tártaros. Más allá del borde se juntan para invadirnos los bárbaros extranjeros. En el mundo exterior reina Satán. Para protegerse de lo demoníaco se construyen murallas en los confines del mundo. Así, en el transcurso de un milenio y medio, se invirtió la vida de millones de seres humanos en la construcción de la muralla china, la cual, pese a todo el esfuerzo realizado para levantarla, mantenerla y reconstruirla, desde siempre estuvo destinada a que algún día la franquearan los mongoles.

La catástrofe, si bien se anuncia en sucesos imprevistos que inquietan a los grupos humanos, incluso en el curso de la vida cotidiana, adquiere una dimensión insólita en el acontecimiento apocalíptico. La leyenda de Gog, el rey de los ejércitos que se preparaban más allá de las fronteras, en Magog, para acabar con el pueblo escogido, aparece en el libro de Ezequiel (siglo VI AC). Surgida en el mundo judío antiguo, la leyenda continuó a través del cristianismo hasta el islam medieval, contaminada obviamente con componentes paganos: la muralla habría sido construida por orden de Alejandro Magno, más allá del Indo, para cerrar el paso a Gog y su diabólico ejército. A diferencia de la muralla china, cuya materialidad es evidente, la muralla levantada para cerrar el paso a Gog y sus ejércitos existió solamente en la imaginación, lo cual no quiere decir que careciese de realidad para quienes vivían a la espera del acontecimiento apocalíptico.

Magog es el reino de lo inconcebible, el territorio donde incuba la muerte del hombre. No obstante, lo que esperaban las comunidades cristianas o musulmanas de la Edad Media, por sus concepciones escatológicas, es que al fin resonasen las trompetas que anunciarían la llegada del día del Juicio, el cumplimiento del “milenio”. Gog y sus huestes habrían derruido la gran muralla por decisión de Dios; este, cuando menos, habría consentido la invasión. Los ejércitos de Gog arrasarían todo lo que encontraran a su paso; donde pisaran los cascos de sus caballos no volvería a crecer la hierba, como se decía de Atila y los hunos. Pero en la catástrofe anidaba la suprema esperanza de los apocalípticos: al término de la batalla final entre Dios-Alá y Satán-Gog, con el triunfo definitivo del orden divino se terminaría la lucha entre el bien y el mal, y la historia concluiría en el Juicio Final. Para los milenaristas cristianos, retornaría Cristo y, gracias a él, se salvarían para la eternidad los justos. En consecuencia, que los ejércitos diabólicos de Gog destruyesen la muralla y arrasaran la tierra no era sino el necesario antecedente para el triunfo definitivo de la vida sobre la muerte, para la eterna supervivencia del alma o del espíritu, e incluso para la resurrección de la carne. Dios acogería en su torno a los justos y hundiría en la muerte definitiva, en la más oscura noche o en el fuego eterno, a los impíos. Al fin concluiría el tiempo y por tanto se acabarían las mutaciones, los ciclos del nacimiento y la muerte. Los justos serían recogidos en el seno de Dios para la eternidad.

Frente a esta dimensión escatológica, la construcción de las murallas en las fronteras parece una concreción parcial de la muralla que detiene a Gog y su tropa. De otra parte venía una historia diferente: el colapso del imperio romano. Los romanos no construyeron una gran muralla en los confines de su mundo, aunque sí establecieron guarniciones en las fronteras. En cierto sentido, el acabamiento del imperio puede interpretarse como una implosión que abrió el paso a las invasiones bárbaras. Y estas fueron una solución, “después de todo”.

 

La Fortaleza Bastiani

Mientras enviaba desde Abisinia sus reportajes de guerra al Corriere della Sera, Dino Buzzati terminaba de escribir El desierto de los tártaros, que se publica en 1940. Me figuro al novelista italiano en medio de los combates, acuciado por la cercanía de la muerte que contempla a diario, apurando sus reportes periodísticos a fin de continuar el relato sobre un grupo de soldados que han sido destinados a una guarnición situada en las montañas, en una frontera difusa, donde comienza el desierto, esto es, la tierra de los tártaros. Estos soldados, sin embargo, permanecen en la Fortaleza a la espera de una guerra improbable. El novelista casi nada aporta sobre el reino que se protege, ni siquiera lo nombra. Su capital es simplemente “la ciudad”. Unas breves líneas describen la ciudad y ciertas actividades que se llevan a cabo en ella. Los medios de transporte que se utilizan ―caballos, carrozas― son breves indicios que permiten al lector figurarse un pequeño estado moderno, tal vez decimonónico, quizás localizado hacia el este de Europa. Estas breves pinceladas esbozan una especie de alegoría del Estado moderno. Solo al fin de la novela, cuando han pasado cerca de tres décadas de historia, se insinúa que los tártaros finalmente se acercan a la frontera, aunque ha sido su probable amenaza la que ha justificado la existencia de la Fortaleza, y con ella, la vida misma de sus guardianes. Una fortaleza construida al borde del desierto parece no tener sentido, más aún si no se advierten movimientos del enemigo durante décadas. Incluso el lector dudará si el “reino del norte” es efectivamente el reino de los tártaros, o si este es el apelativo dado a un posible enemigo algo salvaje, o simplemente al extraño, al extranjero. Tártaros, bárbaros… En el tiempo que transcurre la historia narrada por la novela, hay dos acontecimientos que evidencian la cercanía de los tártaros: cuando llegan del norte destacamentos encargados de ubicar las señales que delinean la frontera, y luego cuando arriban contingentes que construyen una carretera, la cual podría en algún momento servir para movilizar tropas con el propósito de desencadenar la guerra.

Mas la guerra es solo una remota probabilidad. Se tiene certeza únicamente de que el reino limita al norte con el país de los tártaros, cuyo dominio empieza al cruzar la línea imaginaria que recorre las cumbres de las montañas y el borde del desierto. Pareciera no haber contacto entre los dos reinos; no obstante, desde el Estado Mayor, es decir, desde la cima del poder político del reino, llegan de cuando en cuando informaciones que esclarecen las intenciones del reino exterior. Son las probables intenciones de este reino exterior lo que ha obligado a construir y mantener la Fortaleza, una avanzada en la frontera. Buena parte de quienes son destinados a ella terminarán por quedarse entre sus muros hasta cuando ocurra la guerra, o, lo que es más probable y que será considerado un fracaso, hasta cuando arriben a la edad del retiro. El fastidio de los primeros días se apaciguará en algún momento, y poco a poco esos soldados terminarán por encontrar que el sentido de sus existencias es la espera de un acontecimiento que posiblemente tendrá lugar algún día: el comienzo de la guerra en la que lucharán hasta morir. Apenas si mantienen contacto con sus familiares y con sus amigos que hacen su vida en la ciudad. Algunos de estos llegarán a ser prósperos comerciantes o profesionales, e incluso los militares que no han sido enviados a la Fortaleza o que la han dejado pronto por otros destinos lograrán hacer carreras exitosas y gozarán de las comodidades de la vida citadina. La vida en la Fortaleza es austera y rutinaria.

 

 

 

Cabría apreciar en El desierto de los tártaros ciertos matices apocalípticos, sobre todo porque la vida individual gira por completo en torno a la expectativa de un acontecimiento, ciertamente catastrófico, que otorgaría sentido a la existencia. Sin embargo, ese sentido aparece apenas como un difuso heroísmo, una disposición casi profesional para el cumplimiento del deber. Quienes optan por permanecer hasta el fin en la Fortaleza, dejando que transcurra el tiempo y sumergidos en una chata rutina, solo esperan el arribo de los tártaros a fin de alcanzar la muerte heroica para la que han sido preparados. En la novela, no obstante, apenas se producen tres muertes: la primera, ocasionada por la imprudencia de un soldado que ha olvidado el “santo y seña” del día a la que se suma la tozudez y estulticia de un sargento apegado a la letra del reglamento. La segunda, la muerte por hipotermia de un teniente hipersensible y orgulloso, que permanece en pie ante una brigada de tártaros durante la nevada que cae una noche, mientras los extranjeros colocan señales que delimitan la frontera. Y la última, la muerte del protagonista, Giovanni Drogo. La novela, que se inicia con el viaje del joven teniente desde la capital a la fortaleza, concluye con su muerte un cuarto de siglo más tarde, cuando ya se siente viejo, cuando ha pasado la cincuentena y ha alcanzado el grado de comandante. Drogo muere en una posada del pueblo ―no alcanza ni siquiera a llegar hasta la ciudad― a causa de unas fiebres, justamente cuando al fin hay indicios de que llegan los tártaros, y con ellos, la guerra. Parece una pesada broma del destino: Giovanni Drogo no podrá morir como un héroe, pese a su larga espera. El moribundo medita, en su agonía, sobre el sentido de su existencia, y finalmente concluye que su heroísmo más bien tiene que ver con cierta dignidad que permanece intacta ante la llegada del enemigo invencible: la muerte. No cabe el heroísmo si la muerte acaece en soledad y a causa de una fiebre: no habrá memoria de tal suceso en el futuro del reino. Pero el sentido de la dignidad y el honor impulsa al envejecido comandante a un último acto: incorporarse del lecho con sus últimas fuerzas, avanzar hasta la ventana, levantar la vista hacia el cielo nocturno.

Buzzati, como Kafka o Camus, a quienes se lo ha vinculado, no tienen ante sí la expectativa del fin de los tiempos y del Juicio que cierra la historia de la Salvación. Por el contrario, experimentan el nihilismo moderno, la “muerte de Dios”, el vaciamiento del sentido de la existencia ante la certeza de la finitud. Ese vacío se ha llenado, a lo largo de la modernidad y hasta nuestros días, sobre todo en Occidente, con sustitutos precarios de las figuras del Dios y del Demonio: el Estado, la nación, la patria, el pueblo, la utopía revolucionaria, y sus consiguientes enemigos. El dinero, por ejemplo, adquiere la doble condición de lo divino y lo diabólico: es el bien supremo que hay que alcanzar y resguardar, y a la vez el máximo mal, la fuente de la corrupción de la vida a causa de la codicia, del consumismo, del delirio de los jugadores de bolsa que actúan en los escenarios del capital financiero y provocan las grandes crisis de nuestra época. El sentido de la existencia se reduce de esta manera a la acumulación de capitales o de bienes. Se requieren fortalezas que preserven los “patrimonios”: bancos, aseguradoras, muros en las ciudadelas, redes de seguridad… La seguridad se extiende a los estados, luego a sus alianzas o bloques; se construyen entonces los cinturones de misiles, la vigilancia satelital, muros de acero para cerrar el paso a los tártaros de nuestra época… También cinturones que nos protejan de los posibles tártaros que llegarían del espacio exterior. Gog ha sido ubicado en otra parte… En toda esa parafernalia de la seguridad se evidencia el miedo a la muerte. Ante la certeza de la finitud del ser humano e incluso, algún día tal vez no muy lejano, de la especie, se levantan las fortalezas, finalmente inútiles.

“El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”, dice Spinoza. Hay otra fortaleza que radica en el propio ser humano, que brota de su aceptación de la finitud. Quizás Giovanni Drogo alcanzara tal sabiduría justamente en el momento final, cuando acepta su destino, contempla la porción de estrellas que está al alcance de su vista, y sonríe en la oscuridad, aunque nadie lo vea.

Imágenes: Ivars UtinānsBoban Simonovski, Jeswin Thomas