La actualidad de una ilusión

Iván Sandoval Carrión

 

En 1927, cuando Sigmund Freud escribió y publicó “El Porvenir de una Ilusión”, el mundo occidental asistía a cuatro fenómenos importantes: la aurora de los dos totalitarismos logrados del siglo pasado, el nazismo y el estalinismo; el preludio de la gran depresión de la economía norteamericana; el desarrollo de la ciencia, la tecnología y la producción en cadena de montaje, y una incipiente pérdida de la fe de algunas personas en las doctrinas religiosas y en la Iglesia católica. Sin exponerlo claramente en su texto, Freud articula estos eventos entre sí para centrarse solamente en dos de ellos a través de una hipótesis: la declinación de la credulidad religiosa vinculada o causada por el desarrollo científico y la racionalidad del siglo XX. Ello le permite proponer a la religión y a la fe que la sostiene, como una “ilusión”.

Una ilusión no es un error o una falsedad causada por un vicio lógico de razonamiento. Una ilusión es una creencia, construida de la misma manera que una fantasía, que mantiene una expectativa y que está impulsada por un deseo y su realización que se vive como posible y anhelada. En la ilusión hay lugar para la esperanza y la incertidumbre a la vez, lo que la diferencia de una idea delirante, porque un delirio se proclama como la verdad absoluta con plena convicción. Una ilusión supone el sostenimiento de una fe, a falta de certeza delirante o de verificación científica que permite un pronóstico infalible. Del orden de lo intangible e irrefutable, una ilusión se sostiene en el deseo de los sujetos como en el caso de la ilusión amorosa, aunque también puede ser inducida o transmitida por enseñanza, como la ilusión religiosa.

¿Cuál es el deseo que anima la fe religiosa, en tanto una ilusión? Freud establece un paralelismo entre el desarrollo de los niños y el de la humanidad a través del sentimiento de indefensión y la búsqueda de protección. El niño se siente vulnerable frente a las amenazas del mundo, y demanda la asistencia del padre protector que le otorga un cuidado diferente al de la madre nutricia, pues el padre le enseña a valerse en ese mundo temido. El adulto se muestra inseguro y ansioso ante las catástrofes naturales, la incertidumbre de la economía, las enfermedades y la muerte, entonces ¿a qué padre podría dirigirse? Es en ese punto donde Freud propone que Dios es la entificación del Padre protector de la humanidad para todos y en todos los tiempos, la fe es la ilusión de su existencia, la religión es el conjunto organizado de doctrinas y preceptos, y la iglesia es la institución administradora.

Entonces, la religión es una construcción cultural animada por el deseo de la existencia de un Padre protector, benévolo y justo, del cual emanan las reglas y prohibiciones que regulan el orden social, antes que de un pacto simbólico o un acuerdo político entre los pueblos. La religión realiza ese deseo de protección, y al mismo tiempo implica la promesa de la vida eterna después de la muerte que nos compensará por los sufrimientos y privaciones que hemos padecido en la tierra. El desarrollo de su proposición acerca de Dios como el Padre, empieza tempranamente en el pensamiento de Freud, a partir su propia lectura del mito del padre primordial de la horda primitiva, su asesinato y el pacto social que establece la ley de prohibición del incesto, del canibalismo y del homicidio, y con ello funda todas las sociedades de seres hablantes y la cultura. El concepto del complejo de Edipo en la obra freudiana, dará cuenta de ese atravesamiento en cada niño, para inscribirse en el lenguaje y en las normas.

Aunque la religión es un sistema psicológico y una construcción cultural que funda una ética y un orden social, Freud pensaba que al estar sostenida en la fe y enunciada a través de dogmas incuestionables, la religión ponía un límite al desarrollo del pensamiento y a la posibilidad de interrogación por parte del sujeto. Por ello, la religión ha mantenido -al decir de este autor- en una condición de obediencia y desvalimiento infantil a la humanidad, que en ciertos momentos ha dificultado el desarrollo de la ciencia y de la investigación. Al mismo tiempo, ha propiciado la irresponsabilidad subjetiva acerca del propio deseo y -paradójicamente- la aceptación de la condición humana como esencialmente inmoral y pecadora. Allí es donde interviene la “ilusión de Freud”, como él mismo lo admite: la de que el desarrollo del pensamiento y de la investigación científica en el siglo XX, permitirá a la humanidad salir de la dependencia infantil en la que se halla sumida respecto a la religión.

Casi un siglo después, verificamos que la “ilusión de Freud” era solamente eso: otro tipo de expectativa crédula, de un orden distinto, pero igualmente animada por el deseo del padre del psicoanálisis que circulaba por las vías de sus pretensiones científicas y de que cada sujeto se haga responsable de lo que en cada uno anima y sostiene su deseo: su inconsciente y su condición de estar-en-falta por la imposibilidad de un verdadero “ser”. Esa falta-de-ser propia de los seres hablantes es lo que en cada sujeto sostiene el deseo, no como deseo de algo específico y particular, sino como una búsqueda que se reanima cada mañana al despertar y que lleva a cada uno por diferentes destinos y objetivos sin cesar jamás, hasta… la muerte. Diferentes metas y encuentro con diferentes objetos, pues no hay un objeto único, específico y ubicable en la realidad que satisfaga definitivamente el deseo. Todos los objetos con los que nos relacionamos son solamente semblantes del mítico objeto perdido desde el origen, el objeto a como lo llama Jacques Lacan.

En esa perspectiva, la ilusión religiosa aspira a ocupar un lugar distinguido frente a las demás ilusiones de la humanidad incluyendo la amorosa, porque Dios es un objeto, o semblante de objeto, de características singulares que lo aproximan al objeto a de la clínica psicoanalítica. Dios es eterno, atemporal, inmaterial, inmortal, omnisciente, omnipotente, ubicuo, abstracto y sobre todo, es una esencia. La fe en su existencia encarna una promesa, la del (re)encuentro con su Ser y con la condición del ser, perdida desde la expulsión del Edén, o desde que llegamos al mundo, o desde que advenimos al lenguaje y a la cultura, en ese recorrido y esa ruptura que va desde la creencia religiosa hasta los conceptos fundamentales del psicoanálisis. El desarrollo de la ciencia jamás ofrecerá una promesa semejante, pues las perspectivas de la ingeniería genética, la curación del cáncer y de las infecciones virales o las enfermedades degenerativas, el incremento de la longevidad, o la capacidad (aun imposible) de predecir los terremotos, nunca tendrá la consistencia de la promesa y la esperanza religiosa.

Entonces, ¿es el psicoanálisis otro tipo de ilusión? La pregunta supone una inferencia lógica de lo expuesto, a partir del lugar que el deseo y el inconsciente ocupan en la teoría y en la clínica de Freud y de Lacan. El psicoanálisis es -apenas- un método de investigación sobre la vida psíquica de los sujetos y sus producciones sintomáticas o aquellas de la vida cotidiana como los sueños, las fantasías, los actos fallidos, los chistes y el discurso en general. Ese método supone la verificación de ciertas hipótesis que son los conceptos fundamentales, a través de una práctica clínica que puede aportar cierto alivio a algunos padecimientos del sujeto. La creencia en el inconsciente del psicoanálisis no es un acto de fe, es solamente una hipótesis a confirmar en el proceso de la cura, para que el sujeto se haga responsable de su inconsciente y de todo lo que éste determina en su vida ordinaria.

El deseo es deseo de nada en particular, que en cada uno tomará diferentes caminos y lo vinculará a diferentes objetos a lo largo de su vida. Porque en tanto sujetos del inconsciente, carecemos de ser y solamente buscamos representación a través de los significantes que nos representan ante el otro semejante y ante el Otro de la sociedad y la cultura en esa carencia: profesión, trabajo, sexo, edad, relaciones… y sobre todo, el nombre propio. Asumir esa falta, asumir el deseo de cada uno, sin oferta ni promesa, implica una opción diferente a la de la religión y su fe, que no necesariamente la descalifica ni la desvaloriza, pero que marca una diferencia importante en cuanto a la responsabilidad subjetiva. En todo ello, la actualidad de la ilusión religiosa no es muy diferente de aquella que vivió Sigmund Freud hace noventa años. Con la diferencia de que los totalitarismos, fascismos y caudillismos del siglo pasado y del presente, que Freud apenas alcanzó a vislumbrar, obligan a repensar el asunto de la fe y de la ilusión religiosa en relación con un fenómeno emparentado: la ilusión política. La ilusión del Padre-Líder, una ilusión igualmente inagotable que interroga al psicoanálisis actual.

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