Amor y erotismo frente a la sexualidad amurallada

Julio Peña y Lillo E.

 

Cada uno sabe y ha experimentado lo fácil que es enamorarse, y lo difícil y bello que es amar de verdad. El amor, como todos los valores auténticos, no se deja comprar. Existe el placer sobornable, pero no un amor negociable

Herman Hesse

 

I

La cultura y la economía son dos campos de la vida cotidiana que configuran los contornos, los límites y las fronteras que definen nuestro estar en el mundo. Operan como dinámicas que delimitan a los individuos a través de Leyes y reglamentos, o a través del orden establecido por principios y valores que se transmiten de generación en generación. La cultura, como nos recuerda Freud, exige una sublimación continua de la sexualidad, a través de dispositivos que pretenden desviar las energías libidinales (la plegaria, el recogimiento, el cultivo de la virginidad, el matrimonio, la monogamia o la fidelidad); ideales que operan como barreras o muros de contención para distanciar a la humanidad de su ancestro animal, y protegerla de esta forma de la impredecible naturaleza, regulando y reglamentando la vida humana en sociedad.

La economía por su parte, como nos recuerda Marcuse, implica la reproducción de obligaciones forjadas desde el nacimiento, la escuela, el colegio, el instituto, y más tarde, el taller, la fábrica, o la empresa, instancias necesarias para la subsistencia, o para acceder al trabajo asalariado –muchas veces penoso o forzado-, o cuando no, para enfrentar la amenaza de la precariedad, la miseria o el desempleo, que obligan a los individuos a consagrarse a la disciplina, a la obediencia y con ello muchas veces a la sumisión, o a la frustración, conduciendo de esta manera a los individuos a una “adecuada” vida en sociedad.

La represión desde afuera (instituciones, valores y principios) se va a sostener a sí misma desde la psique del hombre, en la propia autorepresión de los individuos desde dentro, en función de la utilidad del aparato productivo de la sociedad, generándose de esta manera un gran suceso traumático en el desarrollo de los seres humanos.

Sin embargo, todas estas demarcaciones culturales, espaciales y existenciales están sujetas a cambios históricos, no hay muros sin huecos por donde se filtren las pulsiones de vida, no hay puertas que no se abran a una nueva forma de relacionamiento. Aperturas o fisuras que compensan las aspiraciones de los seres humanos, eludiendo muchas veces las leyes y las formas culturales represivas o restrictiva de la sociedad.

II

Cuando pensamos en otros modos de habitar el mundo de lo sensible en común, no podemos dejar de lado las reflexiones sobre la inquietante dimensión humana de la sexualidad, la cual esta directamente relacionada con la capacidad de generar placer o displacer en nuestra cotidianidad. Muchas de las patologías psicológicas, nos dice Freud, provienen de la incapacidad que tenemos como seres humanos de soportar el rechazo, la exclusión y la represión que nos impone una sociedad puesta al servicio de cierto tipo de representaciones o ideales culturales, como son: el productivismo, el individualismo, la competencia o la auto-represión sexual propia de la cultura judeocristiana. Solamente una disminución o supresión de estas exigencias, podría significar la posibilidad de acceso a una mayor felicidad.

Cabe la interrogante, de qué sirve una mayor longevidad, si eso implica una vida abrumada de penosas labores, escasas alegrías, y un exceso de sufrimientos. Todo hace pensar, nos dice Freud, que como especie humana, no nos sentimos y no nos encontramos cómodamente o plácidamente al interior de nuestra cultura. Si bien nos puede alegrar y satisfacer el cúmulo de conquistas tecnológicas, la capacidad que tenemos de conocer y dominar a la naturaleza, todos estos logros no han servido para aumentar el grado de satisfacción o de felicidad que se espera de la vida. Para Freud, prácticamente todos los campos de relacionamiento humano se han visto sometidos a una dinámica económica, que retira de la sexualidad una importante cantidad de energía física, reduciendo la capacidad que tenemos como especie humana de disfrutar del goce sexual o de la vida en comunidad; de esta manera se antepone el principio –productivista- de realidad, sobre el principio de placer.

De igual forma, nos dice Onfray, otro de los grandes problemas históricos e inaugurales de Occidente, es el que tiene que ver con el pensamiento judeocristiano y con el Antiguo Testamento, en ellos abundan los desatinos contra la carne, contra los deseos y contra los placeres. Se fustiga al cuerpo, las sensaciones, las emociones y las pasiones. Según Onfray, el odio a la vida no tiene parangón, si no en el desprecio que tiene el judeocristianismo por las mujeres. Tanto la Torah, como el Nuevo Testamento y el Corán, legitiman un mundo masculino, construido sobre el descrédito generalizado del cuerpo y de lo femenino.

Bajo estos preceptos, lo que se puede experimentar en la intimidad de los cuerpos es: culpabilidad, temor, miedo, angustia, y enojo consigo mismo. Para la lógica monoteísta, lo fundamental es renunciar, resistir y reprimir cualquier hipotética satisfacción del apetito pulsional o pasional. Cuanto más aspire un espíritu al cielo, nos dice Onfray, más se hunde como cadáver en la tierra; en pocas palabras, los seres humanos se tornan en una especie de “muerto viviente”. Bajo los parámetros del ideal religioso, queda prohibida la libertad sexual, el nomadismo libidinal, el libertinaje, las relaciones sexuales fuera del matrimonio, la bisexualidad, la desnudez, la homosexualidad, el erotismo, o la masturbación.

Los monoteísmos, nos dice Onfray, nos conducen a la muerte del deseo, a la condena del placer, al descrédito total de la vida. La constitución y la estructuración de Occidente procede de esta manera, de una visión denegada del mundo: del odio o falta de reconocimiento de las mujeres, de un pensamiento binario y moralizador y de una obsesión por someter la sexualidad a una dieta ascética.

Los hábitos reprimidos de occidente son los que van a generar la neurosis, los burdeles, la sexualidad animalizada, la dominación brutal y el poder masculino sobre millones de mujeres sacrificadas, así como una forma de enemistad entre los dos sexos, con un terrible agravamiento del conflicto interno, entre la parte reflexiva y la parte visceral existente en cada uno de nosotros.

Frente a este conjunto de normas heredadas del judeocristianismo y del platonismo, Onfray nos propone, siguiendo una perspectiva crítica, recuperar algunas de las formulaciones provenientes del hedonismo y del epicureísmo para volver a vivir el placer sin un sentimiento de culpa. Para este pensador heredero de la filosofía de Nietzsche, el placer no puede residir en un objeto hipotético, ideal, o imposible de alcanzar, porque termina siendo siempre frustrante, como puede ser la esperanza en esa llamada redención religiosa supra-terrenal. Por el contrario, el placer se encuentra en la dimensión material de lo real, de lo visible, de lo palpable, de lo respirable y vivible en este mundo.

Si queremos disfrutar del breve paso por el corto transcurrir de la vida, es fundamental aprovechar cada momento, manteniendo una dieta no sólo de los alimentos, sino de los placeres y de los deseos, esto es, no rechazar la satisfacción de los apetitos, a menos que esto implique la alteración de nuestra serenidad, o de nuestra autonomía. Lo que Onfray nos propone, muy a contramano de lo que nos plantea el judeocristianismo, es el cultivo de los placeres del cuerpo, la sensualidad contra la castidad, el exceso contra el ahorro, la audacia contra el temor, la alegría contra la frustración, la afirmación contra la negación.

III

Ovidio en su arte de amar, proponía una separación radical entre el amor, la sexualidad, la procreación, la ternura, el matrimonio y la fidelidad. Cada una de estas instancias manifestaba el poeta, funcionan de manera autónoma, a partir de un orden propio. Amar no supone tener relaciones sexuales, y tener relaciones sexuales no significa amar; tener hijos no obliga al amor, menos aún al matrimonio; estar casado no fuerza a la fidelidad, y la fidelidad no requiere matrimonio; la ternura puede florecer por fuera de la fidelidad o del matrimonio, o de la sexualidad; las relaciones del cuerpo pueden practicarse sin ternura, o también con ella.

Esa supuesta exclusividad carnal, tan reclamada por la monogamia, nos dice Adorno, toma forma de una dominación que procede a través de la exclusión, tal como sucede en los grupos herméticamente cerrados del sistema capitalista (lo privado como privativo). Una vez que el ser amado ha sido convertido en un objeto que creemos poseer, dejamos de apreciar y comprender sus múltiples necesidades, deseos y fantasías, es decir, gran parte de sus cualidades y posibilidades humanas. Es esta pretensión de cosificar posesivamente al ser amado, lo que muchas veces lo fuerza a escapar de la relación.

Si los seres humanos en sus relaciones amorosas cesaran de considerarse objetos de apropiación posesiva, nos dice Adorno, se evitaría la cosificación de lo humano y dejarían de ser percibidos como cosas intercambiables. El compromiso y el apego hacia el otro estaría relacionado a su especificidad, a sus particularidades, a su singularidad, hacia ciertos rasgos que apreciamos en esa persona, y ya no hacia un fantasma que construimos e idealizamos, y que en el fondo no suele ser más que el reflejo de un objeto que pensamos poseer. Cuando el amante no reconoce y no respeta los sentimientos, las necesidades, los deseos, los proyectos propios del ser amado, bajo el pretexto de que son uno solo como pareja, caemos en una dinámica de asfixia, de castración y de egoísmo.

Las condiciones de realización concreta del amor romántico, como nos recuerda Ogien, con sus exigencias (de media mitad, de media naranja, de ver el mundo con los mismos ojos), de exclusividad y de fidelidad, va a encontrar hoy en día muchas dificultades. Inmersos como estamos en un mundo en donde el mercado sexual es lo suficientemente libre y accesible, en donde las imposiciones familiares o sociales ya no tienen cabida, o en donde los divorcios y las separaciones ya no son considerados como fracasos, el compromiso con el otro se sobrelleva ante todo, en el respeto a su alteridad, a su diversidad, a su singularidad.

Desde esta perspectiva, lo que nos plantea un contrato hedonista, es una erótica igualitaria, en donde los dos contratantes disponen de los mismos derechos, obedecen a los mismos principios, y suscriben las mismas reglas y convenciones. El objetivo es reducir las malas pasiones, como los celos, la envidia, la sospecha, el recelo, la desconfianza, el odio, la posesión, y todos esos elementos que obstaculizan profundamente la autonomía, la independencia y el desarrollo de la persona al interior de las relaciones.

La crisis del amor y de la tradicional forma de relacionamiento, nos incita a reconsiderar las leyes del juego amoroso, nos empuja a replantearnos y a reconsiderar esa dinámica casi obligada de extinción de la individualidad, o de destrucción de las soberanías, que termina por echar abajo la realización efectiva de construcción de lazos sociales, al irrespetar o no reconocer la alteridad, afectando directamente el bienestar del otro, dificultando la voluntad del vivir juntos.

Basta mirar a nuestro entorno, para constatar el triunfo de los divorcios agresivos, de las separaciones dolorosas, de las violencias conyugales, de las miserias sexuales, del adulterio generalizado, del carácter insípido y aburrido de las historias repletas de costumbres sometidas al sistema de valores que rige en la actualidad.

El abordaje de la sexualidad y del amor se torna de esta manera, en otro campo de disputa política, en donde se despliegan otras formas de interacción humana y erótica, liberadas de esa idea de cuerpos y personas consideradas como objetos de posesión.

IV

No es posible instaurar sociedades pacíficas, limitando o poniendo muros o barreras infranqueables a la satisfacción de las pulsiones eróticas y sexuales. Entibiarse para no arder, como plantea el judeocristianismo, genera resentimiento, activación de la pulsión de muerte contra el mundo, la vida, lo real y papable frente a los otros.

Revivir los lazos reales con el otro implica de esta forma, una apertura constante hacia la alteridad, reconociendo y conviviendo incluso con la vulnerabilidad del otro, como un ejercicio constante de sobrepasarse a sí mismo, propio de un amor inserto en la realidad y ya no en la fantasía.

Las premisas del hedonismo esbozadas por Onfray, de ni sufrir, ni hacer sufrir, ni perjudicar, ni ser perjudicado, ni usurpar la libertad del otro, su autonomía, su independencia, ni tolerar que éste (la pareja) o los rezagos de la cultura judeocristiana invadan nuestra propia soberanía personal, puede contribuir a sentar las bases de un proyecto existencial compartido, más convivial y llevadero para este siglo XXI.

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