La fe y la pregunta por el sentido

C. Nectario

 

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Hace cien años Max Weber, en su célebre conferencia “La ciencia como vocación”, caracterizó a “nuestra época” por la racionalización, por lo que llamó “desencantamiento del mundo”. Con ello pretendía poner fin a la dicotomía moderna entre fe y razón, al combate de la Ilustración contra las supersticiones y las fabulaciones sobre el más allá. Se dice que Laplace, ante la pregunta de Napoleón acerca de la ausencia de referencias al Creador en el Tratado de mecánica celeste, había respondido: “Señor, no he tenido necesidad de esa hipótesis”. En la misma dirección, Stephen Hawking afirmaba dos siglos más tarde que el comienzo del universo, el Big Bang, no requería de un dios creador.

En el ámbito de la vida, que no tiene que ver con el universo sino tan solo, al menos por ahora, con la Tierra, la ideología del “diseño inteligente”, que no niega la evolución, se aproxima más a un relato mitológico de un demiurgo torpe o un dios boicoteado por algún demonio, pues intenta introducir una teledirección en el curso de la evolución que la conduzca hacia nuestra especie. El “diseño inteligente” pasa por alto el azar en los procesos bioquímicos que propiciaron el surgimiento de la vida en nuestro planeta, así como el azar del que devienen las catástrofes de las formas de vida existentes o las variaciones y especiaciones que siguen en curso.

La ciencia es atea o materialista, independientemente de las creencias religiosas de los científicos, puesto que no necesita de la hipótesis de un creador ni del universo ni de la vida, o de plan divino que culmine en el homo sapiens. Menos aún cabe interpretar la historia humana, con sus progresos y catástrofes, como si estuviese regida por una providencia astuta.

No obstante, el extraordinario despliegue del conocimiento científico de este último siglo no ha acabado con la superstición, con la idolatría. Weber consideraba que “los valores esenciales y más sublimes se han retirado de la vida pública para refugiarse en el reino trascendente de la vida mística o en la fraternidad de relaciones humanas y personales”. Lo decía al término de la primera guerra mundial. En realidad, “los valores esenciales y más sublimes”, en lugar de retirarse de la vida pública, la tomaron por entero, ya no en nombre de Dios, sino de un ídolo al que se otorgó un inusitado poder: la nación, el Estado. O la raza. O, desde otra perspectiva, la utopía revolucionaria. Los románticos, contra la razón de los ilustrados, habían reivindicado el sentimiento y la imaginación. Esa dimensión irracional de la subjetividad es una fuerza capaz de aglutinar masas y encaminarlas hacia grandes empresas colectivas, hacia la guerra y la aniquilación del enemigo; y de volcar a los individuos hacia el sacrificio o el crimen.

En una época obsesionada por los datos se suceden las estadísticas sobre las creencias religiosas. Se sabe que prosperan sectas e iglesias, que a la vez crece el número de ateos o creyentes no practicantes. Cualquier día, algún grupo de fanáticos puede cometer un acto terrorista, iniciar una guerra, o algún Estado emprender el genocidio de comunidades a las que se elimina por razones religiosas o étnicas. Miramos hacia las sociedades donde el Estado laico implica no solo la tolerancia religiosa sino la convivencia entre comunidades con distintas culturas, y advertimos de inmediato el crecimiento de la intolerancia, el fanatismo, la violencia xenofóbica. Las creencias religiosas suelen surgir del miedo al amo supremo, la muerte, pero también las sostiene el terror.

Se recurre a las divinidades, los ídolos o sus sacerdotes en búsqueda de consuelo o de milagros. El idólatra agradece a su dios o diosa, a su santo o santa, o a su intermediario, por la curación de una enfermedad, la salvación de la vida en medio de la guerra o la catástrofe natural, incluso por supuestos favores harto triviales, unas monedas o una venganza personal. Lo cual escandaliza no solamente al racionalista sino al creyente que está convencido de que su fe es libertad absoluta, por tanto, nunca sujeta a intercambios de favores con el más allá. Dios, piensa, no puede escoger a quien premia rompiendo las leyes de la naturaleza, o a quien castiga u olvida a los suyos de manera tan arbitraria.

Impera en nuestros días un dios mundial, omnipresente y omnipotente, que pareciera imponerse a los demás ídolos, que tiene sus sacerdotes y sus doctrinas: el dinero, dios abstracto que adquiere figuras múltiples ―mercados financieros, del trabajo, de bienes y servicios, monedas, papeles, bitcoins― que circulan vertiginosamente por todas las redes de la sociedad digital. Un dios que se presenta como Cifra ante sus fanáticos, que le entregan su vida, su pasión hasta el delirio; que adopta múltiples formas para acrecentar su poderío, que rige la vida de las sociedades a través de crisis sucesivas, aunque también a través de un consumismo obsesivo. No es verdad que la economía se rija por “decisiones racionales”; descansa en la idolatría, en la reproducción automática del dios que existe para consumir vida y convertirla en una valorización del valor económico que tiende al infinito.

Y está también la idolatría del libro, desde los textos religiosos consagrados a los textos doctrinarios de la política. La Biblia es una colección de textos escritos a lo largo de varios siglos, que han sufrido modificaciones, inclusiones, extrapolaciones. Leer un texto sometiéndolo a una interpretación literal o a una interpretación que de antemano establezca su sentido, es convertirlo en ídolo.

 

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Weber no dejó de advertir que había un ámbito de pensamiento situado más allá del conocimiento científico, que dejaba a cargo de filósofos y “sabios”: el sentido del mundo. Las ciencias tienen como propósito el conocimiento de regiones determinadas de la realidad. Nietzsche, al examinar la relación de la ciencia con el ideal ascético en la La genealogía de la moral, señala el “error” de la conciencia científica, que si bien se “ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras (…) no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí”. Y concluye: “el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe.”

La conciencia científica tiene su anclaje en la convicción de que existe la realidad, que se presenta de modo objetivo ante ella. La ciencia moderna, desde Copérnico en adelante, ha venido reduciendo el orgullo humano, primero al acabar con el antropocentrismo en relación con el universo; luego en relación con la vida y la evolución, desde Darwin; más tarde, destruyendo el ideal de una conciencia transparente y una voluntad libre, a partir de las ciencias sociales, el psicoanálisis o la lingüística. Con ello, ha puesto en crisis el ideal de verdad. El conocimiento científico es una aproximación a la realidad a partir de la estructura cognoscitiva humana, de la sensibilidad, la imaginación, la racionalidad. La ciencia no trabaja bajo el criterio de que la verdad sea la plena correspondencia entre el concepto y la esencia de lo real; la validez del conocimiento se establece en relación con las específicas condiciones de su producción en cada momento de su historia, esto es, la delimitación de objetos, la vigencia de problemáticas, paradigmas o métodos, la organización de las comunidades científicas.

La ciencia puede explicarme que el universo es finito y, tal vez, ilimitado (si es que hay un solo universo, cuestión que no sabemos). Puede explicarme a grandes rasgos la “historia del tiempo”, de los 14 mil millones de años que habrían transcurrido desde el Big Bang hasta ahora. Puede explicarme cómo surgió la vida en este pequeño planeta de este sistema solar, que forma parte de una galaxia en la que existen millones de estrellas, apenas una galaxia entre millones. Puede explicarme el surgimiento de la vida a partir de unos procesos químicos que se dieron de modo contingente. Puede explicarme las claves de la evolución, hasta llegar a las especies “superiores” de mamíferos y el hombre. La paleontología puede explicarme la evolución de los homínidos, hasta el homo sapiens. Y así…

Pero hay preguntas antes las cuales no existe explicación alguna. Como la pregunta de Parménides: ¿por qué es el ser y no la nada? O: ¿por qué existo? Pregunta acuciante, pues me sé mortal… O: ¿qué es “real”?

Si se quiere colocar con alguna seriedad la cuestión de la religión, y por tanto de la fe, es a ese ámbito del sentido al que hay que dirigirse. ¿Cómo comprender la religión o la fe frente a la ciencia moderna? Después de Hegel, cuya Fenomenología del espíritu puede interpretarse como una teodicea o como la divinización de la totalidad de lo humano, suprimiendo con ello el más allá. Después de Feuerbach, quien pretendió devolver a la humanidad su esencia, enajenada por la religión que la había proyectado a lo divino. Después de Nietzsche, cuyo Zarathustra había declarado la muerte de Dios, asesinado por nosotros, los modernos. Después de Kierkegaard, el “caballero de la fe” que siente que la apelación de Dios se dirige siempre al individuo, suspendido en soledad sobre la angustia…

¿Qué puede ser la fe en medio de las catástrofes históricas? Paul Tillich es uno de los teólogos que han procurado responder a las circunstancias de “nuestra época”. Procuró colocar la pregunta por lo que sean la religión o la fe, situándola más allá de la filosofía, la historia, la sociología o la antropología de las religiones, aunque siempre en diálogo con ellas. Lo que coloca como problema es la cuestión de lo Incondicional, aquello que está en el fundamento de la realidad, de la conciencia y de la vida misma. La respuesta convencional es Dios, el Creador. Puede responderse de otra manera: la materia, la energía. O el espíritu humano. Para Tillich lo Incondicional es Absoluto, es decir, a la vez fundamento de lo que es y deviene, y al mismo tiempo, abismo. No hay manera de eludir la paradoja. La religión o la fe surgen de esa posición ante lo Incondicional, es decir, ante el sentido del ser y del devenir. Desde lo Incondicional emerge el ámbito de lo sagrado, de lo santo. Tillich sabe que tiene ante sí una cuestión de extrema gravedad, la cuestión del origen del bien y del mal. Su giro es sorprendente, pues pone en evidencia que en el ámbito de lo sagrado, de lo santo, es un ámbito compartido por lo divino y lo demoníaco. Desde lo Incondicional emergen tanto lo divino como lo demoníaco, como se puede aprehender en las distintas formas de religiosidad. Las creencias religiosas sacralizan lo divino y lo demoníaco… También las idolatrías modernas, los nacionalismos por caso.

Aunque el teólogo protestante tenga que proseguir su meditación hacia su encuentro personal con Dios, reconociendo que el núcleo de su fe de cristiano es reconocer que Jesús es el Cristo, la pregunta por qué sea la “esencia” de la religión y la fe queda como una cuestión decisiva incluso para el místico, el panteísta o el ateo.

Luego de la segunda guerra mundial, el incrédulo Max Horkheimer, quien fuera colega de Tillich en Fráncfort y sufriera infortunio semejante durante el nazismo, expuso su sentimiento religioso, y el de su amigo Adorno, como el anhelo de justicia: “La afirmación de la existencia de un Dios todopoderoso e infinitamente bueno debería transformarse en el anhelo de la existencia de un ser todopoderoso e infinitamente bueno que se cuidara de que la injusticia cometida en la historia no permanezca a la larga como tal”. Heidegger, aquel que no pudo pedir perdón por su adscripción al nacional socialismo, ante las amenazas de catástrofe que él advertía en el curso de la historia y especialmente de la técnica, diría al final de su vida que sólo un Dios podrá salvarnos.

El anhelo de justicia, en sentido radical, nos coloca nuevamente ante lo que dotaría de sentido a la ley, ante lo Incondicional que condiciona cualquier ley. No se trata ya de la espera de un nuevo Moisés que tuviese que recibir el dictado de una divinidad que hablaría desde el más allá (heteronomía). Lo que el teólogo-filósofo intenta es encontrar un fundamento que sustente a la comunidad a partir de una teonomía, que pueda aprehenderse como autonomía. Lo que está en juego es el fundamento de la convivencia social.

Si de lo que se trata es del sentido, lo que tenemos ante nosotros es la relación entre lo Incondicional y el lenguaje. No hay religiosidad posible sin comunidad, la religión es siempre comunitaria. La vida religiosa implica la interlocución. Los dioses o el Dios son creados o se manifiestan al creyente a través del lenguaje, del mito, los símbolos, la oración, los rituales, o la blasfemia.

En el encuentro decisivo del individuo con lo Incondicionado, cuando se coloca ante lo abismal, cuando afronta su finitud, su pequeñez o su precariedad, su condición de ser para la muerte, requiere de la palabra interiorizada o de una expresión simbólica, incluso estética, para alcanzar algún sentido para su existencia. La fe solo se da como acto de lenguaje. La fe y la duda que le es inherente. Sean la fe y la duda del politeísta, del idólatra, del deísta, del panteísta, del monoteísta o del ateo. Aun el místico que toma la vía negativa para llegar a su Dios no abandona jamás la meditación, y por tanto, la palabra.

“En el principio fue el Verbo (Logos)”, inicia el Evangelio según San Juan. La interpretación de la frase tiene un sentido específico dentro de la concepción trinitaria de la divinidad en el cristianismo. Pero, ¿podría decir algo más allá de esa concepción?… Si esto es plausible, podría ponerse como la cuestión decisiva en torno del sentido en el propio lenguaje. ¿No es en el lenguaje, acaso, donde reside lo Incondicional? Lo incondicional que hace posible que se abra para el hombre algún sentido sobre el ser y el devenir, sobre qué cosa sea real, sobre el mundo y la propia existencia.

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