Recreación de la melancolía

Carlos Reyes

 

The very name of love is odious to chaster ears

 

En su disección de las circunstancias que provocan la melancolía, Robert Burton predica que aquella es una consecuencia del ocio, y una de sus curas posibles es la ocupación. El propio autor dedica su vida a escribir sobre la melancolía para no caer en ella (“I write of melancholy, by being busy to avoid melancholy”). El amor mantiene una relación particular con la melancolía. La escasez o el exceso de amor también pueden provocarla. Pero, además, el amor –quizá como una de sus variedades– es capaz de inspirar la construcción de mundos: Amor mundum fecit. De allí que la creación, y aún más la recreación de ciudades como escenario de la pasión amorosa, aspiren siempre al esplendor.

Reproducciones cinematográficas de plazas, calles, manzanas y ciudades históricas han buscado repetir la pasión que impulsó a sus creadores: “el rey y el emperador construyen ciudades en lugar de poemas” se anota en The Anatomy of Melancholy. Como en la carrera de cuadrigas de Ben-Hur, donde furiosos caballos galopan y baten la arena de un escenario asombroso que reinterpreta un circo romano. Un curioso contador de vueltas, tipo ábaco con figuras de delfines, indica el avance de la competición. A pocos metros de terminar la carrera, Messala (Stephen Boyd) pierde el control de su carro, cae a la pista y los cascos de los caballos lo destrozan fatalmente. El público ciudadano reunido en el grandioso anfiteatro vitorea a Judah Ben-Hur (Charlton Heston).

Atmósferas memorables también de recreación urbana fueron construidas para evocar a Egipto y Roma en la película Cleopatra (1963). Los sets se diseñaron y edificaron para revivir el deseo y el conflicto de sus personajes (la reina de Egipto y Marco Antonio, Taylor y Burton). El diseñador de aquella producción, John DeCuir, era conocido como el “constructor de ciudades” de aquel sistema de estudios. Algunas ciudades ficticias también han sido objeto de interpretaciones audiovisuales que aspiran al esplendor. Por mencionar una loable: la Ciudad Gótica de Batman (1989) se presenta como un ambiente propicio para explicar la obsesión de su protagonista. Dicha obsesión consiste en defenderla, sin descanso, como un lugar ético hostigado por villanos. La neblina nocturna persistente, la claustrofobia de sus callejones y la disposición arquitectónica de Ciudad Gótica inducen invariablemente al misterio y a la  melancolía. Por escasez de luz y apatía. En Ciudad Gótica los ciudadanos necesitan ser protegidos de un mal disparatado (el Guasón), que choca con sus naturalezas y rutinas. El coraje del hombre murciélago –en esa película y más aún en las siguientes entregas que exploran sus motivos– llega al sacrificio. Entre Batman y buena parte de los habitantes de la ciudad se intuye un pacto oscuro que, como el amor entre extraños, exige siempre renovarse, repetirse, confirmarse.

Lewis Mumford se refiere al sexo al aire libre en el mundo medieval cuestionando que “la pasión erótica era más atractiva en el jardín y en la madera –a pesar de rastrojos, tallos espinosos o insectos– que en la casa, en un colchón cuya paja vieja o caída nunca estaba completamente libre de humedad mohosa”. Si la apertura y soledad del espacio premoderno eran más confortables que la intimidad del hogar, y permitían el disfrute corporal gracias al divertido anonimato del campo abierto, la ciudad moderna aparecerá con sus propias soluciones al respecto de esa necesidad vital.

A la nueva ciudad, incluso antes de haber sido iluminada por las noches con lámparas de aceite y gas, “su propia grandeza la convierte en un admirable lugar de escondite (…) la relación que podría perturbar a una familia de provincia puede ser consumada con un mínimo de exposición. Un hombre y una mujer corren menos peligro por el cotilleo yendo a la cama de un hotel metropolitano que si simplemente cenasen juntos en el restaurante de un pueblo pequeño. De hecho, la ventaja de la metrópolis como lugar de escondite –una ventaja que los amantes ilícitos comparten con los transgresores más violentos de la ley y la convención– no es la menor de sus atracciones para los visitantes que pululan desde otras partes del país” (The Culture of Cities).

En la ciudad moderna los amantes curan su melancolía –según Burton “la mejor y última cura para la melancolía amorosa es dejarles cumplir su deseo”– recurriendo a varias formas citadinas de paraje. En lugar del anonimato campestre sus encuentros se satisfacen en el arquitectónico: dispersos entre la multitud coinciden en descansos, accesos, pasajes, recovecos, recodos, pasadizos, túneles, zaguanes, rellanos y pasos habilitados por el diseño. En los resquicios de la ciudad la mirada rehúye el descaro de quienes se tocan.

En la ciudad contemporánea la arquitectura aún pugna por superar lo netamente urbano, por sustraerse de aquello. El  extraño interés del urbanista posmoderno por vaciar de todo goce corporal auténtico a la ciudad actual –no se diga espiritual– se encuentra expresado de manera elocuente en la Carta de Atenas (1933-1942) de Le Corbusier y Sert. El manifiesto desborda urbanismo y desconoce a Eros. Lo urbano se conforma con solucionar los dilemas y tensiones del hábitat, del uso del espacio, entregando su decisión a la autoridad.

De manera quizá ingenua –o intencional– los autores de la carta sostienen que “en adelante la ciudad se construirá con toda la seguridad, dejándose, dentro de los límites de las reglas fijadas por ese estatuto (de uso de suelo), libertad completa a la iniciativa particular y a la imaginación del artista”.  El burócrata, luego de gobernar el suelo también ha sabido o intentado prescribir la arquitectura de la ciudad y encandilar al artista. ¿Fueron el horror e incertidumbre de las dos guerras mundiales las razones para reservar aún más el orden urbano al control absoluto del Estado?

En televisión dos programas recientes han recreado soberbiamente a la Nueva York de principios del siglo XX, no tanto por lo que la ciudad mostraba en esa época, sino por lo que prometía llegar a ser. Las producciones de The Knick y The Alienist reconstruyeron una ciudad propia para sus personajes y colocaron en ella sus historias, inseparables entre sí.

The Knick está inspirada en la vida de un médico residente en el Hospital Knickerbocker, en Harlem, y sus calles colmadas de inmigrantes irlandeses, italianos, rusos. El doctor Thackery (Clive Owen – Closer, Sin City) es un cirujano hábil con el bisturí, pero descontrolado en el consumo de drogas. Su rutina es estable hasta que conoce a Lucy Elkins (Eve Hewson – The 27 Club, Bridge of Spies). El antihéroe que juega químicamente consigo mismo, y no logra adivinar la psicología de una enfermera irlandesa, se extravía en una ciudad de carruajes, caballos, bicicletas, protestas y fumaderos de opio, detallada en sus calles, reimaginada en sus instituciones sanitarias. La ciudad de Thackery es el espacio donde se desmorona una frágil historia farmacológica de atracción y dependencia. Y quizá también de amor ya satisfecho.

The Alienist se sitúa en la misma ciudad y su juego se produce en el campo sicológico. El doctor Laszlo Kreizler (Daniel Brühl – Good Bye Lenin!, Inglourious Basterds) es un contemporáneo de Freud. A Kreizler le intrigan las conductas psicopáticas y se involucra en una investigación que pronto desemboca en un asunto policial. Lo que hace tambalear la habitual actitud indiferente del “alienista” Kreizler es la secretaria Sara Howard (Dakota Fanning – I am Sam, The Runaways). El analista se ve reconocido en la conducta distante de Sara y le halaga sobremanera que haya estudiado sus trabajos académicos. Nueva York resurge entera y viva en sus calles húmedas, con fango, fachadas de ladrillo visto, salones de baile, orfanatos y siquiátricos. El alienista y la secretaria no son cuerpos sino mentes que se buscan.

Que la melancolía se deba tanto a una falta o exceso de afecto, de amor, y que dicho sentimiento también modele ciudades, sugiere que hay urbes hechas con sus dos variaciones. Quizá incluso ambas en una sola ciudad. Berlin puede haber sido el caso más visible de esa situación. En la década del 90 todavía se apreciaba claramente el contraste entre una “ciudad” mal remendada por burócratas, lúgubre por privilegiar su amor al partido y a su ideología; y otra “ciudad” que tuvo la oportunidad de transformarse con alguna flexiblidad, cierto albedrío y más trazas de democracia liberal. En aquel momento una ciudad era todavía inequívocamente gris, y su vecina iluminada, reverdecida, visiblemente cuidada. A propósito de ese Berlin, vale la pena dedicarle tiempo a Counterpart, cuya premisa es que en 1989 el mundo y su historia se dividieron en dos, y en la ciudad se abrió un portal de acceso espacio temporal que los comunica de forma secreta.

Una vez construidas todas las ciudades (¿queda alguna por construir o incontables por recrear?) es el creativo el que cumple la tarea de rehacer otras en su interior. La ciudad es al mismo tiempo espacio y motivo para interpretar el mundo (en películas, tv) y proponer narrativas, cumplir deseos y concretar encuentros. La ciudad contemporánea, a pesar de que la política pretenda ajustarla hasta la melancolía del desafecto, es aún el lugar de imaginación y recreación de sitios extraordinarios y momentos históricos o ficticios.

Porque en contraposición el burócrata aspira a reglamentar completamente la ciudad bajo el esquema del urbanismo. El funcionario y el político ofrecen la invención, la renovación o la salvación de la ciudad. El sueño termina en el parque tecnológico y la ciudad del conocimiento que rápidamente caducan; el complejo habitacional y sus soluciones insuficientes; o la villa olímpica que en poco tiempo acaba desvencijada y arruinada. La ciudad enferma de melancolía en el delirio del funcionario.

Esos artificios, más característicos de regímenes dedicados a regularlo todo –entre el suelo y el cielo, de la cuna a la tumba– han hecho siempre visible su negligencia. Empezando por la organización arbitraria del territorio, que pronto pasa a ser ocupado por edificios públicos aparatosos, fachadas inexpresivas y monumentos exaltados. Así, fenómenos como, por ejemplo, el bloque habitacional con su limitación estética y psicológica, y su delirio funcionalista, acaban siendo solo una ligera variación del manifiesto ateniense de Le Corbusier. El urbanista suizo y su grupo pregonaron la democratización de la luz, de la vegetación, del espacio y la belleza. El bloque es su forma acabada.

Sin embargo, cabe también asumir que la melancolía urbana que logra el burócrata es diferente a la de otras ciudades, edificadas y repetidas lentamente, por siglos, sobre sí mismas. Otras ciudades, igualmente melancólicas, que conservan sitios de reflexión, meditación, coincidencias y goce. Parajes de ciudad. De aquellas hay muchas por explorar y evidentemente tiempo insuficiente para lograrlo. En cuanto a las otras, quizá solo sean el resultado de una forma temporal de melancolía incurable: la de quienes prometen lugares que jamás emergerán.

 

 

 

 

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