El dispositivo de la fe

Álvaro Carrión
[email protected]

 

La fe califica la cerrada cesión de la voluntad a un sistema de ideas, a la admisión de aquello que dice una autoridad o una institución. En definitiva, la credulidad en un otro, sin ningún género de oposición. Precepto que tiene mucho de exceso, y que aparece reflejado en unas conductas que se allanan a lo canónicamente aceptado. Pico della Mirandola propone que “la fe consiste en creer en las cosas que son imposibles”. Parece, por lo visto, haber algo que liga a la fe con la creencia en fenómenos que subvierten las leyes de la naturaleza, como los milagros y la revelación ¿Es esto lo que lleva a situar a Descartes como el primer filósofo de la modernidad?, ¿es la exigencia de la duda metódica, la que lo ubica como el iniciador de un nuevo momento de la historia?

Modernidad o no modernidad, la fe parece gozar de un lugar que la hace inexpugnable frente a los embates de la razón y la evidencia de un mundo cada vez más complejo, vertiginoso, comunicado y dependiente de la tecnología. Tal vez el movimiento de cambio sea tal, que la necesidad de algo que perdure de manera absoluta se busca de forma obstinada, para detener la vorágine del tiempo. A la par que lo que se desconoce es de tal dimensión, que la ilusión de contar con parámetros fijos y ligados a lo ya sabido alimenta una suerte de pereza intelectual que torna obvias cuestiones como las guerras, las hambrunas, las muertes violentas, las migraciones forzadas, la corrupción de cualquier género, la exclusión, la crueldad e infinidad de otras calamidades provocadas por el hombre, sin una mayor reflexión con respecto a las causas.

La holgura de una subjetividad, como pura certeza de sí mismo, que torna interior a la vez que profunda la trama del sujeto y de la universalidad, aparece con Pablo de Tarso y el cristianismo, el que enfrenta, asimismo, de manera irreconciliable la fe a la razón. Es más, el desafío de la fe al pensar y al deseo aparece subsumido en una feroz imposición del poder por sobre el sujeto, del que se sirve para fines no racionales y afines a un orden que ciñe el deseo y tritura la razón: ¿se puede pensar en algo tan inaudito como ser bienaventurados por ser pobres y alegrarnos de tener hambre nosotros y nuestros hijos, porque en el reino de los cielos esa hambre será colmada con creces, o rogar por nuestros enemigos y dar la otra mejilla a quien nos ofende? “Al que ya tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará incluso lo que tiene” dice Marcos el evangelista. Sin embargo, ¿se puede pensar en algo así?

Nietzsche, en un texto elocuente de Humano, demasiado humano, muestra su perplejidad frente al repicar de las campanas de una iglesia, mediante las que se llama a los fieles cristianos a conmemorar la muerte de un judío crucificado hace dos mil años, que se decía hijo de Dios. Hijo de un Dios inmortal que procrea vástagos con una mujer mortal. El hijo que augura que el fin del mundo está próximo y demanda que se deje el trabajo y la administración de justicia, en función de aquello que acaecerá de manera inminente. Un predicador que invita a sus seguidores a beber su sangre y es víctima de una justicia que toma a este inocente como víctima propiciatoria. El Filósofo alemán dice sentir un escalofrío frente a una fe que se funda en algo así, cuando el espíritu moderno ha alcanzado los más altos logros en cuanto a la exactitud de la aseveraciones y a las pruebas que las sustentan.

¿Es la fe la que da un lugar a algo como lo que enuncia Nietzsche?, ¿qué esta en juego en lo que denominamos fe, para que sea lo que sea lo que se muestre ante los ojos y oídos, lo que se señale con el lenguaje, tenga una eficacia tal que desvirtúe toda mediación posible que ponga en cuestión aquello que es materia de la creencia?

¿Nos llama la atención que digamos en lo cotidiano que el sol sale por el oriente y se oculta por el occidente? Al menos parece un anacronismo, si partimos de la “Nueva Ciencia”, pero, así y todo, es tan vigente como las “guerras santas”, los “bombardeos humanitarios”, “los ataques preventivos”, etc. Parecen una suerte de oxímoron, en el que no nos detenemos, tanto como la retórica que muestra de manera magistral Orwell: “La guerra es la paz”; “La libertad es la esclavitud”; “La ignorancia es la fuerza”.

El monopolio sobre la fe no lo tienen las religiones, es también el del ámbito político, el de la ideología, el de la tradición, que lleva a disponer los sucesos dentro de un acontecer pensado como natural. A esto se puede añadir que en el intento de secularizar el concepto teológico de fe, la filosofía ha buscado, como es el caso de Kant, servirse de la idea de una fe racional. Para Kant, la fe racional sostiene la idea de bien en la Critica a la razón práctica, como idea regulativa, lo que no significa que la idea de bien tenga un contenido a priori, ya que el bien, como fruto del actuar moral, es, de manera invariable, un post. En el caso de Jaspers, la fe filosófica es el soporte de un pensar genuino, como sostén que vincula a este con el sustrato del Ser. Mas, la exigencia de rigor filosófico pone en entredicho su postura y le enfrenta a un cumulo de callejones sin salida. En el caso de Hegel, la cuestión de la fe cobra una excepcional dimensión en su agudo análisis.

La fe se encuentra, para el filósofo de Stuttgart, plasmada en el saber que se hace presente como un factum. La fe  se halla inmersa, de manera soterrada en el saber, en la certeza sensible, en la percepción, en la representación y el concepto.  Es solo en el concepto que la fe se constituye en mediación absoluta, al establecerse  como superación de un saber que no se sabe como creencia, y al que se opone toda deliberación de la razón, que no puede sino ser libre. Kierkegaard se opone a la postura de Hegel, ya que considera, desde la perspectiva de la existencia, que ningún conocimiento puede franquear aquello que la fe comprende. Hay entre fe y razón una discontinuidad insalvable, y el hombre en su condición de tal, vive una suerte de desgarro y desasosiego, debido a que se encuentra atado, por un lado, a lo objetivo que es a la vez contingente y, por otro lado, a un objeto de elección suprema. El sentimiento de incertidumbre, que rezuma el planteo del filósofo danés, permite vislumbrar la compleja interioridad subjetiva de la fe.

Hay un punto que interesa remarcar, que es algo distinto a lo que las religiones predican, lo que el discurso político afirma, o la ideología como ilusión defiende y la tradición estipula, sin descartar los intentos de reflexión sobre la fe desde la órbita filosófica. Interesa el hecho de la fe, la que se sitúa en un lugar que da sustento a la creencia. Es, como contracara, una posición frente a un discurso, a una concepción del mundo, sea la que sea. La fe como un conjunto de “certezas”, que son tales, en la medida que entra en escena la fe: una suerte de tautología. ¿Qué es lo que sostiene a la posición de la fe?, ¿cuál es la mecánica que pone en acción el mecanismo que alimenta la fe?

En el caso de Spinoza, podríamos decir, el ser humano se encuentra en  una situación, a partir de la cual, vislumbra la precariedad del mundo de la vida, por lo que prefiere buscar la protección de la religión para sortear las contingencias de un orden que le supera. Pero, ¿a qué costo? Ya que, “las religiones podrán otorgar consuelos al hombre, pero se trata de un consuelo que solo se consigue a costa de la estupidez” (Ética, V, Prop. XIX). Es el costo del intercambio simbólico entre la religión y la fe, a la vez que es el costo simbólico de todo sistema de ideas, que sea asumido sin posibilidad de crítica y de distancia. Es así que Spinoza exige a la razón, como tarea, hacer uso de su fuerza, de su potencia de existir, para dar respuesta a los problemas que le presenta la existencia. Es apropiarse no solo de la existencia, sino del existir, que es en sí mismo potencia. Tampoco la vida, que es vida relacional, puede abstraerse de la potestad de cada individuo para hacer uso de su razón. De allí la importancia que cobra para Spinoza la democracia y, en especial, el laicismo.

Si partimos de El porvenir de una ilusión, podemos situar, en un inicio, al desconocimiento como la mayor fuente de incertidumbre. Por ende, la incertidumbre por aquello que se desconoce lleva al ser humano a volcarse sin condiciones, de manera crédula y sometiéndose a los dictados de un discurso, un líder, una institución, etc. Esto, en la medida que la seguridad que recibe el ser humano, de una respuesta que copa toda pregunta y elimina lo incierto, sortea la angustia vía desmentida y, de esta suerte, provee la salvaguardia esperada. Así mismo, no es otra la respuesta frente a lo diferente, a lo no familiar, a lo desconocido, desde una postura que no tolera la diferencia y exige un pensamiento único, una sola verdad, la unidad nacional, la pureza racial: la expulsión, la ejecución, la exclusión. No es fácil salir al paso del embate de las fuerzas de la naturaleza, a la vez que tampoco a las restricciones que impone la cultura, la que se despliega para hacer frente tanto a las fuerzas naturales, como a la lucha a muerte por la posesión de los objetos (Hobbes). Las cesiones necesarias frente a las exigencias de renuncia a la satisfacción pulsional son la usina de un malestar cultural, que se expresará de muchas maneras. Una de aquellas formas, vía desplazamiento del malestar, será el repudiar al o a lo diferente, y la búsqueda de una unidad excluyente frente a lo diverso.

La posición de la fe, en este sentido, sería la que mediante la identidad con un determinado topos, se cierra a lo heterogéneo. Por consiguiente, en un movimiento metafórico, el “soy en la medida que pienso” cartesiano, es un dato inmediato, fruto de una primera certeza que me identifica como un ser que mediante la evidencia del pensar es consciente de existir. Tal identidad de la consciencia, con lo inmediato, al ser cuestionada por el psicoanálisis, en términos de una determinación concreta, muestra los aspectos que han quedado de lado para lograr dotar de coherencia al sujeto de la consciencia: el yo. El yo de la fe, se mira en su objeto, en plena identidad narcisista. Es una manera en la que un yo ideal cobra presencia, con todo lo que se halla depositado en el objeto de la fe: perfección, coherencia, virtuosismo, credibilidad, posesión de la verdad, etc. Es esta identidad el punto de acolchado (point de capiton), el que liga una heterogeneidad de elementos que, a partir de ese momento, cobran coherencia. Así, todas las relaciones poco probables como la divina concepción, la vida después de la muerte, etc., son posibles, son creíbles. A la vez que, es perfectamente lícito desarrollar las más eficaces armas de destrucción masiva, y rezar por la salvación de las almas, junto a los empeños para crear la más eficaz y sofisticada tecnología para perfeccionar trasplantes de órganos, o modificar genéticamente organismos con graves enfermedades, y socorrer a algunas personas en trance de perder su vida.

En suma, los niveles en los que se piensan determinados problemas, pasan a ser anulados, estatuyendo las más grandes disparidades en el orden de una cerrada e ilusoria unidad.