Un algoritmo Gulag

Carlos Reyes

 

«El hecho de mostrar a un detenido que abandona la cárcel no nos explica la libertad»

Sartori

 

Los comisarios

Al diplomático Alexander lo sorprendieron, al parecer, de paseo por la calle. Sin que lo sospechara, un espontáneo se le acercó de manera efusiva entre la gente, llamándolo por su nombre. Quizás desconcertado por un extraño que aseguraba conocerlo, en cuestión de segundos estuvo arrimado a un vehículo dedicado a capturar “culpables”. A Piotr lograron convencerlo, en su trabajo, de que había ganado un voucher para disfrutar unos días de descanso. Junto con su esposa se dirigió a la estación, y lo detuvieron allí, con un equipaje que llevaba quizá más de lo necesario para una condena de no menos de diez años. En el caso de Irma, se supo que fue guiada a la Lubianka por el mismo juez a quien había invitado a pasar unas horas en el teatro Bolshoi. Al finalizar el evento, su acompañante simplemente la condujo al interrogatorio.

El Archipiélago Gulag de Aleksandr Solzhenitsin (Kislovodsk 1918-Moscú 2008) entrega con las memorias del destino de Alexander, Piotr, Irma –y de otros cientos–, un repaso al encarcelamiento de la población rusa, atrapada desde el triunfo del bolchevismo, en un ambiente político urgido por la “depuración política”. Las detenciones y ejecuciones, selectivas y colectivas, se convirtieron rápidamente en la solución penal a la imposibilidad de convencer a la ciudadanía de las bondades de destruir el mundo conocido; destruirlo, por supuesto, para plasmar uno mejor.

El archipiélago es también una reflexión desesperada sobre el encierro político. En el recuento, las capturas muestran un aislamiento operado para la supervivencia del partido: “te detiene el ciclista que tropieza contigo en la calle; el revisor del tren, el taxista, el empleado de la caja de ahorros, el gerente del cine, cualquiera puede detenerte, y solo te dejan ver su carnet rojo, que llevaban cuidadosamente escondido, cuando ya es demasiado tarde”. El comisariado se practica colectivamente para sobrellevar la liquidación de todas las libertades.

En las anécdotas de los prisioneros del Gulag se mezclan el lamento y el asombro ante el momento de la detención; en la confusión de la noche o en situaciones impensadas –en el trabajo, en la tabla del quirófano–: “¡A mí, por qué!”. Los recuerdos pertenecen a Solzhenitsin y a otros que atravesaron el arresto y tortura, para luego cumplir su reeducación en alguno de los campos o colonias del sistema. Pero el texto no se limita a exponer uno de los capítulos más grotescos del siglo XX. En varios pasajes Solzhenitsin insinúa aquello que lleva a unas personas a encerrar a otras:

El que uno dé con sus huesos en la celda de los condenados a muerte no depende de lo que haya hecho o dejado de hacer, sino del giro de una gran rueda movida por poderosas circunstancias externas.

El encierro descrito es patente en todo el territorio, y toda persona está a vísperas de su reclusión. Y si en un primer momento los arrestos eran una sorpresa, con el paso de los años eran prácticamente esperados. No parece tampoco operar en aquel contexto un poder mayormente mecánico, sino una suspensión premeditada de la existencia y un silenciamiento estratégico de toda forma de disidencia. Este aspecto es quizá uno de los más complejos que afrontó la dirigencia política soviética en su momento, porque ¿cómo contener a millones de personas, testigos de la situación económica en el campo y la ciudad? ¿Cómo procurar que no se filtre la realidad a través de las fronteras si no es achicándolas hasta el tamaño de una celda, o con la servidumbre de los trabajos forzados?

¿Es la modernidad el marco infeliz y propicio para ese acontecimiento llamado Gulag? La apreciación que Arendt hace de la historia contiene precisamente esa idea, en la que tanto el gulag como el exterminio nacional-socialista pueden ser vistas como expresiones de una mecanización contemporánea de la existencia:

La transformación del Gobierno en Administración, o de las Repúblicas en burocracias, y la desastrosa reducción del dominio público que la ha acompañado, tiene una larga y complicada Historia a través de la Edad Moderna; y este proceso ha sido considerablemente acelerado durante los últimos cien años merced al desarrollo de las burocracias de los partidos (Sobre la violencia).

La modernidad para Arendt es aquello que hace explicable, por ejemplo, al monstruo Eichmann –la forma que encarna el mal–, puesto que el hombre es arrojado en él solo como un sujeto de cumplimiento; en el caso del exfuncionario y exoficial nazi se le atribuye falta de imaginación para dirigir el horror (Eichmann en Jerusalén). Pero aquella interpretación y la categoría de lo “banal” quizá no logren realmente explicar lo sucedido en el Gulag –y tal vez tampoco lo acontecido en el campo de concentración– aunque la pensadora encuentre similitudes entre sus dos ideologías, el nazismo y el bolchevismo. Por ejemplo, en sus respectivos nacionalisimos y a la vez sus afanes internacionalistas y expansionistas.

En su recuento del juicio de Eichmann, la perspectiva de Arendt recurre a un marco de interpretación contra-moderno para intentar sosegar la monstruosidad que los captores encuentran en el reo. En su reporte, Eichamnn no era un Yago ni un Macbeth, sino, en su momento, un funcionario diligente, un retoño de la modernidad. Pero con esto en mente, ¿cómo explicar la “golondrina” que detalla  Solzhenitsin como simple práctica burocrática?: “se le pone al preso en la boca una toalla larga y recia (la brida) y los extremos se le atan a las plantas de los pies pasando por la espalda. Y de este modo, hecho una rueda, tumbado sobre el vientre, crujiéndote la espalda, pásate un par de días sin comida ni agua.” ¿No se requiere imaginación para probar el golpe en el nervio ciático que describe, “cuando el glúteo ha enflaquecido después de un largo ayuno”?:

No duele en el lugar del golpe, sino que estalla en la cabeza. Después del primer golpe, la víctima, loca de dolor, se rompe las uñas contra la estera (…) Después de la sesión, el apaleado no podía caminar, pero no se lo llevaban a cuestas, sino que lo arrastraban por el suelo. Las nalgas no tardaron en hincharse de tal modo que era imposible abrocharse los pantalones, pero casi no quedaron cicatrices.

Si se quiere explicar el horror del archipiélago con razones de burocratización o inercia, debe tenerse presente también el entusiasmo ideológico en todos los niveles de la administración. Y el ingenio. Por ejemplo, sobre el modo en el que los jueces de instrucción del Gulag interrogan a los detenidos por sus conversaciones mutuas:

Pero llevaba tres días sin dormir. Apenas le quedaban fuerzas para seguir su propio pensamiento y para mantener imperturbable el rostro. Y además no le dejaban ni un minuto para pensar. Dos jueces de instrucción a la vez (les gusta hacerse visitas) se echaron sobre usted: ¿De qué? ¿De qué? ¿De qué? Y usted hace una declaración: hablamos de los koljoses (de que no todo funciona aún muy bien pero pronto se arreglará). Hablaron de las primas. ¿Exactamente en qué términos? ¿Se alegraron de que las rebajaran? La gente normal no puede hablar así, de nuevo resulta inverosímil. Hay que darle credibilidad: nos quejamos un poquito de que estén apretando un poquitín con las primas. Y el juez, que escribe el acta de propia mano, traduce a su lenguaje: en este encuentro calumniamos la política del partido y del Gobierno en materia de salarios.

Hay algo evidente: nadie estaría dispuesto a arriesgar el cargo o la vida, cuando la fragilidad jurídica dispone que incluso el propio comisario sea un reo en potencia si no cumple sus instrucciones. Y evidentemente hay un componente de terror que fomenta la diligencia en el procesamiento de millones de personas, quinquenio tras quinquenio. Pero también debe asumirse la plena conciencia del torturador creativo para el sostén y ocultación del sistema. ¿Qué puede tener aquello de banal?

El sistema de represión que se normalizó en la Unión Soviética conduce, invariablemente, a pensar en la ideología que lo puso en práctica. ¿Por qué ideas específicas perseguir, encerrar, aniquilar? ¿Por qué razonamientos convivir con la muerte? La historia del archipiélago podría responder aquello en parte, si se entiende que la supresión de una libertad, la de palabra, conduce hacia la ausencia de todas las libertades. Con su supresión se traza el camino de las demás, y siendo la menos evidente quizá es la más susceptible a ser postergada. Una vez suprimida la palabra, toda libertad queda en suspenso, puesto que ya no es posible siquiera hablar de su propia ruina, de ella misma como recuerdo. ¿Cómo hablar de verdades como la tortura y la muerte si están proscritas? En la tragedia las palabras tienen la característica de arrastrar a todo el mundo consigo cuando con ellas se admite la verdad. ¿Cómo habría de descubrir la verdad de Edipo si no presiona a Tiresias, la ciega voz de la experiencia, aún a costa de su propia desgracia? Tiresias, que conoce la vedad e intuye sus efectos, pretende retrasarla con otras palabras, con ruegos, para que Edipo desista en conocerla. Porque la palabra y la verdad son necesariamente la perdición del parricida, el mismo que se ha puesto una venda en los ojos. Su desenlace es, irremediablemente, la ceguera y la catástrofe:

Mientras vive, al hombre acechan en la sombra Muerte y Hado,
y él espera su embestida como víctima mortal.
No llaméis dichoso a nadie, mientras no haya traspasado
los umbrales de la vida sin probar la adversidad…

Es realmente entendible el temor colectivo ante la idea de publicar la destrucción causada por las ideas de un régimen como el soviético, lo que facilita que el silencio forme parte de la rutina; así también el silencio permite que rara vez se ponga en cuestión el valor de la identidad política, de todas las identidades que giran en torno a ella. Y si bien la época zarista no se caracterizó por el ejercicio de la libertad de palabra, los órganos de seguridad del Estado revolucionario se empeñaron en superar el mismo absolutismo que cooptaron.

 

Los activistas

No es raro encontrar editoriales en Internet que atribuyen virtudes cívicas al activismo ciudadano en las redes sociales, sugiriendo (frases más o menos) su utilidad como tribunas de opinión. Con esta perspectiva, las redes se asumen como una herramienta para elevar quejas en asuntos sociales, iniciar movimientos políticos, o incluso fiscalizar a los poderes públicos. Las redes sociales (especialmente Facebook y Twitter) se han nutrido de voces y expresiones que aspiran a modificar el curso de la política. Es claro que las rutinas de toda experiencia política se han visto afectadas por aquello que circula en ellas, pero no es menos cierto que su alimento es, con frecuencia, el descontento y el exabrupto.

La propia ingeniería de las redes sociales es, al menos, corresponsable de un ambiente que además de agresivo es solitario. Especialmente para las personas que le dedican más atención, las redes son un problema psicológico, puesto que levantan en torno ellas una burbuja silenciosa de incomunicación. Hay evidencia de que las personas filtran la aparición de aquellas publicaciones que se oponen a sus valores, llegando a bloquear y cortar toda amistad (virtual y real) con quienes las divulguen en sus redes sociales. Su uso excesivo hace imposible compartir espacios de trabajo cuando “el otro” no expresa sus mismas percepciones de la realidad. En un juego de censuras mutuas, las reacciones en redes sociales exhiben a unos usuarios impugnando la existencia virtual de otros, sin siquiera conocerlos en la vida real.

La situación descrita tiene que ver también con la manera en la que las redes interconectan a sus usuarios. Los algoritmos que coordinan las relaciones en redes sociales facilitan el acceso a publicaciones entre personas con ideas similares; pero también las exponen a opiniones o noticias provocadoras sin mayor contenido (clickbait), logrando respuestas impulsivas. El refuerzo de los sesgos es un proceso continuo para el usuario frecuente de estas redes que, con el paso del tiempo, se especializa, distinguiéndose luego como “ciberciudadano”. Un rasgo particular también lo define: es propenso a intentar silenciar las opiniones de quienes encuentra repudiables y adopta la consigna de fiscalizar a quienes considera sus adversarios; entre otras estrategias, emplea la denuncia ante empleadores, amistades y familiares. En el entorno de las redes sociales te silencian el empleado, el gerente, el estudiante, el académico, el periodista, el artista, el escritor, el poeta, quizá amigos y conocidos. Pero sobre todo te silencia el activista.

El activista persigue afanosamente las palabras y opiniones que considera detestables cuando las interpreta como odio. Pero esto va más allá de cualquier intercambio de discrepancias. Trastocando la pragmática del lenguaje, y aplicando acríticamente la idea de “hacer cosas con palabras” (actualizando a J. L. Austin y sus continuadores) el activista define a conveniencia la contradicción de sus ideas como un hecho punible. La palabra u opinión odiosa se denuncia como acto, y asumiéndose como “acto de odio” (contra alguien, o un grupo), la palabra debe responder a un autor.

Decir, postear algo “detestable” en redes sociales, es cometer una contravención, y no solo por la codificación que dispongan sus administradores. Dado que el sistema está configurado para facilitar la denuncia, para el ciberactivista el detestable contraviene lo que es aceptable, especialmente en ámbitos altamente complejos –sexo, raza, etnia, identidad, género, edad, pobreza, migración, salud, discapacidad, estética, nutrición, deporte, ciencia, clima, derecho…– por lo que con frecuencia termina siendo evaluado moralmente y no en razón de sus argumentos. A partir de entonces se es perseguible por un “delito” de odio, exigiendo poco más y una captura de pantalla como evidencia.

El ánimo de denuncia del activista libra a las redes sociales, al menos en parte, de su responsabilidad en la congregación de gente y en el hospedaje de su radicalización, dado que, sin dicho ánimo, y sin suspicacias –como las de trocar las palabras en actos de odio– la informática resulta superflua. Ciertamente entre las conductas de una tragedia como la del Gulag y la actitud censora del ciberactivista hay un abismo, pero también hay un hilo, el de las historias de aislamientos y encierros –perfeccionados en la era análoga y más anónimos en la digital. Y sin ánimo de forzar una comparación, podría decirse que en las redes sociales parecen replicarse las radicalizaciones propias de las ideologías más resistentes desde el siglo pasado, cuando algunos comportamientos nos muestran lo que sobreviene donde el debate pierde toda metodología, pero también toda razón.

¿Qué harán los ciberactivistas cuando todo esto termine, cuando sean ellos mismos los denunciados por infringir sus propias ideologías? ¿Qué puede suceder si se normaliza –aún más– el silenciamiento subjetivo de toda palabra considerada detestable? ¿Cómo debatir con nuestros antagonistas si todos guardan silencio y acaban expresando su opinión solo en votaciones? ¿Qué hacer ante aquellas personas que conocemos en la vida real, pero están atrapadas en la virtual?

Hace poco más de diez años las redes sociales apenas tenían incidencia en nuestras discusiones políticas, y ahora, cuando un cruce de ideas no puede sostenerse sin riesgo de añadir guerras donde solo había choques, parece oportuno pensar cómo volver a conversar. Con suerte aquello puede empezar, primero abandonándolas, y luego procurando volver a algo diferente a ellas. Llegará el momento de resetearlas. Esto funciona así.

 

Imágenes: Sasha Freemind (Unsplash);  Mariann Szőke (Pixabay); pixel2013 (Pixabay); Nathan Wright (Pixabay); Prateek Katyal (Unsplash)

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