Universidad, meritocracia y género

Fabio Vélez
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Para Marta Lamas, que me hizo todavía más feminista.

 

Vaya por delante mi verdad, mis cartas. Soy de la opinión de que el concepto de meritocracia tiene el firme propósito de armonizar un oxímoron de difícil concierto, a saber, el de democracia y capitalismo. Pero antes de tomar posición, hagamos un poco de historia.

Michael Young es conocido por haber acuñado el término “meritocracia” en The Rise of Meritocracy (1958) pero, a la vez, por haber alertado a sus lectores de los peligros y abusos que estaban por llegar. Llama poderosamente la atención, por lo tanto, que ya entonces –en el mismo nacimiento– Young aventurase un pronóstico no precisamente favorable. Según él, era evidente que la fórmula del éxito (Mérito = Talento + Esfuerzo) terminaría materializándose en una élite de dirigentes que, si bien rigurosamente seleccionados por tests de inteligencia y rendimientos académicos, desatendía aspectos estructurales lo suficientemente importantes como para ameritar un escrutinio pormenorizado.

Así dispuesta, nos precavía Young, la fórmula entrañaba debilidades y vacíos significativos. Por lo pronto y por ejemplo, no permitía explicar que el ascenso social de los estratos más desfavorecidos fuera sistemáticamente marginal, ni que el descenso de las clases más beneficiadas no pareciera tener lugar. Tampoco se hacía cargo, proseguía el autor, de un sistema educativo que, en vez de promover la movilidad social, estuviese antes al contrario amparando una reproducción de la desigualdad. La conclusión de Young no se hacía esperar: habríamos diseñado, dice él, una educación –tanto da pública o privada– notoriamente excluyente y, peor aún, afín a una ideología de claras reminiscencias sociodarwinistas: «Ahora que las personas son clasificadas en virtud de su habilidad, la distancia entre clases se ha incrementado inevitablemente. Las clases altas ya no vacilan ni se cuestionan su status. Hoy los elegidos dan por sentado que su éxito es la justa retribución a su capacidad, a sus genuinos esfuerzos (…) Hoy, la élite asume que los inferiores socialmente son de hecho inferiores». 

Lo que cabe rescatar de este cuadro distópico –que su generación, carente de ironía, no supo o no quiso ver– es el haber puesto de manifiesto tanto la parcialidad con la que se delimita el mérito, cuanto la complicidad del sistema educativo para reproducirlo y justificarlo. Y ello por tres motivos fundamentales. En primer lugar, porque la noción de inteligencia que criticaba Young –y que todavía opera en la mayoría de las escuelas– es harto restringida, como denodadamente y desde hace décadas vienen denunciando psicólogos y pedagogos (piensen, por poner un ejemplo, en las “inteligencias múltiples” de Gardner). En segundo, porque no está del todo claro qué parte de esa inteligencia o talento sea natural o cultivado. Y en tercer y último lugar, porque al no contemplar las escuelas –y, subsidiariamente, los Estados– estos sesgos y, consiguientemente, al no ponerles remedio alguno, estarían facultando una segregación tal que situaría precisamente en un segundo plano la variable verdaderamente imparcial para el éxito, a saber, el esfuerzo.

Este era el diagnóstico de Young décadas después, y arrepentido tras la desfigurada recepción de su libro, en un reciente artículo para The Guardian, titulado “Down with the meritocracy!” (2001): «Las habilidades de tipo convencional, que solían estar distribuidas entre clases de forma más o menos aleatoria, se han venido concentrado en una sola clase gracias a la maquinaria educativa (…) con una increíble batería de certificados y titulaciones a su disposición, el sistema educativo ha dictado la aprobación para una minoría (…) esta nueva clase tiene todos los medios a su alcance, y en gran parte bajo su control, por la que se reproduce a sí misma».

De cualquier modo, lo que podemos verificar, a día de hoy, es que la meritocracia habría servido como instrumento ideológico para explicar y legitimar las desigualdades sociales al no tomar debidamente en cuenta, si no directamente omitir, una previa igualdad de oportunidades necesaria para su correcto funcionamiento. Sobra decir que la “sociología de la educación” ha dedicado innumerables estudios al desmontaje de la falsa, por parcial, igualdad “formal” en la enseñanza. En este sentido, el auxilio de Los herederos (1964) de Bourdieu y Passeron podría proporcionarnos un sólido respaldo. El propósito de estos autores, en este estudio clave, no era otro que explicitar el peso incorregible que la familia ejercía en la transmisión de los diferentes tipos de capital, es decir, el económico, pero también y sobre todo el social y cultural. El asunto era complejo y delicado puesto que, al heredarse de manera discreta (al ser una herencia, digamos, invisible socialmente), discriminaban a la postre y sin levantar sospechas en perjuicio de los más desafortunados. Así se entiende que las desigualdades sociales terminaran traduciéndose en privilegios (no sólo económicos) que reaparecerían transmutados, como por arte de magia, en forma de méritos.

No por casualidad, el informe de Movilidad Social en México del 2013 del CEEY –informe que podría ser extrapolable, en mayor o menor medida, a toda América Latina– resulta sintomático a este respecto. De ahí sus reveladores resultados: 6 de cada 10 profesionistas tuvieron un padre o una madre que antes logró un título de licenciatura; ahora bien, si el progenitor estudió solo preparatoria, su hijo tendrá una posibilidad sobre tres de hacer una carrera. En contraste, si los padres solo cursaron estudios de primaria, su hijo contará únicamente con el 12% de probabilidad. O dicho con las palabras de Ricardo Raphael, extraídas de su libro Mirreynato. La otra desigualdad (2015): «mucho de lo que hacen los seres humanos ocurre primero por imitación: si en la casa donde se nació se valora el estudio, es altamente probable que los hijos sean estimulados para cursar una buena escolaridad».

 

 

Así pues, una meritocracia crítica y actualizada debería no solo cuestionar la naturalidad del talento, sino tomar debidamente en cuenta el peso invisible pero determinante que la “herencia” desempeña en el mismo. Y, con esto y con todo, no sería suficiente. Resultaría así mismo imperioso, como ha señalado recientemente R. Frank en su libro Success and Luck. Good Fortune and the Myth of Meritocracy (2016), visibilizar el escurridizo papel que juega la “suerte” en esta combinación de variables. ¿Cómo explicar si no que ante herencias y esfuerzos similares los resultados y méritos se desahoguen de manera dispar? O incluso: ¿cómo encajar que ante herencias y esfuerzos superiores las recompensan sean, a contrario sensu, menores? La suerte, “ese estar (o no) en el lugar adecuado y en el momento oportuno”, podría explicar estas excepciones y dotar de una mayor elasticidad a la fórmula meritocrática.

Si siguiéramos indagando, es muy probable que la formula requiriese todavía de un retoque, de una afinación ulterior. Pues, como ha puesto de relieve Pierre Bourdieu en La dominación masculina (1998), ciegos estaríamos si no advirtiéramos por nuestra parte que, a igualdad de condiciones y competencias, «las mujeres siempre ocupan unas posiciones menos favorecidas». Efectivamente no podemos negar, so pena de caer en el ridículo, males endémicos tales como el “techo de cristal” en las empresas, la brecha de salarios entre hombres y mujeres, o la mayor precariedad laboral que padecen estas últimas. Y eso pese a que, en continentes como el europeo (América va la zaga), las mujeres ya superan a los hombres en la matrícula de estudios superiores.

Como una sociedad justa, tal y como viene denunciando el feminismo, no puede tolerar que la diferencia sexual se traduzca en una desigualdad social, política y económica, deberíamos mostrarnos dispuestos a admitir que una fórmula meritocrática habría de velar también para que este hecho cultural no pasara inadvertido y acabara naturalizándose de manera inopinada. Tal vez, y a la espera de mejores sugerencias, la fórmula pudiera quedar más o menos así: Mérito = Herencia + Esfuerzo + Suerte ± Género.

A este respecto, no está de más conjeturar que el modelo, sobre todo en determinadas latitudes, sería susceptible de ser enriquecido con nuevas variables, esto es, con la llamada perspectiva “interseccional” (raza, etnia, belleza…). Pero esta es ya otra historia, que dejo como tarea a los lectores.

 

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