El camino del paseante

Fernando Albán
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Totalidad dilatada, difusa, movediza, llena de intersticios y de dehiscencias. La ciudad no se teoriza, pues ella yace profundamente perdida en los vericuetos de sus entrañas; yace zozobrante en medio de su esparcida intimidad, en la que se sume siempre que olvida que existe. La imagen que la ciudad entretiene, para resistir al trabajo de asimilación de la teoría, emula aquella otra que fascinaba a Benjamin y que, en Una Infancia Berlinesa, encontraba cuando sumergía su mano hasta el rincón más retirado del fondo del armario. Ahí yacían las medias amontonadas o formando hileras a la manera tradicional. Qué intenso placer le provocaba el tener en la mano la media del interior envuelta y recogida en la pequeña bolsa constituida por la media del exterior. Lo que Benjamin experimentaba en ese momento era como un ligero vértigo, provocado por una atracción hacia las profundidades. Súbitamente una media aparecía desde el interior de la otra, y esta última dejaba de ser la envoltura que acogía e invisibilizaba a la primera: «la forma y el contenido, la envoltura y lo envuelto, la media del interior y el bolso son una única y misma cosa» (Una Infancia Berlinesa).

Todo ruge en el fondo enmarañado de la ciudad, en su fondo siempre puesto al desnudo. Esquinas abandonadas, barrios de mala muerte en los cuales vagabundos merodean sin seguir un sentido prefijado. En otro lugar un perro yace aplastado en la vereda, mientras a su alrededor el viento eleva hacia el cielo una funda de supermercado abandonada. Calles sin salida, que extraviaron el camino, emulan la mirada que percibe aquello que la enceguece. Cada pisada roza una calle innominada, mientras la palabra, que dormita entre los labios, lleva consigo la promesa de todo lo vivido. Un ángulo reúne, como en un puño, calles por las que circulan historias disímiles que están a un paso de encontrarse. La ciudad es todo rugido, murmullo inextinguible. Sin embargo, «en esos recodos abandonados, todos los sonidos y las cosas guardan aún su silencio propio» (Benjamin, Paisajes Urbanos).

La ciudad estrangula al alba, pero se mantiene abierta en dirección de sus laberintos insondables, en dirección de sus flujos y reflujos. Trayectorias lanzadas hacia encuentros sincopados. Arterias que acogen todo el drenaje que se reanuda sin fin en aras del trabajo. El centro nervioso de la ciudad no remite a sí mismo, como tampoco a la compacta unidad de su funcionamiento. Por el contrario, se precipita en todas las direcciones y sentidos al mismo tiempo. El cuerpo de la ciudad se disemina en millones de cuerpos singulares, que son tragados y eyectados simultáneamente. Cuerpo fragmentado, heterogéneo, que propicia la abdicación de todo límite y vierte a los seres en el seno de una confusión orgiástica. Babel, Babilonia, Istanbul, Beirut, Singapur, Río.

Ya sea por agua o por aire, por sobre o por debajo de la tierra, la ciudad es, antes que nada, vibración, oscilación, circulación. Cualquier lugar remite a cualquier otro. El tejido o la madeja se expande, propagando la urbanidad por doquier, deportando la ciudadanía cada vez más fuera de sí. Mundos suburbanos: márgenes, marginalidad, afueras, cercanías, siempre difuminando la frontera. «Los suburbios constituyen el estado de sitio de la ciudad, el campo de batalla donde asola sin interrupción el gran combate decisivo entre la ciudad y el campo» (Paisajes Urbanos). La ciudad no es pura civilidad, puesto que también es desbroce, invasión, fiebre, fatiga, insomnio, contagio, codicia, enfurecimiento: miles de cuerpos yacen acurrucados sobre el asfalto.

Trazar una línea sin que subsista perspectiva alguna de encontrar un final. Esta imposibilidad torna evidente el hecho de que la ciudad es su propio fin inmanente. De ahí que un pasaje desemboque siempre sobre otro pasaje, así como las palabras y los actos, las operaciones y los intercambios están consagrados a reanudarse indefinidamente. La ciudad engulle el horizonte y, con ello, nadifica todos los impases, los callejones sin salida, convirtiéndose así en el trazado de sus propios confines. Entonces, la relación de la ciudad consigo misma da paso a la infinitización de los pasajes. En la metrópoli se precisa derivar de un lugar a otro, convirtiéndose en víctima de las emboscadas que la ciudad tiende a sus paseantes. La ciudad se despliega travestida, intrigante, huidiza; seduce al transeúnte para llevarlo a recorrer sus círculos, hasta el agotamiento de sus fuerzas. Encontrar su camino en la ciudad, señalaba Benjamin en Una Infancia Berlinesa, no significa gran cosa. Por el contrario, perderse en una gran ciudad, como solemos perdernos en el bosque, exige que se disponga de una gran educación.

 Cada salida es, simultáneamente, una entrada; la ciudad está atestada de porosidades, que abren trayectos de ida y vuelta. Por esos umbrales todo discurre en un ir y venir incesante, similar a los medios que carecen de fines. La urbe es un sinfín de transformaciones que no avanzan hacia ninguna completitud. De ahí que la urbanidad no se ajuste al modelo acabado de la ciudadanía. Precisamente, el ciudadano sustenta su condición en la autonomía y en la independencia. «La urbanidad es más sutil y delicada, más difícil y más opaca. En ese sentido, el ethos de la ciudad no es un ethos político. Es más o menos que eso, es de una especie diferente, más refinada y menos policial, más despreocupada y menos policial» (Jean-Luc Nancy, La ciudad a lo lejos).

La ciudad es mucho más que una plaza pública; es opacidad, intersticios, recovecos, umbrales interminables, contigüidad de incompatibles. De ahí su susceptibilidad a mirarse en uno cualquiera de sus innumerables espectros, que han sido consignados en novelas o poemas:

Todos los días se matan en New York
cuatro millones de patos,
cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos,
que dejan los cielos hechos añicos.

Más vale sollozar afilando la navaja
o asesinar a los perros
en las alucinantes cacerías,
que resistir en la madrugada
los interminables trenes de leche,
los interminables trenes de sangre
y los trenes de rosas maniatadas
por los comerciantes de perfumes.

(García Lorca, Poeta en Nueva York).

 

 

El habitante de la ciudad es el transeúnte, que se desplaza con paso distraído, parsimonioso, despreocupado, errante. Mundo transeúnte abierto a la posibilidad del encuentro, expuesto a la vecindad con lo desconocido, con lo insólito: «Plaza de la Concordia: el Obelisco. Aquello que en él fue grabado hace cuatro mil años se erige el día de hoy en el centro de la más grande de las plazas. De haberlo predicho, ¡qué triunfo para el faraón! La primera civilización occidental llevará un día, en su centro, el monumento conmemorativo de su reino. ¿A qué se parece esta apoteosis? No hay un solo hombre, sobre diez mil, que pasan por aquí y que no se detenga; no hay uno sobre diez mil que al detenerse no lea la inscripción. Es así que toda gloria depende de lo que fue prometido y ningún oráculo no le iguala en astucia. Puesto que el hombre inmortal está ahí como este obelisco: él regula una circulación espiritual recubierta por el ruido, y la inscripción que lleva no es útil para nadie» (Benjamin, Calle en sentido único).

La ciudad no se teoriza, dado que ninguna vista de conjunto puede aprehenderla en su totalidad. Esta imposibilidad no corre a cuenta de una insuficiencia inherente a la mirada, procede, más bien, de la extralimitación propia de la ciudad, que la lleva a buscarse en su «extroversión interna» o en la «extimidad de su intimidad». Nunca dada, siempre en camino. Deconstruyéndose para construirse; siempre en obra, des-obrada; expuesta y oculta; aérea y subterránea. La ciudad se rehúsa a ser un objeto puesto, dispuesto para la captura óptico-teorética de un sujeto. Es así que múltiples ciudades cohabitan en la ciudad, unas dispuestas en un ordenamiento vertical, otras en uno horizontal. Las primeras han sido recubiertas por el olvido, las otras coexisten sin confundirse, siguiendo un trazado que las anuda y desanuda. La ciudad es el ensamble o la puesta en conjunto de una irreductible disparidad. De ahí que en su superficie misma confluyan, sin con-fundirse, edificaciones, ritmos, gestos provenientes de diferentes épocas; entrelazados y, sin embargo, en tensión permanente, tocándose al infinito.

La ciudad, afirma Nancy en La ciudad a lo lejos, es el artista del vivir-juntos, pero esta cualidad solo le es inherente en la medida en que, desde el comienzo, la urbe se asienta sobre el desarraigo. De ahí que la ciudad deba ser inventada a perpetuidad, pues el vivir-juntos no es una condición dada, es apertura a los posibles. Por esta razón, la invención urbana se halla en las antípodas del campo, de la tierra, de las raíces, de los rebaños; es «brote sin raíz», en el cual la frágil atadura al suelo deviene en deseo de elevación. Precisamente, el «rostro turbado» de la ciudad es el reflejo de una «identidad desconcertada» ante la evanescencia de las raíces o, lo que es lo mismo, ante la ausencia de finalidad. Entonces, el arte o la técnica urbanos provienen de la necesidad de acoger esta ausencia y la infinidad que de ella emana. En Calle en sentido único Benjamin destacaba que la dominación de la ruta determina el sentido fundamental de toda técnica. Justamente, en el marco de la ciudad la técnica encuentra el sentido que le es propio: la exposición a la naturaleza interminable de la ruta, de las vías, de los pasajes. Por consiguiente, al ser la ciudad un universo en dilatación, la técnica o el arte de la invención urbana devienen en la experiencia aporética de lo inacabado, de lo fragmentado. En suma, la ciudad no se teoriza, pues la extralimitación a la que está sujeta imposibilita que se ofrezca a la mirada bajo la forma del paisaje.

El transeúnte es aquel en quien se cristaliza de mejor manera el arte que es —o que pone en juego— la ciudad. Precisamente, en el callejeo se anudan las distancias, mientras que las proximidades sueltan el sutil aroma que las vuelve lejanas. A cada paso de la multitud transeúnte el acercamiento «transporta siempre más lejos el distanciamiento». De ahí que en el callejeo la libertad deambule a lo largo de vías que no han sido adscritas a un destino prefijado. Una intensa sed de infinito se apodera del paseante, que, mientras camina, percibe en el instante mismo todo lo que le sale al paso, sin dejar de ser presa de un vago presentimiento. Un murmullo arcaico sopla sus oídos, como signo de complicidad con aquellas calles en las cuales supo perder su camino.

Todo el arte urbano radica en «su infinito sentido de encuentro». Pero la puesta en juego del encuentro precisa que el paso del transeúnte no sea interrumpido; es decir, inmovilizado, condicionado, direccionado, teledirigido. ¿Queda aún lugar para que el transeúnte de veredas, de pasajes, de intersticios pueda extraviarse en el laberinto de las calles? ¿Queda aún lugar en la ciudad para el despliegue o la proliferación de un sentido errante, que ha sabido perder su camino o «perder el sentido de su errar»? La ciudad y, sobre todo, las viejas ciudades, afirma Agamben, son lugares cubiertos de signos, de firmas, de cifras, de monogramas que el tiempo ha depositado sobre las cosas. El paseante recoge distraídamente las innúmeras inscripciones en el transcurso de sus derivas. Pero operaciones de restauración que tienden a uniformizar las ciudades han borrado o han vuelto ilegibles los signos o los trazos que configuran «el espectro o la magia del lugar».

Para que el sentido errante tenga lugar no se requiere de la asignación o del acondicionamiento de un lugar; se precisa, por el contrario, que la deambulación deserte de los caminos insidiosamente construidos con el propósito de orientar el paso, de asignar un curso a la circulación del sentido. En cada callejeo, deambulación o paseo la ciudad se inventa una vez más, pues solo entonces concierta una cita con la libertad.

 

 

 

2 Replies to “El camino del paseante”

  1. De acuerdo, no se puede teorizar la ciudad, en el momento del esbozo inicial de su descripción, la Ciudad ya ha mutado. La reinvención de la Ciudad es un ejercicio iterativo e interactivo, y esa mutación no es simplemente objetiva (calles, puentes, arcos), es también subjetiva y en el caos de esa subjetividad se reconstruye. Es en el calor de lo no lineal (avenidas, direcciones exactas, diseños ‘perfectos’) que el paseante toma o no la posibilidad de la reflexión en cuanto a lo urbano y lo periférico. Sí, hay que perderse para encontrarse.

    Recomiendo la lectura de esta crítica de Fernando Carrillo al estudio de Juan Gelpí denominado “Ejercer la ciudad en el México moderno”:
    https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/50a8b45d-8320-47f9-9108-512fa86b0da0/ejercer-la-ciudad-en-el-mexico-moderno-de-juan-gelpi

  2. La ciudad es el espacio construido; el escenario donde se realiza el dominio del hombre sobre el entorno. La ciudad es control. El concreto y el asfalto conformado a la medida del hombre, de sus necesidades, urgencias y paciencias.

    La ciudad calma, pues afirma la ilusión de que las cosas tienen sentido, que hay vías de ida y vuelta. Orienta. Ampara. Contiene.

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