La fe en el Leviatán

Fabio Vélez
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Los lectores de Hobbes tal vez recuerden que, al tratar de perfilar la figura del “contrato” por contraposición a la del “regalo, favor o gracia”, Hobbes se ayudara en el Leviatán de las distintas y variadas clases de merecimiento (Merits). Hobbes, en concreto, echaba mano de un símil escolástico –la disparidad entre meritum congrui y meritum condigni– con la intención expresa de resaltar los distintos derechos allí involucrados. Ni que decir tiene que el ejemplo traído no era casual: se hacía alusión, pues, a la incapacidad del hombre para alcanzar «por razón de su propia rectitud o de cualquier otro poder suyo» –es decir, sin la gracia divina– el tan prometido y cacareado Paraíso. Sin embargo, y para asombro de cualquiera, el argumento era interrumpido sin razón aparente. Hobbes escribía: «me abstendré de afirmar nada…». El corte, empero, era más que pertinente. No tocaba.

Es fácil suponer que al lector coetáneo de Hobbes aquella gracia no le pasara inadvertida; y es que, efectivamente, el cumplimiento de la ley no era suficiente porque pareciera que hubiera más, vida después de. Inquietante era también, a tenor de lo anterior, un pasaje concreto del capítulo 31 –bisagra clave del Leviathan– en el que, al hilo de la omnipotencia de Dios y su consiguiente discrecionalidad, es decir, a propósito del derecho a penalizar incluso sin comisión de pecado, Hobbes retomara una pregunta heredada de los antiguos: ¿Por qué es tan frecuente que los malos prosperen y los buenos sufran adversidades? O en su paráfrasis particular, con Job de referencia: «¿En virtud de qué derecho dispone Dios las prosperidades y las adversidades en esta vida?». Una vez más, aunque ahora desde más acá, la injusticia hacía traslucir las limitaciones resultantes del cumplimiento de la ley. En suma, tanto por una como por otra parte, y ante una divina providencia difícilmente escrutable, la confianza y la esperanza sufrían un duro traspiés.

Así la cosa, estos cabos serán abordados íntegramente en los Libros III y IV al son de la “palabra profética”. El punto de partida, si se mira atentamente, es ahora otro: el pecado original. Y la deducción que en consecuencia se sigue es la esperable, a saber, la obediencia a las leyes «si fuese perfecta podría bastarnos. Pero como todos somos culpables de desobediencia a la ley de Dios, no sólo originalmente por Adán, sino también de un modo actual por causa de nuestras transgresiones», no podemos prescindir de la gracia divina. En otras palabras, como el “pecado” no es un “delito” –para empezar uno ofende a Dios y el otro al hombre– tampoco la expiación puede y debiera ser la misma. De esta guisa, la absolución por mera indemnización o recompensa se conjetura a todas luces improcedente, «pues, de ser así, ello haría de la libertad de pecar una cosa vendible». Es precisamente en virtud de lo cual, nos viene a decir agudamente Hobbes, que el gesto redentor de Cristo debe siempre interpretarse como una oblación (Oblation) aunque se lo tenga, por lo común, como un precio (Price); es decir, no «algo que, por su valor, pudo hacer que Cristo reclamase de su Padre ofendido el derecho de obtener perdón para nosotros, sino el precio que a Dios Padre le plació exigir en su misericordia». Sólo cabe por ende, concluye Hobbes, resguardarse al amparo del perdón gratuito (gratis) fruto de la fe y el arrepentimiento. El corolario corre de consuno: «Todo lo que es necesario para la salvación está contenido en dos virtudes: la fe en Cristo y la obediencia a las leyes».

Ya estamos, ciertamente, en mejor disposición de entender y tipificar los tres reinos descritos por Hobbes y, en concreto, aquél que hace remisión a la gracia. Así pues: el reino de Dios, un reino civil en el que Dios mismo es el soberano en razón de un pacto y a través de un vicario, y que habría comenzado con la “antigua alianza” entre Abraham y Dios e interrumpido con la elección de Saúl, cuando los judíos habrían rehusado díscolamente ser gobernados jure divino, prefiriendo de esta guisa secundar el modo de las restantes naciones. Por cierto, no sin fatídicas consecuencias: «de ahí procedieron periódicamente los disturbios civiles, las divisiones y las calamidades de la nación». El reino de la gloria sería la manera de distinguir y denominar la restauración del reino de Dios tras la segunda venida de Cristo, cuando este vuelva en majestad a juzgar al mundo y a gobernarlo de hecho. Entre tanto –y en ese entretanto nos hallamos– sólo cabrían estados civiles compuestos de judíos, gentiles y, tras la llegada de Cristo, cristianos. Era la letra: Cristo no había venido a juzgar este mundo (Jn 12:47) y, por tanto, había que seguir dando al César lo que del César era (Lc 20:25). La promesa de una “nueva alianza” se quedaba simple y llanamente en eso, una promesa. Y, sin embargo, un distinto trato será dispensado.

Los seguidores del Evangelio, en este valle lacrimoso, serán además obsequiados gratuitamente (gratis) con una suerte de «anticipo de reino», el reino de la gracia. Hobbes hilaba fino en la soteriología: «el reino de Dios no ha llegado aún, y no estamos bajo más reyes, mediante pacto, que bajo nuestros soberanos civiles. La única salvedad es que los cristianos están ya en el reino de la gracia, en cuanto que disfrutan de la promesa de ser recibidos cuando Cristo venga una segunda vez».

Una pregunta aún es posible: ¿podemos confiar en esta promesa? La cuestión había quedado zanjada ya en su proemio. En efecto, según Hobbes, el honor que se le debía rendir a Dios procedía no sólo de su omnipotencia –ese «poder irresistible» al que tanta utilidad sacó– sino de su bondad. De tal modo que, apostillaba, «aunque la promesa de hacer un bien obliga al que promete, ocurre, sin embargo, que las amenazas, es decir, las promesas de hacer un mal, no lo obligan; y mucho menos obligarán a Dios, que es infinitamente más misericordioso» (infinitely more mercifull). Polémicas nominalistas aparte –aquello de si Dios quiere lo bueno o lo bueno es querido por Dios, etc.– el mensaje era sin duda confortador. Y, con todo, aún era posible suscitar algún tipo de réplica.

Llamaba la atención, en efecto, la manera con la que Hobbes había decidido abrir y cerrar el Libro III, a saber, presentando la salutífera diferenciación entre conocimiento y creencia. Este se interrogaba a la sazón: ¿en quién creemos cuando creemos? Porque si se partía de la premisa, como era el caso, de que «es necesario que la persona en quien creamos sea alguien a quien hemos oído hablar», entonces creer propiamente en Dios sólo pudieron hacerlo Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y los profetas, primero; y los Apóstoles y discípulos de Cristo, después. Pero entonces, ¿qué hay del resto, de nosotros? Nada más que texto, es decir, «fe en la historia que se narra…». Tanto mejor. No repitamos la porfía de Tomás “el mellizo”. Bienaventurados los que no vieron y creyeron…

 *

Una última vuelta. A propósito de los convenios, Hobbes dejaba caer en el capítulo 14 una interesante observación, a saber, uno quedaba liberado de los mismos por su cumplimiento o por la exoneración de su obligación, esto es, el perdón. Poco después, en plena catalogación de las leyes naturales, volvía a cobrar protagonismo el perdón, aunque ya como deber, y con él su correlato inmediato: la renuncia a la venganza. El contexto presentaba alegato. Ambos demostraban ciertamente una eficacia profiláctica en la empresa común o, dicho de otro modo, el fin justificaba este tipo de medios. Y el entramado irenista no había sido desplegado del todo. Continuemos. Si a la “palabra natural” se unía la “profética” no podía soslayarse el hecho de que la capacidad de perdonar –aquella gracia divina– no sólo estaba en manos de Dios sino que, antes bien, pendía indefectiblemente del ejemplo incitador de los hombres. Era el manido Padrenuestro: «perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores…». Pero… ¿y si no hay más allá, Juicio final, fin último? ¿Y si sólo hay más acá, historia, erigida (o no) en tribunal universal? ¿Es posible seguir perdonando a quien ha «pecado contra ti siete veces al día»?

Señor, «auméntanos la fe», porque de lo contrario…

 


Nota: Sobre estos asuntos hobbesianos me he demorado largo y tendido en La palabra y la espada. A vueltas con Hobbes, Maia, Madrid, 2014.

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