Objetivar lo evanescente

Rafael Polo

 

No hay progreso sin progreso de la catástrofe

Paúl Virilio

I

La vida cotidiana constituye el escenario donde se entretejen la historia, lo político y la tecnociencia contemporánea. La historia toma formas en las evidencias, de corporeidad y subjetividad, de conciencia empírica naturalizada, de memoria aprendida a partir de los relatos del sistema educativo y de los medios tecnológicos. Lo político, en el modo de orden y productividad de normas y valoraciones, de proyectos institucionales y comportamientos legítimos. La tecnociencia, en forma de servomecanismos móviles, de racionalizaciones técnicas de las instituciones, los cuerpos, los saberes; en la proliferación de los aparatos inteligentes, etc. La hiperaceleración técnica imprime su lógica instrumental en el mismo instante en que genera subjetivaciones. Este entrecruzamiento desafía al discurso reflexivo.

Una estrategia reflexiva procura, entonces, captar el sentido de lo actual a través de indicios que surgen en el devenir de las cosas. Tiende a capturar en su materialidad evanescente, casi imperceptible, la vivencia subjetiva de la liquidez experimentada en la praxis cotidiana gobernada por la tecnología. Somos seres de vivencias, aunque la capacidad de poseer experiencia se nos desvanece en el consumo, en el embotamiento de la sociedad del espectáculo. Se trata, en definitiva, de retornar a la negatividad del pensamiento, como un modo de resistencia al economiscismo tecnocrático, a la racionalidad tecno-científica y a la sensibilidad nihilista que le es correlativa. Hay una íntima relación entre hiperaceleración, nihilismo y consumo de espectáculos. De ahí que se requiere la crítica al pathos antiteórico, predominante en el campo universitario, que parece caracterizar a la festiva apología del pragmatismo de lo técnico, de lo experto, e igualmente de sus figuraciones, sus ilusiones, como aquella que dicta que el ser humano puede ser salvado por la técnica.


Preguntar por la actualidad implica inquirir por la posibilidad misma del pensamiento.


¿Cuál es el lugar que ocupa hoy la filosofía en los debates sobre lo contemporáneo? La filosofía se ocupa, entre otras cuestiones, por interrogar la estructura de la actualidad del pensamiento filosófico y de los discursos de la ciencia, de la política y del arte; es decir, la filosofía pregunta por los lenguajes y los conceptos con los que pensamos, con los que conocemos, proponemos o imaginamos. Este preguntar no es una inquietud por los sucesos que reportan los diarios o las redes sociales, sino por aquello que hace que lo contemporáneo sea posible. Preguntar por la actualidad implica inquirir por la posibilidad misma del pensamiento. El discurso reflexivo es una inquietud activa por la actualidad aunque interrogue acerca de la construcción de los conceptos políticos en el siglo XIX o por los conflictos propios de la construcción de la modernidad capitalista. Interroga por lo actual, pues reconoce que está hecho de múltiples sedimentaciones históricas, de aceleraciones, de superposiciones de proyectos, de conflictividades que se yuxtaponen.

La interrogación tiende a cuestionar las evidencias. Como nos recuerda Etienne Balibar en Nombre y lugares de la verdad, el terreno que sustenta la legitimación de los poderes “está constituido por prácticas y teorías que suponen todo un sistema de conceptos, una ‘concepción del mundo’, una ontología. Son disposiciones del pensamiento incorporadas a la percepción y a la intuición intelectual”. Las evidencias, que forman el horizonte familiar que otorga lo cotidiano, son construcciones históricas, son sedimentaciones que provienen de procedencias heterogéneas y de ritmos múltiples de racionalizaciones, de estrategias de vida, de producción de saber y de subjetivaciones. Es por ello que la evidencia, como historia naturalizada, debe ser desmontada, desalojada de su insensible presencia cotidiana. Al ser una fuerza invisible, no perceptible, la evidencia sin embargo opera la reactualización de las prácticas y retóricas cotidianas. Hace vivir un fundamento, que al no ser interrogado, se corporiza, se objetiva en institución, y se silencia como si fuese una naturaleza irremediable.

Entonces, ¿qué significa, preguntarse por la actualidad? ¿Cómo enfrentar la velocidad, la aceleración, los sentidos espurios del mundo de lo arte-factual, del nihilismo activo que hace imposible la experiencia de lo trágico, de lo histórico? La actualidad está fabricada por la inmensa selva de los dispositivos técnicos, que construyendo un mundo biopolítico, impone un principio de selección antropotécnico. Incluso las emociones, por razones técnico-instrumentales, se han convertido en espectáculo, en emociones programada. La actualidad nos llega desde una hechura tecnoficcional que promueve valores, disfrazados de emociones, de derechos “políticamente correctos”, administrados desde una institucionalidad, estatal o no estatal, o más bien transnacional, operada digitalmente.

 

II

La interrogación sobre la actualidad plantea una exigencia, la de objetivar las categorías de pensamiento con las cuales aún pensamos. Por tanto, es también una interrogación acerca del lenguaje conceptual con el que aún pensamos. Interrogar implica la búsqueda de un desplazamiento con relación a la herencia que nos llega: el mundo de los discursos teóricos, políticos o estéticos que han construido la civilización de la modernidad capitalista. Por otra parte, la interrogación deriva en un llamado a imaginar un mundo posible desde los fracasos que no se cristalizaron en un principio activo de construcción de un modo de vida. El pasado nos interpela, pues, como dice Benjamín en su VI Tesis sobre la historia, “tampoco los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no ha cesado de vencer”.  Somos interpelados desde el pasado en los combates (teóricos, políticos) en los que nos inscribimos. El pasado que nos puede interpelar, sin embargo, no está hecho de evidencias, sino de residuos, de fragmentos, de indicios. Interrogar, por tanto, es ir al fundamento.

La desactivación de la operatividad de las evidencias conlleva una “cacería” de los mitos que circulan en la esfera de las subjetividades cotidianas. Con el mito de seguridad se incrementan los aparatos tecnológicos de control, vigilancia y observación; con la ilusión de la salvación técnica se incrementa la medicalización de los cuerpos. La seguridad y la salvación son ilusiones re-activadas en la edad de la tecnociencia que poseen una antigüedad mayor a la modernidad, son alegorías religiosas secularizadas. Sin embargo, se ha generalizado la imagen de que la ciencia ha sido o es superada por la tecnología. La ciencia no se reduce a la construcción de aparatos, sino que es una actividad que hace inteligible el mundo real; la ciencia objetiva el mundo, más allá de la voluntad y de la ideología del científico.

El proceso por el cual la ciencia es subsumida al servicio de la tecnología en la empresa capitalista, ya sea industrial o estatal, es un fenómeno del siglo XX. Está asociada a los genocidios del siglo XX, a las carreras armamentistas, las experimentaciones biológicas, las prácticas eugenésicas, las bombas atómicas o de neutrones, como a la industria de los espectáculos televisivos o cinematográficos, a la cosmética de los cuerpos, etc. Cuando la ciencia se convirtió en un departamento de la empresa y del Estado, perdió su fuerza inmanente: la criticidad demoledora de las ilusiones que pueblan las subjetividades cotidianas.

En el mundo de la tecnociencia, la producción de las ciencias se ha reducido a la elaboración de aparatos y metodologías que contribuyan a la tecnificación de las instituciones, de la industria, de los cuerpos o de la vida cotidiana. La ciencia es, fundamentalmente, producción teórica por medio de la interrogación del mundo empírico; por tanto, debate con sus contextos: teóricos, sociales, políticos. Le es inmanente una voluntad deconstructiva.

 

 

En esta perspectiva, las humanidades no pueden ser reducidas a una decoración estética subordinada a la enseñanza de lo técnico, ni a un gusto artístico de la conciencia individual, ni a un mero patrimonio acumulado capaz de soportar cualquier relato político. Muy al contrario, se requiere de la reflexión y la interrogación para comprender cómo en el mundo de lo técnico se diseña la vida cotidiana. Puesto que lo técnico no posee autoconciencia de sí, su lógica es la progresión de un perfeccionamiento creciente de su operatividad; el uso de aparatos tecnológicos, aún en su complejidad, genera una imagen simple de la producción de conocimiento, la reduce a una cuestión de utilidad. El impulso tecnológico, gobernado por la lógica abstracta de la valorización del valor capaz de engendrar la renta tecnológica, se ha constituido en el soporte de la ideología de la felicidad y del bienestar. La máquina no piensa el devenir, ni posee un horizonte de sentido desde el cual opera, carece de libertad. El sujeto de la tecnología actual piensa en términos de eficacia, certeza, oportunidad; le es inherente el nihilismo vital, puede ir de una convicción a otra sin angustias existenciales. Lo que importa es el funcionamiento, la adaptación a los requerimientos de los engranajes técnicos

Defender la ciencia no implica el desconocimiento del sujeto del saber técnico que fabrica, ni su inscripción paradigmática en la producción de conocimientos, ni su modo institucional de existencia. Sustituir la ciencia por la producción tecnológica forma parte, por el contrario, de una mentalidad tecnocrática, utilitaria y de subsunción al mercado capitalista. Hay una relación inmanente entre ciencia y crítica, puesto que no se puede entender la actividad científica si no se es capaz de poner en discusión, en cada investigación, los horizontes de inteligibilidad producidos por ella misma. En este contexto, las humanidades, y específicamente la filosofía, contribuyen a la construcción de espacios autónomos para la producción de los conocimientos, por fuera del fetichismo inherente a los particularismos identitarios, sean estos étnicos o de otra naturaleza.

En definitiva, se trata de imaginar una universidad que no sea solamente guardiana del saber legítimo y legitimante, sino una que apueste por el pensar herético, desacralizador. Se trata de reconocer que incluso las llamadas “ciencias duras” no pueden practicarse al margen de las discusiones abiertas; por ejemplo, en la problemática de lo bioético, se entrecruzan las ciencias sociales y las humanidades.

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