Dios mediante

Marlene Aguirre

 

Reflexionar sobre la fe lleva en primera instancia a preguntarse por su relación con el saber y, ¿por qué no?, con lo que propondré como la voluntad de no saber. Y si eso fuere admisible, ¿cuáles serían sus argumentos?

Por cualquier vía que investigamos los orígenes de la humanidad encontramos que la racionalidad y la creencia se inician juntas, y aunque se diversifiquen sus caminos, habrá de verificarse si realmente llegan a hacer una ruptura radical. Sea que analicemos los mitos o las creencias infantiles, como nos enseña Sigmund Freud, lo que constatamos es que las creencias que se afirman en las creaciones imaginarias, no son sino formas de respuesta a las preguntas más tempranas y básicas sobre la existencia humana. Es decir que oponer razón y creencia, no es el mejor punto de partida.

Las preguntas que se hizo y se hace el ser humano son efecto del descubrimiento de su no saber, con el que constata su desvalimiento, vinculado tanto a su ignorancia como a la inminencia de las fuerzas naturales que convierten su desamparo en sentimiento de terror. Su inteligencia pone a funcionar su imaginación, tiene que suponer el saber en alguien, en alguna parte fuera de él y ese ser supuesto, gracias al saber, tendrá poder. Se instala, como lo dice Mijolla-Mellor, “la necesidad de creer”, con manifestaciones tan variadas que pueden llegar a lo patológico como sucede con la convicción delirante.

La religiosidad encuentra allí sus raíces, en el momento en que el hombre fabrica sus dioses, así en plural, y con ellos representa sus deseos y sus miedos. De dioses innumerables a un dios único surge el monoteísmo, muy significativo en el desenvolvimiento de la condición humana, tanto en el campo de lo particular como de lo universal.

El psicoanálisis hace su teoría a partir del discurso de los pacientes y los pacientes hacen el suyo en el intercambio con los otros. Freud, cercano a concluir sus largos años de construcción teórica, dedicó sus textos a la religiosidad y el malestar en la cultura. Así como el niño en su desamparo se apoya en el padre, y lo ama a la vez que lo teme, el hombre primero y primario recurre a las representaciones religiosas y las inviste de características que les otorguen un orden sobre lo natural, es decir, las convierte en seres divinos y sagrados. Los sentimientos humanos hacia ellos serán de amor, miedo y obediencia. Totemismo y deísmo tendrán una vecindad muy próxima.

Una referencia temprana al monoteísmo la encontramos en la primera revolución religiosa egipcia de Akhenatón, el faraón que por decreto eliminó 2000 dioses existentes antes de su gobierno e instituyó al Sol como único dios. Así accedió al establecimiento de nuevas leyes. El psicoanálisis, de Freud a Lacan, en esta vía del monoteísmo, particularmente el judeocristiano, traza un eje decisivo que considera válidamente sublimatorio y simbólico. Se trata de un Dios único, con mayúscula, que conjuga la presencia invisible, la función del Nombre-del-Padre, de la fe y de la ley, estructurantes todas y cada una, de la dimensión subjetiva del ser hablante.

En el camino de estas reflexiones hay que distinguir el Dios de los filósofos ―el de las pruebas y demostraciones propias de su campo especulativo― y el Dios del afecto, el Dios de los diez mandamientos del que surge la religión y que es el que le interesa al psicoanálisis. El afecto en cuestión, el más verdadero, el que no miente, no es otro que la angustia, el mismo que el psicoanalista descubre en su práctica, lugar desde el que se autoriza a opinar.

Si bien Lacan se empeña en aclarar que no es filósofo, porque no lo es, es un lector profundo de los filósofos, de los que extrae todo aquello que le merece lectura detenida, a ser transformada para el psicoanálisis: su pregunta por la verdad, el saber y el sujeto. En estos entrecruzamientos se reconocerán los apuntes que Lacan toma de Descartes y Hegel para ubicar los antecedentes del inconsciente freudiano, y el cambio de lugar que sufre la verdad que no se manifiesta sino condenada al mediodecir.

El Cogito cartesiano resulta un giro histórico respecto de esta pregunta, dada la implicación del sujeto que la hace. Descartes dirige la pregunta hacia sí mismo y si bien mantiene a Dios como respaldo, rescata y resalta la dimensión humana del pienso. La clínica freudiana descubre que ese pienso está fracturado entre consciente e inconsciente, efecto de la disyunción radical entre verdad y saber.

Cuando Lacan aclara que el Otro que él introduce no es el Dios de los cristianos, se refiere a que no hay Otro del Otro, es decir que no hay lo absoluto y establece el anudamiento estructural de las tres dimensiones del psiquismo: lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. El Otro es el lenguaje con sus leyes, sus manifestaciones y derivaciones. Es el campo que está ya constituido cuando el animal hablante se inserta en él, en una relación de ignorancia, y con preguntas que tarde o temprano confirma que no tienen respuestas para todo y para todos, y que a cada uno le corresponde construir las suyas. Condición propia de la responsabilidad del sujeto respecto de su existencia.

Es decir, que el sujeto es llamado a pensar y en el ejercicio de su pensamiento se reconoce dividido. Su saber es más bien inconsciente, y los conocimientos conscientes que se atribuye, están inundados de representaciones y creencias que amortiguan el lado oscuro de su ser. Ese lado que gobierna desde la oscuridad está hecho del material que ha sido reprimido por diversas razones. Entre las primordiales está el conflicto entre las pulsiones vitales y las restricciones culturales: no puedes matar, no puedes abusar del otro porque se te antoja. En estas restricciones toma su lugar la educación, y con ella, históricamente engarzada como dominante, la enseñanza religiosa, tan arraigada, como se comprueba en la dificultad de su erradicación.

Sigmund Freud es contundente en esta afirmación: la religión prohíbe pensar. La religión exige creencia porque sabe de la fragilidad de sus argumentos. Los declara misterios y dogmas, establece un credo con el que subordina la razón a la fe. La representación humanizada de una Providencia divina, todopoderosa y bondadosa, está hecha en proporción a la angustia generada por el sentimiento de pérdida y desvalimiento, tanto como a la ingenuidad de pensamiento. Sirva de buena referencia la fábula del Paraíso perdido.

La religión es una ilusión fruto de los deseos humanos de salvación, tabla de rescate para la angustia. Freud ―hace cien años― hacía votos, poco convencidos, porque la cultura del futuro logre un triunfo del intelecto sobre la creencia. Ahora podemos decir que sus anhelos son otra ilusión. Lacan, más convencido, dirá que la religión triunfará. ¿Hay diferencia entre las dos expectativas?

La introducción del psicoanálisis en el campo de las ciencias del hombre, tanto como discurso y práctica clínica y por lo tanto como investigación constante, puso en evidencia verdades vinculadas con el sufrimiento humano, de las cuales se prefiere no saber, al menos en la gran mayoría de la humanidad. La existencia humana siempre será una lucha entre las exigencias pulsionales de cada sujeto y las normativas que la organización social exige para una convivencia posible. Lo que no es aceptado por ese orden social se reprime, se transgrede, o se transforma en otra realidad construida a base de delirios o alucinaciones. No hay otros caminos.

En los intentos de negociación el sujeto busca evitar la angustia, o trasladarla a los otros. ¿Quién soy? ¿Cuál es la razón de existir? ¿Qué quiere de mí el gran Otro? Angustia tanto frente a la vida como a la muerte. Lo más sencillo, aunque puede ser una dolorosa frustración, es admitir que ese Otro es nadie, que no es sino una estructura de lenguaje incompleta, a “él” también le faltan palabras y explicaciones. Esa aceptación, a través de la renuncia al sueño loco de ser semejantes a los dioses, lleva a considerar nuestra propia contingencia. No hay la vida eterna ni la otra vida. La que vivimos es esta de la Psicopatología de la vida cotidiana, en la que tenemos que vérnoslas con nuestros propios síntomas, es decir, ser parte del intercambio social entre neuróticos, psicóticos, perversos y cualquier otro matiz que cada nueva generación trae consigo. No hay pecado, sino estas expresiones más o menos variadas de enfermedad o locura, según se las quiera entender, unas más explícitas que otras, que arman sus propios cielos e infiernos.

Es con esto que la religiosidad juega sus cartas y podemos explicarnos por qué sus representaciones siempre constituyeron el patrimonio cultural más preciado. La religión está atenta a todos los sufrimientos y carencias para pacificarlos. Ofrece curación y consuelo. No hay imposible para la voluntad de Dios. Y hay toda una estructura discursiva que sostiene y se sostiene de la fe en Dios con sus mandamientos, sus prohibiciones, la culpa y los rituales que la acompañan. Por algo Freud la compara con la neurosis obsesiva. El ser humano, asustado, paga su tranquilidad con la creencia de que hay un Otro que lo puede todo y que se hace cargo de sus preguntas, investido como está del poder misterioso y enigmático de lo sagrado.

La ley puesta en manos de Dios ha sido un ordenador social incuestionable, pero su administración en manos de los hombres ha contribuido a su degradación. Las fuerzas pulsionales no son ajenas a los representantes de Dios o de los dioses en la tierra; y si entre los humanos hay los que no tienen elementos para pensar o prefieren no hacerlo, también hay los que están atentos a esas fallas para ofrecerse como salvadores. Los primeros son los que fácilmente adhieren y forman parte de las masas, y los segundos se constituyen en los poderosos. Los gobernantes, o los que aspiran a serlo gustan involucrar en sus arengas las creencias religiosas. Los líderes religiosos se asocian fácilmente a los gobiernos imperantes.

Es cierto que Dios, el del monoteísmo sobre todo occidental, ha sido sacudido de sus altares por los pensadores modernos y pareciera que la fe está en retirada como reclaman los padres de la iglesia. Pero pareciera más bien que se trata de una degradación: estaríamos de vuelta a la multiplicidad de religiones que surgen numerosas en torno a mentes delirantes que hacen ofertas infinitas de sanación, acordes al lamento y al dolor social del momento. Es lo que habrá tenido en mente Lacan cuando en los años 70 le preguntaron sobre la fe y respondió que la fe es una feria, que son tantas las fes, que se nos meten hasta en los rincones.

Degradación de las religiones en sectas o cultos cuyas dinámicas perversas de agrupamiento y adhesión, bien pueden considerarse como el síntoma actual de momentos culturales desestabilizados en la confusión de valores, de sexos, de géneros, de diferencias y todo referente lógico. Los dioses lejanos ahora son ofrecidos como encarnados en los líderes autócratas, en los “gurús” promotores de fanatismos, que saben aprovechar en beneficio propio la tan frágil necesidad de creer.

El psicoanálisis como práctica clínica, inscribe sus orígenes en la medicina y a partir de allí se involucra en el campo de la salud y enfermedad. Sin embargo, cuando su hallazgo del inconsciente le mostró que lo que el enfermo denuncia es su necesidad de hablar de la verdad de su síntoma, la dirección de la cura en sus manos, cambió de sentido. Si de algo busca curar es de la tontería, del encubrimiento, de la ingenuidad y la inocencia, conduciendo el discurso del sujeto hacia la verdad de su decir. Y, paradójicamente también hace uso de la fe ―como el médico o el cura― pero para desmontarla.

La fe como estrategia de curación en la religión tiene otras consecuencias.

En nuestros países cristianos, o más bien cristianizados por la gracia de la colonización, se ha descuidado analizar el destino cultural y político que tomó la religiosidad. Cobró privilegio la fe, en detrimento del valor de la palabra y de la ley. El efecto es vivo en el ejercicio de la ética y la moral que ceden su lugar a la repetición del patronazgo y la servidumbre.

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