El Narciso satisfecho

De lo que sólo es movido
Pero no tiene fuente propia de movimiento
Sino que es impulsado
Por los poderes demoníacos del inframundo.
Y la acción justa es libertad
Respecto al pasado y al futuro.
Para la mayoría de nosotros este es el objetivo
Que aquí jamás alcanzaremos.
Sólo estamos invictos porque seguimos intentando;
Nosotros, los finalmente satisfechos
Si nuestra reversión temporal nutre
(A no mucha distancia del ciprés)
La existencia de un suelo en que hay sentido.

T. S. Eliot, Cuatro cuartetos.

 

I

La ontología del sujeto o de la subjetividad ha sido históricamente la tierra firme sobre la cual se han erigido estados y ciudades, centros carcelarios y escuelas, fábricas y hospicios. De igual forma, esta fue el marco en el cual se inventó la guillotina y, simultáneamente, se realizó la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, así como ha sido también el ámbito propicio para el despliegue de la libertad y del derecho. La tierra firme conquistada por el sujeto o por la subjetividad autónoma es el mundo concebido como cosa puesta, útil, lista para ser usada, para convertirse en la propiedad del Yo. Hoy el sujeto es el mundo y este es su perfecto reflejo.

El sujeto moderno, para ser sustrato o fundamento del mundo concebido como proyecto o proyección, debe pasar por la prueba o por la demostración de sí mismo, que es equivalente a su propia puesta entre paréntesis, a su repliegue especular o su retiro introspectivo. De ahí que la subjetividad logra la conquista de la autonomía al precio de desligarse de todo aquello que la hace dependiente del mundo y de romper las ataduras que la libran a la coexistencia con el otro. El retiro en sí mismo es decisivo para la determinación de la libertad y de las relaciones jurídico-morales como operantes, en primera instancia, en la basta e invisible interioridad constituida por la subjetividad del sujeto. En la conciencia o en el saber de sí, el sujeto encuentra la base unificada de su ser —su identidad— de la cual brota el conocimiento o la ciencia del mundo.

El sujeto posee un mundo en la misma medida en que se posee a sí mismo, pero esta autoposesión pasa por el error que consiste en creer que el Yo es voluntad, que es causa que actúa libremente a partir de sí misma. En el Crepúsculo de los ídolos, Nietzsche sostiene que el error que brota de la creencia en la voluntad libre está enraizado en la metafísica del lenguaje. Por su esencia misma el lenguaje incita a encontrar en los seres y en la naturaleza un por qué o una razón que anime su despliegue, su dilatación, su repliegue. Tomar conciencia de este hecho es renunciar al grosero fetichismo que lleva a ver en todas partes agentes o sujetos productores de efectos o desencadenantes de acciones. El Yo substancializado ha sido puesto como causa de sí mismo para, en un segundo momento, proyectarlo sobre la realidad toda bajo la forma de la fe en la voluntad libre concebida como facultad; es decir, asumida como un poder puesto al servicio del sujeto. «Me temo, afirma Nietzsche, que no podamos desembarazarnos de Dios, porque aún creemos en la gramática».

II

Para la filosofía cartesiana, el libre arbitrio o la voluntad libre es la facultad que fue entregada por Dios a los hombres y que en sí misma es perfecta, carente de falla. Sin embargo, para que la realización de esta facultad deje de lado cualquier posibilidad de caer en el error, en el pecado, es preciso que el entendimiento se convierta en la brida de la voluntad. Es decir, antes de que se ejerza el poder de negar o de afirmar, de seguir o de huir, el entendimiento debe previamente considerar las ideas de las cosas para que la libertad no sea el resultado de la indiferencia o de la ciega inclinación, sino del conocimiento claro de aquello que es verdadero y bueno. El entendimiento pone riendas a la voluntad, pues el camino a la interioridad exige que se separe a la voluntad de lo que ella puede, de su poder de realización.

«¿De dónde vienen mis errores?» Se pregunta Descartes e inmediatamente responde: «…solamente de aquello que, siendo la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no consigo contenerla en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no comprendo, y al serle estas cosas indiferentes, se pierde muy fácilmente y elige el mal en lugar del bien o lo falso en lugar de lo verdadero. Lo que lleva a que me equivoque y a que peque» (Meditaciones metafísicas). Pese a que la voluntad, dada su amplitud y extensión, es la imagen de la semejanza que el Yo guarda con Dios, aquella es también la vía siempre expuesta al error, al pecado. Es por esto que el entendimiento, que es también la instancia de la ley, debe procurar que la fuerza que entraña la voluntad no vaya hasta el final de su poder.

El sujeto cartesiano valora la voluntad desde la perspectiva de lo que está bien y de lo que está mal y, al hacerlo, renuncia a la acción, pues la sustituye por el deber ser. Además, cuando se juzga a la voluntad desde la consideración de valores o ideales establecidos se lo hace con el fin de vincularla a la esfera de la recompensa y del castigo. Debido a esto, toda una tradición proveniente del cartesianismo ha debido vincular el libre albedrío al dolor y al sacrificio. Se trata, diría Nietzsche, de una perspectiva que brota de la condición del esclavo, del impotente. Por el contrario, ¿qué ocurre cuando la voluntad no aspira, no desea, no busca, sino que crea, pues es pródiga de sentido? «…Nietzsche anuncia que la voluntad es alegre. Contra la imagen de una voluntad que sueña en hacerse atribuir valores establecidos, Nietzsche anuncia que querer es crear nuevos valores» (Deleuze, Nietzsche y la filosofía).

La teoría cartesiana del libre arbitrio supuso la negación de la voluntad en nombre de valores superiores puestos por el entendimiento. En adelante, el sujeto yace absorto en la contemplación de su propia completitud, encerrado en los límites que procura la delectación de los «estados de la vida cercanos a cero». Entonces, la consigna es: para no errar es mejor no hacer nada. Aquí, el estado de perfección consiste en adoptar una actitud escéptica ante el poder de la decisión. Precisamente, Nietzsche consideraba que el error del libre arbitrio radica en haber convertido a la humanidad en responsable y en haberla, con ello, puesto en manos de los teólogos. Aquello que está en juego cuando se busca establecer responsabilidades es la activación del instinto que conduce a juzgar y a castigar. Los actos de responsabilidad libremente deseados han sido fabulados para justificar la necesidad del verdugo. Entonces, la libertad entraña el castigo.

Estas consideraciones remiten en cierto modo a las grandísimas páginas de «El gran inquisidor», escritas por Dostoievski, en las cuales tiene lugar el inusual encuentro entre Cristo y el gran inquisidor. En esa insólita escena, el inquisidor responsabiliza a Cristo del hecho de haber rechazado la única bandera que se le ofreció para obligar a todo el mundo a que se inclinara ante él: la bandera del pan terrenal, del misterio, del milagro, de la autoridad. En lugar de aquello prefirió que el hombre fuera libre para que, sin necesidad de la antigua ley, lo siguiese y lo amase por sí mismo. Esta es la razón por la cual el crucificado rechazó bajarse de la cruz para dar muestras de su poder, pues de haberlo hecho habría esclavizado al hombre al espejismo del milagro. Sin embargo, la débil tribu rebelde lo rechazó, pues sintió que la libertad de elección se convertiría en una carga espantosa. Entonces, la misión del gran inquisidor fue la de rectificar la obra de Cristo y para ello ordenó atizar las llamas de la hoguera. «Pues si ha habido alguien que ha merecido nuestra hoguera más que nadie, eres tú. Mañana te quemaré. Dixi» (Los hermanos Karamazov).

Por el contrario, seguir la dirección inversa de la «política de la venganza» significa purificar los comportamientos, las instituciones y la historia de las nociones de culpa y de castigo. En suma, diría Nietzsche, se precisa restituir al devenir su inocencia.

III

El valor de una causa, sostiene Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, no reside en lo que con ella se alcanza, sino en lo que cuesta. De ahí que las instituciones liberales valen lo que se tuvo que pagar por ellas: el embrutecimiento gregario; es decir, el triunfo del animal de rebaño. Tan pronto como han sido alcanzadas, ellas minan sistemáticamente la libertad que hubo que desplegar para su edificación. El límite de la libertad liberal se anuncia siempre en la consumación del fin perseguido. Por el contrario, solo se es libre cuando no se renuncia a que la voluntad se determine a sí misma y no en función del fin convenido, pues la libertad no se ejerce por procuración, por delegación o por representación. Así como una tirada de dados no agota las posibilidades inherentes al juego, la puesta en riesgo que es la libertad preserva la parte inanticipable, impredecible, la fuerza disruptiva del porvenir.

Cuando la autodeterminación tiene que ver con la certeza, la ley cumple un rol inhibidor y las ideas claras y distintas se presentan como el factor determinante frente a la facultad de afirmación. Esta es la razón por la cual Descartes considera a la voluntad de indiferencia como el grado más bajo de libertad. En un primer momento, el libre arbitrio cartesiano rechaza la posibilidad de afirmar la existencia de todo aquello que percibe sensorialmente y, al mismo tiempo, el Yo conquista la autonomía en el acto de repliegue sobre sí mismo. En un segundo momento, la voluntad se aliena en la claridad y distinción de las ideas innatas del entendimiento y se subordina al orden preestablecido de las verdades eternas que son la imagen especular de la subjetividad del sujeto; entonces, ya no hay opción. En realidad, la libertad cartesiana solo lo es respecto al mal, de ahí que el castigo le sea consustancial.

Extraña libertad pues, en el momento mismo en que alcanza la autonomía, se subordina al orden superior de los ideales eternos. Esto es así debido a que la autonomía se la consigue a expensas del cierre de la subjetividad con relación al mundo. Se trata, por tanto, de una libertad que subsiste separada de lo que puede y esto la lleva a convertirse en pura representación de sí misma. Sin embargo, la libertad es lo que se puede y, precisamente por ello, no es susceptible de ser valorada, medida o interpretada como si fuese objeto de representación. Por el contrario, es necesario reconocer que es la voluntad la que valora o interpreta. Solo entonces la autonomía de la voluntad deviene en el poder que esta ejerce sobre sí misma, como también lo ejerce sobre la ley y sobre el destino. En adelante, el sentido de responsabilidad da un giro que lo desarma en su estructura fundamental, pues el gesto soberano en el que fulgura la libertad ya no encuentra a nadie ante quien responder.

El hombre libre, decía Nietzsche, es un guerrero y su gesto se mide en función de la intensidad de la resistencia que tiene que sobrepasar o de la impracticabilidad del obstáculo que debe franquear. Es por esto por lo que la libertad dormita a pocos pasos de la tiranía, próxima al límite que entraña el riesgo de servilismo. Solo manteniéndose cerca del extremo peligro se está en condiciones de conocer los medios que nos hacen fuertes. Por el contrario, el instinto de conservación, de duración, de seguridad ordena la clausura del sujeto en el ámbito separado e interno de la certeza, lleva a la reclusión en el orbe íntimo y familiar de la subjetividad. Ahí dentro el sujeto se mira y se solaza de sí mismo, inmerso completamente en la seguridad especular de lo ya conocido. Entonces, el Narciso satisfecho se ahoga en las aguas del estanque, cuya superficie lisa y mansa le muestra tan solo lo que él quiere ver. Hoy se precisa rebajar al sujeto, llevarlo hasta la planta inferior, abrirlo al otro, exponerlo a la intemperie.

La libertad no radica en el deseo, sino en lo que se puede. Sin embargo, lo que se puede no es del orden de lo representado, es la ejecutoria que está siempre en camino, siempre nueva, siempre otra. ¿Se precisa conocerla? ¿Cabe conocerla? Precisamente, la libertad es la exposición al riesgo supremo, pues en ella se traza la inclinación hacia el imposible, lo no previsible.

 

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