Contingencia y comunidad

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

En una entrevista a Jacques Derrida de 1994, este define a la democracia como una promesa; es decir, se trata de una forma abierta, la imposibilidad de su definición absoluta radica en que el cumplimiento de dicha promesa implicaría su cancelación. La democracia, por tanto, no puede fijarse en el presente ni «ser sometida a cálculo, ni ser objeto de un juicio del saber que lo determine». Esta suerte de aplazamiento constante es una de sus características más esenciales y, a pesar de la dificultad de determinarla concretamente, cabe analizar cuál es la naturaleza de lo que se promete y de dónde proviene dicha promesa.

La democracia presupone una cierta idea de comunidad, del ser compartido de las personas que deviene en su conjunto y a quien va dirigida la promesa.

En el cristianismo, una de las condiciones fundamentales para la constitución de la iglesia (en el sentido de comunidad) es, en primer lugar, la caída: Dios se hace hombre; y, en segundo término ⎯como corolario de esta encarnación y su consecuente carácter de vulnerabilidad en tanto cuerpo⎯ su muerte y resurrección.

La herida de lanza en el costado de Cristo es la huella del mundo que permanece aún en su forma resurrecta (en el Evangelio de Juan se relata como Jesús le pide a Tomás que toque su costado para convencerlo de su resurrección). Esta herida se convierte en el lugar de tránsito entre lo divino y lo terrenal: apertura hacia el mundo y, al mismo tiempo, la posibilidad de que el mundo se comunique con Él. A partir de entonces, la vida después de la muerte es la promesa definitiva para el cristiano.

La exposición de nuestros propios cuerpos al interior de la comunidad, esta herida que Judith Butler menciona en Vida precaria, determina nuestra apertura radical hacia los otros en tanto seres vulnerables pero, también, como lugar de contacto: «La herida ayuda a entender que hay otros afuera de quienes depende mi vida, gente que no conozco y que tal vez nunca conozca».

La estructura del cuerpo como posibilidad de partida para la constitución de la comunidad se repite: «…cada uno de nosotros se construye políticamente en virtud de la vulnerabilidad social de nuestros cuerpos ⎯como lugar de deseo y de vulnerabilidad física, como lugar público de afirmación y de exposición⎯». De esta forma, lo precario se revela como elemento esencial de nuestro ser en comunidad; un ser lábil e inconstante que se halla cercado por lo que está detrás de sí y lo que vendrá; un ser para o hacia otros inmerso en la multiplicidad.

El fascismo, por su lado, funciona bajo la estructura de una sociedad monocéfala (en términos de Bataille) que propende a la organización cerrada, a la integración en sí de todos los elementos de dicha sociedad y de los individuos; busca neutralizar la naturaleza de desintegración y regeneración natural del ser.

En este sentido, Bataille ⎯siguiendo a Nietzsche⎯  sitúa a la democracia como un estado intermedio en el que, ya sea que provenga del fascismo o de la negación absoluta (la revolución), busca equilibrar ambas fuerzas: aquella que tiende a divinizar en tanto sitúa a la vida más allá de sí misma o aquella que busca su total desintegración. La comunidad surge, por tanto, en medio de ambos extremos como tensión más que conciliación; de ahí su carácter precario y siempre transitorio (policéfalo), el peligro permanente de caer hacia cualquiera de los dos polos. «La única sociedad repleta de vida y de fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi o policéfala, que ofrece a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas».

Esta idea de precariedad se aplica a distintos niveles al interior de la democracia. No solo es condición previa de todos los sujetos, sino que es susceptible de ser agravada por el poder en tanto éste excluye a ciertos individuos (por varias razones) de este “paraguas” democrático. Esto nos recuerda a la idea de Benjamin de que el verdadero estado de excepción ocurre ya ahora y que nos hallamos inmersos en él.

Butler reafirma la idea de Bajtín para quien la vida solo puede ser entendida de forma dialógica: «En este diálogo, el hombre completo toma parte con toda su vida: con sus ojos, labios, manos, alma, espíritu, el cuerpo entero, los actos». Este carácter dinámico torna prácticamente imposible cualquier intento de definir no solo a la democracia sino también a quienes la conforman.  La literatura, entonces, revive la estructura acéfala de la existencia, pone en juego las distintas fuerzas que la gobiernan y les permite una salida en cualquier dirección hasta sus últimas consecuencias.

De vuelta del carácter dialógico de la literatura, cabe también resaltar la necesidad de leer el pasado, la historia, como un texto, como el diálogo de las tensiones del ser trasladadas a la dimensión política o el diálogo entre la promesa y los que la reciben.

¿Qué ocurre cuando las promesas han sido sucesivamente rotas, fallidas o directamente traicionadas? Quienes sufren tal realidad se hallan no solo en estado de precariedad, las sucesivas dinámicas de promesa y traición (con la estructura transaccional del voto de por medio) introducen al colectivo en un estado de indefensión aprendida como la definió el psicólogo estadounidense Martin Seligman. La conciencia de que mis actos no producen ningún resultado, de que mis decisiones no me otorgan ningún control sobre lo que ocurre y, es más, no ayudan a salir del trauma (el estado de excepción) nos sume en la pasividad.

Parecería ser que el estado natural de la comunidad que sobrevive en las condiciones antes mencionadas es el de la melancolía, entendida esta como el olvido de la imagen de lo perdido, la huella de la pérdida del otro que no comparece ante la conciencia. El individuo contemporáneo que es presa de la indefensión aprendida cae irremediablemente en la depresión; la ausencia de control de nuestras vidas a pesar de la facilidad de satisfacción de los distintos placeres subraya la falta de un horizonte ético hacia uno mismo y hacia los demás.

Si nos proponemos ir más lejos, cabe imaginar que ya ni siquiera elegimos. El marketing político se propone moldear de antemano nuestras expectativas, enseñarnos a desear, y calcula de esta manera aquello que se debe prometer para conseguir un resultado. Se trataría, entonces, de reemplazar a la promesa por algo similar al placebo, algo que deviene en cálculo o que responde a la hiperexigencia que nuestra época impone a todos del diseño de nuestro ser. La promesa también pasa a ser diseñada de acuerdo a lo que el marketing alcanza a vaticinar. No es extraño que en el mundo virtual sean los algoritmos los que leen nuestra actividad para ser capaces de predecir nuestro comportamiento.

La posibilidad de transformación, según Derrida en la entrevista arriba mencionada, sería “golpear” la realidad, el devenir de un acontecimiento que transforme las coordenadas del presente y, de acuerdo al modelo mesiánico de Benjamin, resignifique el pasado (los golpes y las promesas fallidos). La comunidad solo es viable en la medida en que se abandona a su desintegración transformadora.

 

 

Imagen: Arnaud Jaegers / Unsplash

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