“Aire para sentir y sol para beber…”

Luis López López

 

No encuentro algo que sea más sencillo y a la vez más importante para la existencia humana, e incluso para la vida en el momento actual, que lo solicitado por Proust en un pasaje de En busca del tiempo perdido: “aire para sentir y sol para beber durante el breve tiempo de cada uno”.

La naturaleza y la cultura, lo humano y lo no humano, tienen en vilo su existencia en una era marcada por la asombrosa huella destructora del hombre en la época del capitalismo tardío. La confluencia de tiempos -procedentes de eras geológicas y de la humana- en un ahora signado por una vertiginosa sucesión de acontecimientos, en los cuales el hombre compite en productividad con los procesos de la naturaleza, lleva la reflexión sobre la ocupación del territorio a un particular entrecruzamiento de tiempo y espacio que va más allá de la cultura clásica, medieval o moderna. Esta configuración histórica excede los límites de una localización jerarquizada de lugares: religiosos-profanos, rurales-urbanos, resguardados-abiertos, remitiendo así al descubierto por Galileo: el espacio infinito e infinitamente abierto. Desde entonces la extensión sustituye a la localización; extensión que contiene una complejidad de realidades y situaciones que hoy se nos presentan como relaciones de ubicación.

 

 

 

 

 

 

 

Se afirma que el hábitat de la globalización actual son las ciudades y los sistemas de ciudades (en el 2030 el 60% de la población, o sea 5.058 millones de personas vivirá en ellas). No obstante, tanto la población concentrada en las urbes –“ciudad”-, como aquella que se encuentra dispersa fuera de ellas –“campo”-, se enfrentan a una misma problemática en lo que concierne a la ocupación del espacio, aunque sus infraestructuras y sistemas de significación sean distintos. La razón es que difícilmente se pueden separar los paisajes naturales y urbanos con sus condiciones específicas de existencia, aun cuando sus densidades sean diferentes. Esto es así puesto que los procesos de ocupación-destrucción no afectan solamente a espacios parciales o parcelarios, sino mundiales. Política, economía, conocimiento, tecnología son interdependientes, en el marco de los tejidos urbanos, como también se hallan sujetos a las “lógicas” de poder que apenas dejan pequeños intersticios por los que los hombres y sus micro entornos pueden optar de manera autónoma.

Al continuo del espacio geográfico y de las fronteras naturales se han superpuesto, a través de la historia, las fijadas por el hombre en su afán de control y dominio, cuando no de autoafirmación y exclusión. La gran muralla china, levantada entre el siglo V a. c. y el siglo XVI d. c., que ocupa una extensión de 2.700 km, separaba el mundo organizado y agrícola de China del mundo de los nómadas esteparios y franquearla venía a ser sinónimo de pasar de la caótica barbarie al mundo civilizado. El muro de Berlín (1949-1961) con apenas 43 km, constituyó un signo emblemático de la división política y económica del mundo impuesta por la guerra fría. En los dos casos, más que obstáculos físicos que impidiesen el paso de las personas, se trataba de barreras culturales de profundo significado étnico, religioso o político.

Esta segmentación del espacio real, natural o cultural se encuentra relacionada, por analogía directa o inversa, con el despliegue de lugares sin espacio real. Precisamente, se trata de lugares que sueñan con el territorio continuo, el espacio global integrado, con la humanidad; configuraciones que nacen de la utopía. Ebenezer Howard planteaba, hacia finales del siglo XIX, cubrir el territorio con unidades autosuficientes de hábitat integral, en las que se viva y se trabaje, en las que se den una relaciones armónicas entre campo y ciudad; la Ciudad jardín es su sueño utópico que apunta hacia el día de mañana. El urbanismo moderno, a inicios del siglo XX, formula su propia analogía de ciudad en la que el cuerpo y el espíritu habiten, se recreen, circulen y cultiven, una suerte de centro del pensamiento racional funcionalista. Avanzado el siglo, Buckminster Fuller ideó el Dimaxion, que es una forma de representar la esfera 3D de nuestro planeta en 2D, mediante un icosaedro desplegado. La importancia de esta utopía radica en que nos obliga a concebir el mundo de una manera diferente, más unido, no delimitado en este y oeste. “Los mapas tradicionales del mundo refuerzan los elementos que separan a la humanidad y fallan en revelar los patrones y relaciones que surgen del proceso de constante evolución y la aceleración de la globalización”, señala el Instituto Buckminster Fuller.

En la actualidad, los enormes problemas que resultan de la distribución de la población en el mundo requieren que nos interroguemos, no tanto sobre sí cabemos en el planeta o en qué lugar podemos aún ubicamos, sino en qué medida podemos convivir, relacionarnos, movernos, sobrevivir en él, sin que ello implique la exclusión del infinito número de singularidades que constituyen todas y cada una de las vidas y la heterogeneidad de espacios reales que las contienen, ya sea que se trate de espacios físicos o culturales. Hoy, al decir de Foucault: “Vivimos en el tiempo de la simultaneidad, de la yuxtaposición, de la proximidad y la distancia, de la contigüidad, de la dispersión. Vivimos en un tiempo en que el mundo se experimenta menos como vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que comunica puntos y enreda su malla”. Sin embargo, Foucault va más allá, cuando afirma que “todos los demás espacios reales que pueden hallarse en el seno de una cultura están a un tiempo representados, impugnados o invertidos, una suerte de espacios que están fuera de todos los espacios, aunque no obstante sea posible su localización”. El filósofo francés abre así un fascinante campo de reflexión sobre el espacio, les autres espaces, el de las heterotopías: “una suerte de contestación a un tiempo mítica y real del espacio en que vivimos”.Heterotopías que tienen una u otra existencia y/o significación, en concordancia con el medio natural y/o cultural en el que surgen, que pueden permanecer en el tiempo, representar cierre o apertura, ilusión o realidad.

En nuestro país, en el año 2017 acción Ecológica Ecuador lanzó la Ruta por la Verdad y Justicia para la Naturaleza y los Pueblos. En este recorrido, el petróleo en el Yasuní, las operaciones de Chevron-Texaco, la mano sucia de Petroamazonas, o las refinerías, contrastan con la significación de los valores ambientales de la llamada ruta de la Anaconda. Algo similar se evidencia en las operaciones mineras en la cordillera de El Cóndor, en Intag, o en diferentes páramos, en contraste con la ruta del Jaguar. La situación de los pueblos fumigados, los cultivos del banano, la producción industrial de la carne, la afectaciones de la palma aceitera, el secuestro de los ríos, muestran sus contrastes brutales con el ambiente dentro de la ruta del Ceibo. Y los desplazamientos, la urbanización salvaje, los basurales, contrastan con la ruta del Colibrí.

El espacio del sistema mundo capitalista, atravesado por una intención ético política que se expresa en los problemas del racismo, del falocentrismo, de una polarización y marginación heredados del urbanismo moderno, de una creación artística condicionada por el mercado, de una educación mediatizada por los centros de poder, requiere de una reflexión crítica multidimensional y diversa, que permita descubrir esos “otros espacios” en los cuales deberá transitar la existencia humana en los nuevos contextos históricos. Es preciso entonces descubrir formas distintas de ser con y en el mundo, de ser con y en el otro.

 

 

 

 

Ciudades infinitas

Camila Herrera Gómez
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Imagino dos hombres que caminan en direcciones distintas. Podría tratarse de un hombre silvestre y un comerciante cualquiera, de un tipo anticuado y un hombre moderno, podrían ser incluso Caín y Abel. Quizá uno de ellos es un hombre occidental que camina con rumbo oriente (hacia el pasado) mientras el otro avanza confiado hacia el poniente. Tal vez, estén destinados a encontrarse y fundar una ciudad. Puedo visualizar a nómadas y sedentarios, la distinción entre el mundo rural y el urbano, enfocarme por las diferencias entre quien recorre el paisaje que no ha sido marcado por la escuadra y la vía, y quienes transitan caminos que han sido tan recorridos que han perdido toda suavidad; toda organicidad. La naturaleza y sus ciclos siguen legislando, la forma del campo. La gente se mueve como se mueve el agua. Los caminos los traza el terreno. El territorio se construye a través de la mirada y el andar, a través de recorrer-lo.

Ilustración sobre Cardo y Decumano (Camila Herrera Gómez).

 

Tradicionalmente, confiamos en que la ciudad se forma a partir de un cruce de caminos, creciendo de manera más o menos radial en torno al encuentro entre estos ejes viales que los romanos llamaban cardus y decumanus, especialmente cuando el proceso fundacional para un asentamiento urbano era formal y planeado. La evidencia de este método es clara en todas las ciudades fundadas por el imperio e incluso su influencia puede reconocerse en América pues estos mismos ejes se reconocen fácilmente en la mayoría de pueblos y ciudades latinoamericanas de fundación española, habitualmente, en torno a su plaza principal. Entiéndase, sin embargo, que así como el rostro de Simón Bolívar en cualquier monumento no le da sentido al espacio, la morfología urbana por sí misma no colma a la ciudad de significado. El origen es algo sobre lo que hablamos constantemente e intuimos todos quienes habitamos la ciudad. Sin embargo, ocurre (al igual que en arquitectura) que de tanto nombrarlo, hemos dejado de preguntarnos sobre su pertinencia y su vigencia como punto de partida para comprender y pensar la ciudad y sus confines histórico-temporales. Parafraseando a Fabio Restrepo (profesor de arquitectura en la Universidad de Los Andes, Bogotá-Colombia), al remover la idea que tenemos interiorizada del origen podemos acceder al pensamiento libre sobre lo fundamental. En su “Diccionario de las Artes”, Félix de Azúa habla de la ciudad como una obra de arte suprema, puesto que incluye en sí misma gran cantidad de obras artísticas que deben juzgarse como elementos articulados constituyentes del significado de la ciudad. Dicho de otro modo, la población y el acto de habitar la ciudad es lo que le da significado. Podemos entender este acto como todo aquello que ocurre sobre el suelo y bajo el cielo y sucede gracias al intelecto y el espíritu de los hombres. Así, las dinámicas de la ciudad pueden trasladarse a espacios no construidos (como en tiempos de menhires), nómadas (como la ciudad caminante de Ron Herron) y fraccionarios sin perder su función humanística. Ya lo habían imaginado los utopistas durante las vanguardias artísticas, y de hecho lo estamos realizando en la estación espacial internacional, por ejemplo.

 

Ilustración de Ciudad Nómada de Ron Herron, 1964.

La idea de que la ciudad es una sumatoria de casas o edificios es, francamente, desacertada. Ciertamente, no se trata únicamente de una aglomeración de arquitecturas y habitantes, sino una red de alta complejidad donde interactúan infinidad de variables que van desde lo físico y medioambiental hasta lo cultural y espiritual. Cada parte incide sobre el todo, impidiendo que la urbe termine de construirse jamás. Al igual que la arquitectura, la ciudad existe en cuatro dimensiones, y permanece siempre ligada fuertemente al tiempo y su marcha. Podemos pensar en la ciudad como un escenario sobre el cual interactúan personajes, objetos y escenografías contemporáneos entre sí, a la luz de su propio pasado, mientras son juzgados por el público de tiempos venideros. Puede que esa sea la verdadera naturaleza de la ciudad, interpretarse a sí misma en tres tiempos diferentes de forma simultánea, permaneciendo siempre incompleta o “en construcción”. Ahora bien, cuando el propósito es pensar, es preciso darle vueltas al atajo, de modo que no estrechemos la mirada de “la arquitectura y la ciudad” como la de “la parte por el todo”. Las ciudades y la arquitectura comparten un arquetipo esencial que las ubica en igualdad de términos: el laberinto. Sobre esto han hablado arquitectos modernos como Le Corbusier, haciendo laberintos de sus proyectos, tanto como artistas maravillosos como Arthur Rimbaud, quien nos recuerda que el desierto es el más cruel laberinto, pues ni siquiera tiene caminos. El gran moderno, Walter Benjamin dijo, en sus recuerdos sobre su infancia en Berlín que “la ciudad reposa sobre un laberinto en el que es imprescindible saber danzar”.

 

Ilustración sobre los arquetipos (Camila Herrera Gómez).

Los arquetipos en arquitectura son múltiples y diversos. La mayoría parten de mitos acerca el origen de la arquitectura a partir de una necesidad, enunciando un afán de encontrar refugio ante las inclemencias de la vida a la intemperie. De aquí surgen los más comunes, la cabaña y la cueva. Sin embargo, las reflexiones más interesantes surgen a partir de aquellos arquetipos que plantea la arquitectura como un rasgo más de la humanidad, tan fundamental como la conciencia y el auto reconocimiento, identificando su origen como común al hombre en sí. Víctor Hugo resumiría este sentimiento diciendo que “la arquitectura ha sido la gran escritura de la humanidad”. Destaco aquí al laberinto por su naturaleza global, ritual y atemporal, características que comparte con la tumba. El templo y la tumba suelen tratarse como uno solo porque tienden a fusionarse y convertirse en uno solo y el mismo. El espíritu de lo sagrado queda impreso en ambos desde su concepción y al tiempo que nos comunican con el inframundo y lo subterráneo, dirigen nuestra mirada hacia los cielos. Aparece entonces el menhir (Stonehenge), la columna (Acrópolis de Atenas), la torre (Babel), el elemento vertical que alza sobre el paisaje de manera deliberada para marcar un sitio y convertirlo en lugar. La demarcación de un punto que puede divisarse desde grandes distancias, un punto de encuentro, un puerto en tierra firme: Manhattan. Un humano pétreo que anuncia a los vivos que han llegado a su destino.

En la Tierra andamos en sentido horizontal, principalmente por motivos gravitacionales. Sin embargo, la ciudad moderna parece haber trascendido esas barreras. Ya no está confinada por murallas, ríos, montañas o asuntos poblacionales y es claro que el límite es otro. Se alza casi infinitamente en sentido vertical con la misma ambición como lo hizo alguna vez sobre la llanura. La Urbe crece y con ella la brecha entre el cielo u la tierra, la luz y la oscuridad, los de arriba y los de abajo. Me pregunto si se crearán submundos como los que imagina la ciencia ficción, donde el sol no llega a los primeros pisos (¿o a acaso existen ya?); intuyo las nuevas distancias entre clases sociales, grupos armados, partidos políticos; sueño los paisajes arrolladores desde las alturas y recuerdo un pasaje del mismo Azúa que dice:

[…] cuando dos potencias opuestas y de una magnitud descomunal, como Satanás y Jesucristo, llegaron al contacto físico (un contacto que debió de dar lugar a una deflagración espiritual tan colosal que aún sufrimos las consecuencias) lo hicieron en la ciudad.

Se erigen hoy, como siempre, ciudades, trazando nuevos laberintos en los que perdernos o danzar.

 

 

 

El camino del paseante

Fernando Albán
[email protected]

 

Totalidad dilatada, difusa, movediza, llena de intersticios y de dehiscencias. La ciudad no se teoriza, pues ella yace profundamente perdida en los vericuetos de sus entrañas; yace zozobrante en medio de su esparcida intimidad, en la que se sume siempre que olvida que existe. La imagen que la ciudad entretiene, para resistir al trabajo de asimilación de la teoría, emula aquella otra que fascinaba a Benjamin y que, en Una Infancia Berlinesa, encontraba cuando sumergía su mano hasta el rincón más retirado del fondo del armario. Ahí yacían las medias amontonadas o formando hileras a la manera tradicional. Qué intenso placer le provocaba el tener en la mano la media del interior envuelta y recogida en la pequeña bolsa constituida por la media del exterior. Lo que Benjamin experimentaba en ese momento era como un ligero vértigo, provocado por una atracción hacia las profundidades. Súbitamente una media aparecía desde el interior de la otra, y esta última dejaba de ser la envoltura que acogía e invisibilizaba a la primera: «la forma y el contenido, la envoltura y lo envuelto, la media del interior y el bolso son una única y misma cosa» (Una Infancia Berlinesa).

Todo ruge en el fondo enmarañado de la ciudad, en su fondo siempre puesto al desnudo. Esquinas abandonadas, barrios de mala muerte en los cuales vagabundos merodean sin seguir un sentido prefijado. En otro lugar un perro yace aplastado en la vereda, mientras a su alrededor el viento eleva hacia el cielo una funda de supermercado abandonada. Calles sin salida, que extraviaron el camino, emulan la mirada que percibe aquello que la enceguece. Cada pisada roza una calle innominada, mientras la palabra, que dormita entre los labios, lleva consigo la promesa de todo lo vivido. Un ángulo reúne, como en un puño, calles por las que circulan historias disímiles que están a un paso de encontrarse. La ciudad es todo rugido, murmullo inextinguible. Sin embargo, «en esos recodos abandonados, todos los sonidos y las cosas guardan aún su silencio propio» (Benjamin, Paisajes Urbanos).

La ciudad estrangula al alba, pero se mantiene abierta en dirección de sus laberintos insondables, en dirección de sus flujos y reflujos. Trayectorias lanzadas hacia encuentros sincopados. Arterias que acogen todo el drenaje que se reanuda sin fin en aras del trabajo. El centro nervioso de la ciudad no remite a sí mismo, como tampoco a la compacta unidad de su funcionamiento. Por el contrario, se precipita en todas las direcciones y sentidos al mismo tiempo. El cuerpo de la ciudad se disemina en millones de cuerpos singulares, que son tragados y eyectados simultáneamente. Cuerpo fragmentado, heterogéneo, que propicia la abdicación de todo límite y vierte a los seres en el seno de una confusión orgiástica. Babel, Babilonia, Istanbul, Beirut, Singapur, Río.

Ya sea por agua o por aire, por sobre o por debajo de la tierra, la ciudad es, antes que nada, vibración, oscilación, circulación. Cualquier lugar remite a cualquier otro. El tejido o la madeja se expande, propagando la urbanidad por doquier, deportando la ciudadanía cada vez más fuera de sí. Mundos suburbanos: márgenes, marginalidad, afueras, cercanías, siempre difuminando la frontera. «Los suburbios constituyen el estado de sitio de la ciudad, el campo de batalla donde asola sin interrupción el gran combate decisivo entre la ciudad y el campo» (Paisajes Urbanos). La ciudad no es pura civilidad, puesto que también es desbroce, invasión, fiebre, fatiga, insomnio, contagio, codicia, enfurecimiento: miles de cuerpos yacen acurrucados sobre el asfalto.

Trazar una línea sin que subsista perspectiva alguna de encontrar un final. Esta imposibilidad torna evidente el hecho de que la ciudad es su propio fin inmanente. De ahí que un pasaje desemboque siempre sobre otro pasaje, así como las palabras y los actos, las operaciones y los intercambios están consagrados a reanudarse indefinidamente. La ciudad engulle el horizonte y, con ello, nadifica todos los impases, los callejones sin salida, convirtiéndose así en el trazado de sus propios confines. Entonces, la relación de la ciudad consigo misma da paso a la infinitización de los pasajes. En la metrópoli se precisa derivar de un lugar a otro, convirtiéndose en víctima de las emboscadas que la ciudad tiende a sus paseantes. La ciudad se despliega travestida, intrigante, huidiza; seduce al transeúnte para llevarlo a recorrer sus círculos, hasta el agotamiento de sus fuerzas. Encontrar su camino en la ciudad, señalaba Benjamin en Una Infancia Berlinesa, no significa gran cosa. Por el contrario, perderse en una gran ciudad, como solemos perdernos en el bosque, exige que se disponga de una gran educación.

 Cada salida es, simultáneamente, una entrada; la ciudad está atestada de porosidades, que abren trayectos de ida y vuelta. Por esos umbrales todo discurre en un ir y venir incesante, similar a los medios que carecen de fines. La urbe es un sinfín de transformaciones que no avanzan hacia ninguna completitud. De ahí que la urbanidad no se ajuste al modelo acabado de la ciudadanía. Precisamente, el ciudadano sustenta su condición en la autonomía y en la independencia. «La urbanidad es más sutil y delicada, más difícil y más opaca. En ese sentido, el ethos de la ciudad no es un ethos político. Es más o menos que eso, es de una especie diferente, más refinada y menos policial, más despreocupada y menos policial» (Jean-Luc Nancy, La ciudad a lo lejos).

La ciudad es mucho más que una plaza pública; es opacidad, intersticios, recovecos, umbrales interminables, contigüidad de incompatibles. De ahí su susceptibilidad a mirarse en uno cualquiera de sus innumerables espectros, que han sido consignados en novelas o poemas:

Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos,
que dejan los cielos hechos añicos.

Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías,
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.

(García Lorca, Poeta en Nueva York).

 

 

El habitante de la ciudad es el transeúnte, que se desplaza con paso distraído, parsimonioso, despreocupado, errante. Mundo transeúnte abierto a la posibilidad del encuentro, expuesto a la vecindad con lo desconocido, con lo insólito: «Plaza de la Concordia: el Obelisco. Aquello que en él fue grabado hace cuatro mil años se erige el día de hoy en el centro de la más grande de las plazas. De haberlo predicho, ¡qué triunfo para el faraón! La primera civilización occidental llevará un día, en su centro, el monumento conmemorativo de su reino. ¿A qué se parece esta apoteosis? No hay un solo hombre, sobre diez mil, que pasan por aquí y que no se detenga; no hay uno sobre diez mil que al detenerse no lea la inscripción. Es así que toda gloria depende de lo que fue prometido y ningún oráculo no le iguala en astucia. Puesto que el hombre inmortal está ahí como este obelisco: él regula una circulación espiritual recubierta por el ruido, y la inscripción que lleva no es útil para nadie» (Benjamin, Calle en sentido único).

La ciudad no se teoriza, dado que ninguna vista de conjunto puede aprehenderla en su totalidad. Esta imposibilidad no corre a cuenta de una insuficiencia inherente a la mirada, procede, más bien, de la extralimitación propia de la ciudad, que la lleva a buscarse en su «extroversión interna» o en la «extimidad de su intimidad». Nunca dada, siempre en camino. Deconstruyéndose para construirse; siempre en obra, des-obrada; expuesta y oculta; aérea y subterránea. La ciudad se rehúsa a ser un objeto puesto, dispuesto para la captura óptico-teorética de un sujeto. Es así que múltiples ciudades cohabitan en la ciudad, unas dispuestas en un ordenamiento vertical, otras en uno horizontal. Las primeras han sido recubiertas por el olvido, las otras coexisten sin confundirse, siguiendo un trazado que las anuda y desanuda. La ciudad es el ensamble o la puesta en conjunto de una irreductible disparidad. De ahí que en su superficie misma confluyan, sin con-fundirse, edificaciones, ritmos, gestos provenientes de diferentes épocas; entrelazados y, sin embargo, en tensión permanente, tocándose al infinito.

La ciudad, afirma Nancy en La ciudad a lo lejos, es el artista del vivir-juntos, pero esta cualidad solo le es inherente en la medida en que, desde el comienzo, la urbe se asienta sobre el desarraigo. De ahí que la ciudad deba ser inventada a perpetuidad, pues el vivir-juntos no es una condición dada, es apertura a los posibles. Por esta razón, la invención urbana se halla en las antípodas del campo, de la tierra, de las raíces, de los rebaños; es «brote sin raíz», en el cual la frágil atadura al suelo deviene en deseo de elevación. Precisamente, el «rostro turbado» de la ciudad es el reflejo de una «identidad desconcertada» ante la evanescencia de las raíces o, lo que es lo mismo, ante la ausencia de finalidad. Entonces, el arte o la técnica urbanos provienen de la necesidad de acoger esta ausencia y la infinidad que de ella emana. En Calle en sentido único Benjamin destacaba que la dominación de la ruta determina el sentido fundamental de toda técnica. Justamente, en el marco de la ciudad la técnica encuentra el sentido que le es propio: la exposición a la naturaleza interminable de la ruta, de las vías, de los pasajes. Por consiguiente, al ser la ciudad un universo en dilatación, la técnica o el arte de la invención urbana devienen en la experiencia aporética de lo inacabado, de lo fragmentado. En suma, la ciudad no se teoriza, pues la extralimitación a la que está sujeta imposibilita que se ofrezca a la mirada bajo la forma del paisaje.

El transeúnte es aquel en quien se cristaliza de mejor manera el arte que es —o que pone en juego— la ciudad. Precisamente, en el callejeo se anudan las distancias, mientras que las proximidades sueltan el sutil aroma que las vuelve lejanas. A cada paso de la multitud transeúnte el acercamiento «transporta siempre más lejos el distanciamiento». De ahí que en el callejeo la libertad deambule a lo largo de vías que no han sido adscritas a un destino prefijado. Una intensa sed de infinito se apodera del paseante, que, mientras camina, percibe en el instante mismo todo lo que le sale al paso, sin dejar de ser presa de un vago presentimiento. Un murmullo arcaico sopla sus oídos, como signo de complicidad con aquellas calles en las cuales supo perder su camino.

Todo el arte urbano radica en «su infinito sentido de encuentro». Pero la puesta en juego del encuentro precisa que el paso del transeúnte no sea interrumpido; es decir, inmovilizado, condicionado, direccionado, teledirigido. ¿Queda aún lugar para que el transeúnte de veredas, de pasajes, de intersticios pueda extraviarse en el laberinto de las calles? ¿Queda aún lugar en la ciudad para el despliegue o la proliferación de un sentido errante, que ha sabido perder su camino o «perder el sentido de su errar»? La ciudad y, sobre todo, las viejas ciudades, afirma Agamben, son lugares cubiertos de signos, de firmas, de cifras, de monogramas que el tiempo ha depositado sobre las cosas. El paseante recoge distraídamente las innúmeras inscripciones en el transcurso de sus derivas. Pero operaciones de restauración que tienden a uniformizar las ciudades han borrado o han vuelto ilegibles los signos o los trazos que configuran «el espectro o la magia del lugar».

Para que el sentido errante tenga lugar no se requiere de la asignación o del acondicionamiento de un lugar; se precisa, por el contrario, que la deambulación deserte de los caminos insidiosamente construidos con el propósito de orientar el paso, de asignar un curso a la circulación del sentido. En cada callejeo, deambulación o paseo la ciudad se inventa una vez más, pues solo entonces concierta una cita con la libertad.