Ciudades que viajan: turismo total y la ciudadanía contemporánea

Alejandro Gordillo
@AlejoMilmachets

 

La historia de las ciudades podría leerse como el corolario de la historia de la manera en que el ser humano empezó a habitar el mundo: desde los asentamientos provisionales que los nómadas abandonaban constantemente hasta los primeros poblados fruto del sedentarismo y de una organización social, económica y política más complejas que buscaban marcar un límite claro con el orden natural. En los mitos, las ciudades se fundan gracias a mandatos divinos o a la destrucción de bestias primordiales. En cualquier caso, la ciudad responde siempre a una idea que se proyecta en el futuro, a la utopía. En ella, el ser humano deposita el deber ser de lo que cree acerca de su identidad colectiva. Hay una tensión permanente entre lo que se sueña como ciudad y la realidad lograda, entre la ficción proyectada y lo material. Muchas veces, lo real deviene en distopía haciendo que sobre la ciudad se alternen ambas visiones, que coexistan y la constituyan.

En el comienzo de la filosofía, el “Libro X” de la República de Platón proscribe a los poetas por considerarlos una amenaza: su oficio -de carácter esencialmente imitativo- contravenía el interés platónico de fundar una ciudad con base en la división del trabajo y la uniformidad de sus habitantes. Existe una larga tradición de respuestas e interpretaciones a este gesto, la mayoría de las cuales lo rechazan porque ven en él al nacimiento del conflicto entre arte y poder. Podemos intuir que dicho conflicto no ocurría en las sociedades primitivas en las que el shamán y líder de la tribu debió de inventar la metáfora y el lenguaje poético para explicar a su gente el contenido de sus experiencias fruto de sus incursiones en el mundo espiritual.

Eugenio Trías, en su libro El artista y la ciudad, propone una lectura similar de este gesto desde el análisis de los conceptos de deseo y producción, es decir, desde “(…) el mundo anímico y subjetivo del erotismo y el mundo cívico y objetivo del trabajo”. Esta escisión entre alma y ciudad, eros y poiesis, en la que el artista (sujeto erótico y productivo a la vez) pierde su derecho de ciudadanía, provoca también que la ciudad se someta a la “nuda productividad”.

La política, entonces, falla en el ideal platónico de síntesis entre eros y poiesis; la ficción platónica excluye al espíritu creativo del cual ella misma proviene y proyecta un orden regido por la especialización y la división del trabajo. Habría que esperar al Renacimiento para que se diera una ciudad como Florencia que abrace la idea del artista como individuo en el que se sintetizan los mundos productivo y creador.

La sociedad actual impone, a través del espacio virtual, una suerte de anti-polis en la que se da igual espacio a la opinión de todos, pero sin que ésta (la opinión) se halle mediada por la razón sino por lo emotivo. De igual forma, rigen distintos principios de “ciudadanía”, pues la identificación de las personas se encuentra descentrada y está determinada por factores extremadamente particulares que atomizan a los colectivos según sus peculiares afinidades.

Otro factor importante a considerar es que en el espacio de estos nuevos sujetos virtuales (redes sociales), todos nos hallamos bajo la obligación del autodiseño, parafraseando a Boris Groys. Todos somos artistas en el universo digital, hemos devenido en sujetos eróticos y productores. Se ha operado, por tanto, una síntesis artificial entre arte y sociedad. Es como si en el espacio virtual, el alma hubiera encontrado al fin un lugar donde plasmarse, pero respondiendo esta vez a un ideal de belleza individual, atomizado a la vez que compartido: no ya ideal sino estereotípico.

En este contexto, poco importa el espacio físico, la ciudad en sí. Habitamos cada vez más tiempo lo virtual; nuestra alma, como hemos dicho antes, se proyecta sin cesar en esta dimensión. No hay ya principio de ciudadanía que rija de antemano; cada uno se autodefine y se rediseña constantemente. Esta obligación de diseño parece también haberse trasladado a las ciudades que, en esta lógica de tensión entre el proyecto utópico y la realidad, se encuentran en constante construcción y destrucción. La esencia del mundo moderno del capital destruye sucesivamente lo viejo, hace de la obsolescencia la dinámica de producción y consumo perpetuo que le permite sobrevivir y reproducirse.

Groys comenta en su texto La ciudad en la era de su reproductibilidad turística que si bien antes era el turista, en su versión moderna, quien viajaba para encontrar aquello que su lugar de origen no le podía ofrecer (dando lugar a toda una literatura de viajes que va desde Goethe, Stendhal, Flaubert, entre otros), hoy en día son las ciudades las que viajan para adaptarse a la mirada de quien las contempla, descartando “(…) la conclusión errónea de que las peculiaridades, identidades y diferencias culturales locales desaparecieron en el proceso de globalización. En realidad no desaparecieron, sino que salieron de viaje -ellas mismas-, y comenzaron a reproducir y expandirse a escala mundial”.

Las formas estéticas se desplazan de una ciudad a otra hasta lograr imponerse a escala global. La vanguardia ya no aspira a ser comprendida en la posteridad sino que viaja para ser entendida en otro espacio que le ofrezca una mejor recepción. “Hoy, los estilos arquitectónicos y artísticos consagrados, los prejuicios políticos, mitos religiosos y costumbres tradicionales ya no están para ser superados en nombre de lo universal, sino para ser reproducidos turísticamente y difundidos a escala mundial”.

El turismo total, como lo define Groys, funda una homogeneidad global sin universalidad. Del otro lado, sin embargo, lo distópico también se ha mostrado capaz de reproducirse en casi todos los lugares con acontecimientos como el terrorismo, devolviéndonos la idea de la fragilidad tanto del espacio de la ciudad como de sus habitantes. El icono de esta noción quizá sea la imagen de las Torres Gemelas colapsando al impacto de los aviones en Nueva York, la metrópolis global.

En la Antigüedad clásica, Troya había sido fundada gracias a la aparición del Paladio, una estatua de madera que representaba a Atenea y que se guardaba en su interior garantizando así su inexpugnabilidad. El momento decisivo de la caída de Troya corresponde a la misión encomendada a Diomedes y Odiseo de robar dicho Paladio para asegurar la victoria. Todo el destino de una ciudad se hallaba cifrado en este único objeto. Cabe preguntarse si en las ciudades actuales se da aún la presencia de un símbolo particular en el cual se aúne no sólo la identidad sino la existencia misma de todo este espacio; cuáles son los elementos que en este empuje de todo hacia el olvido -que no responde a la lógica natural del tiempo y nuestra forma de relacionarnos con él- sino que está determinado desde afuera por el vertiginoso juego de destrucción y regeneración del capitalismo, sobrevivirán a la utopía.

 

 

 

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