Entre el horror y la democracia, la comunidad

Ruth Gordillo R.
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“El infinito del abandono”, “la comunidad de los que no tienen comunidad”.

Blanchot. La comunidad inconfesable

 

A Georges Bataille se le atribuye un texto breve titulado La unidad en llamas. Lo copio aquí para traer a la comunidad y dejar que ella hable; lo hago porque creo que en estas palabras, se determina aquello que se ha olvidado cuando se dice “democracia”; pero, sobre todo, porque en este olvido se cierra la posibilidad de constituirla; digamos que la unidad, supuesto de la democracia, se enciende y consume en los arrebatos de la masa informe que se reúne ‒como dice P. Lacoue-Labarthe en la Conferencia El horror occidental en torno al mito fundador, el mito de la verdad, verdad anterior a “toda demostración y a todo protocolo lógico”.

El primero de los dos párrafos que componen el texto de Bataille dice:

…un sentimiento de la unidad en comunión. Es el sentimiento que experimenta un grupo humano cuando se representa a sí mismo como una fuerza intacta y completa; surge y se exalta en las fiestas y en las asambleas: un profundo deseo de cohesión la eleva entonces sobre las oposiciones, los aislamientos, las rivalidades de la vida diaria y profana.

¿Cuál es la fuerza que propicia la unidad y dirige a los grupos humanos a la comunión? Para Bataille es el principio de la insuficiencia que determina a cada uno; principio que, en La comunidad inconfesable, Blanchot, define en la “impugnación” del yo, resultado de la exposición al otro. El acto desesperado y casi suicida que destina a cada uno en dirección de los otros, lleva consigo el deseo de comunidad; pero, ¿es posible elevarse sobre las pulsiones narcisistas que constituyen nuestros parajes íntimos y secretos? Parece que no, o que, al menos, cuando se consuma la reunión, en la fiesta o en la asamblea, solo se logra una suerte de simulación que da lugar al aparecimiento del “nosotros”, portadores de la verdad que se manifiesta en la unidad. “Nosotros”, los que hablamos la misma lengua, pensamos igual, decidimos en un solo sentido, adoramos al único dios, sabemos hacer, en fin, “nosotros”, verdad hecha carne, erigidos sobre los hombros de una masa ahora uniforme. De esta manera queda dispuesta una escena donde la voluntad del grupo legitimará todo acto y, donde los personajes surgen de cuerpos fantasmagóricos fundidos en el miedo al otro, miedo que termina por destruir la posibilidad de la comunidad.

¿Por qué esto es una simulación? ¿Qué es lo que se decanta de la cohesión del grupo? Sade da cuenta de todo ello, muestra cómo los lazos ‒que son el subjectum del tejido de cuerpos que constituye la masa uniforme‒, se tensionan entre las pulsiones que desbordan el deseo de cohesión y los límites definidos por ese mismo deseo; entonces la violación, la transgresión, el goce en el dolor del otro, hacen posible que el narcisismo reclame su lugar y aproveche la cercanía del otro para asegurarse y persistir. Hemos quedado en medio de una paradoja; lo que nos une destruye nuestra corporeidad y espiritualidad; el resultado, dirá Pierre Klossowski, ‒en uno de sus textos de la revista Acéphale‒ es un monstruo que comete “asesinatos orgiásticos”,  paroxismo de la masa cuya felicidad no consiste en el disfrute sino en la destrucción de los objetos [los otros] “destruyendo su presencia real”. La incapacidad de producir una comunión que consolide la felicidad como goce, sin la destrucción del otro, es el horror.

En este punto una pregunta se impone: ¿es posible la comunidad? La respuesta es no si la condición de la comunidad es el obrar juntos ‒ “nosotros obramos” en este o en este otro ámbito; sin embargo, como hemos visto, lo que se construye desde el “nosotros”, lleva consigo la fuerza de la pulsión que se manifiesta en la violencia contra el otro. El asunto, por tanto, debe llevarse a otra escena, esta vez definida en la deconstrucción del “nosotros” y en lo que ella efectúa, es decir, en el des-obrar. Blanchot reconoce en Bataille una transmutación de los medios y de los fines que se juegan en el deseo de cohesión; la comunidad se consigna a la muerte del prójimo y, en ese gesto, des-obra, se constituye en comunidad de seres mortales en tanto “asume la imposibilidad de su propia inmanencia, la imposibilidad de un ser comunitario como sujeto”. La deconstrucción se cumple en la medida de la desustancialización de este sujeto y de la ley que se funda para sostener la cohesión del grupo.

El segundo párrafo de La unidad en llamas se escucha así:

En el momento en que la muchedumbre se dirige hacia el lugar en donde se la reúne con el ruido inmenso de la marea ‒ “con un ruido de reino” ‒, se oyen por encima de ella voces resquebrajadas; no son los discursos que escucha los que la convierten en un milagro y lo que la hacen llorar secretamente, sino su propia espera. Porque no exige solamente pan, porque su avidez humana es tan clara, tan ilimitada, tan terrible como la de las llamas ‒exigiendo antes que nada que ella SURJA, que ella sea.

La clave de este segundo párrafo está en “antes que nada”. Aun cuando Bataille escribe con mayúsculas SURJA, nade dice del deseo de la muchedumbre si no se entiende qué deber ser “antes que nada”. El tiempo del surgimiento, ¿no es acaso chronos? La escena que se distribuye en él ¿no es la de la mímesis, de la re-presentación, de la simulación? Si es así, la espera ‒solo en tanto des-obrar‒, escande el tiempo y provoca la abertura por la que las llamas se alzan para reducir a cenizas “el apogeo de la civilización en crisis”, civilización que poco a poco desplaza el deseo de cohesión por el desarrollo de dispositivos de coerción sostenidos en la estructura de la democracia; la escritura de Bataille asesta un golpe final [que hace rodar la cabeza]: “Al sentimiento fuerte y doloroso de la unidad comunitaria sucede la conciencia de ser engañados por la impudicia administrativa, por los agentes policiales y de los cuarteles; también por los despliegues de suficiencia y estupidez individuales que son aterradores”; este es el rostro y la figura del horror que procura la historia de los estados democráticos; figura de horror por su pobreza, por la banalización de la finitud, por la precarización de las condiciones materiales de la existencia de los seres humanos y por la destrucción de la naturaleza que ya no resiste otra conquista.

Finalmente, ¿qué dice la muchedumbre en la espera? Veamos. “Que ella sea”, como en el acto creador de la voluntad divina, voluntad que ahora reside en el deseo de la comunidad, deseo de fundar un reino arrebatado a los dioses por la escritura de Bataille cuando decreta el des-orden de La conjuración sagrada, origen del Acéphale: “SOMOS FEROZMENTE RELIGIOSOS”, dice, y llama a la guerra. ‒ ¿Contra quién? El eco de la pregunta se suma al ruido de reino; por un momento formo parte de los que esperan y, podría decirse, que el lugar en el que aguanta la pregunta es la democracia; ella ofrece la seguridad de una ley que iguala y hermana; en la simpleza de su ofrecimiento reside la condición de posibilidad de la comunidad, es decir, de su propia posibilidad porque, la voluntad de comunidad es la condición de la democracia. En la paz que promete, cada uno guarda silencio, se inmoviliza, sostiene la mano del otro sin mirarlo, sin saber quién es; y, en ese instante, justo cuando “nosotros” nos disponemos a dormir y a soñar felices, la muerte reclama el reino y se presenta como única condición: “trascendencia finita”, dice Lacoue-Labarthe. De esta manera una transcendencia otra irrumpe en la inmanencia y en la sustancialidad del mundo y de la comunidad, es kairós, el acontecimiento por excelencia que Blanchot restituye en la comunidad de los amantes. Esta comunidad se constituye en todas las formas de relación hasta ahora negadas en el reino de la democracia; lo hace en la literatura, en la declaración de impotencia del pueblo, en la utopía, en la soledad de los sin comunidad, en el vacío de las piernas abiertas de Madame Edwarda, en el amor compartido de Tristán e Isolda, en fin, en la des-obra.

 

Imágenes
Unsplash: Slava BowmanDavide RagusaPujohn Das

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