Deshilando muros

Luis López López

 

La muralla china, cuya construcción obedeció a fines defensivos, se inició en el estado de Qi hacia el siglo V a.C. y continuó en el siglo IV en el estado de Wei. En 221 a.C. Qin Shi Hang ordenó su destrucción con propósitos unificadores; Liu Bang en 202 a.C., en lugar de mantener la muralla, trató de conseguir la paz mediante la unión en matrimonio de sus princesas con los jefes Xiongnu. El concepto de protección y defensa se reavivó entre 1449-1600, durante la dinastía Ming, frente a la invasión manchú.

Las carpas nómadas de los pueblos turcos no dejan huellas de su trashumancia conquistadora; sus frágiles estructuras recorren territorios en abierto contraste con la implantación monolítica de castillos que buscan marcar definitivamente territorios. La levedad de esas tiendas vencerá a la solidez de las defensas que les son arrebatadas. En tan frágiles y temporales construcciones, alfombras y tapices cubren sus habitáculos, y más tarde sus colores y composiciones expandirán sus fronteras al gusto de los mercados occidentales. La estética nómada se filtra más allá de los límites amurallados de tierras ocupadas.

El Santuario de Ise, con cerca de 1300 años de antigüedad, cada año congrega a millones de japoneses al ser el lugar sagrado más importante del Japón sintoísta. Pero ese complejo maravilloso de templos se reconstruye completamente cada 20 años; todas sus partes e incluso los objetos en ellos contenidos son rehechos, lo que llevó a que los técnicos de la UNESCO resolvieran eliminar el templo de Shinto de la lista del patrimonio cultural de la humanidad, considerando que este no tenía más de veinte años de existencia. Y es que para la cultura occidental el énfasis está en lo original, en lo irrepetible, intocable y excepcional, en el ser y la esencia. La materialidad de las obras para la cultura oriental se da en la imbricación de continuidad y cambio, en el devenir de transformaciones silenciosas. Byung-Chul-Han, en su libro Shanzhai, dirá al respecto que “La verdad es una técnica cultural, que atenta contra el cambio por medio de la exclusión y la trascendencia. Los chinos aplican otra técnica cultural, que opera con la inclusión y la inmanencia.” Para una cultura que se construye de verdades puede resultar extremo que la materialidad de las construcciones, al igual que en la naturaleza, se renueve constantemente, eliminando su singularidad originaria o definitiva.

Pero hay algo más en los recintos orientales, y es el modo en que se limitan sus espacios. El mismo Byung-Chul-Han, en Ausencia, afirma que “El templo budista no está ni totalmente cerrado ni totalmente abierto. Ni la interioridad ni la exposición caracterizan el efecto que el espacio tiene en él. Sus espacios, antes bien, están vacíos. El espacio del vacío conserva la in-diferenciación de lo abierto y lo cerrado, de interior y exterior. La nave del templo budista apenas tiene paredes. Por los costados la rodean muchas puertas de papel de arroz.” La luz llega difuminada, en su interior los espacios se conforman con un delicado juego de sombras en ambientes calmos para la introspección.

La desmaterialización de muros en filigranas de piedra o vitrales de colores característicos de la arquitectura gótica, en cambio, elevan el espíritu hacia la trascendencia y no solo manifiestan la exquisitez estructural y constructiva de los artesanos medievales, en el espacio que se eleva y difumina está paradigmáticamente expresada la llegada del pensamiento racional, es la metáfora de la lenta ruptura con los muros oscurantistas del dogma religioso.

Cuando León Battista Alberti decidió en el siglo XV dar un nuevo envolvente a la iglesia de San Francisco en Rimini Italia, vieja estructura lombarda de nave única con absidiolos centrales, lo hizo con la intención de incorporarla al naciente lenguaje renacentista que estructura la ciudad medieval con una clara conciencia de su rol histórico renovador. El muro-piel que cubre la antigua edificación expresa en esta singular intervención los nuevos códigos y significantes de la cultura que surge. El “nuevo” templo Malatestiano es casi una declaración de principios de ese proyecto que propone una lectura crítica de lo existente, un replanteamiento de valores para el mundo que se avecina.

Adolf Loos, arquitecto modernista, escribió en Ornamento y delito: “Como el ornamento ya no está unido orgánicamente a nuestra cultura, ya no es tampoco la expresión de nuestra cultura. El ornamento que se crea hoy no tiene ninguna conexión con nosotros, no tiene en absoluto conexiones humanas, ninguna conexión con el orden del mundo.” La función se erige en la purificadora de la forma, su esencia está en el uso, por tanto es el generador de la nueva estética moderna y su referente de belleza. Los códigos del diseño y la arquitectura historicista son repudiados, tanto que Loos vincula los instintos primarios al ornamento y su ausencia a la evolución. Los órdenes clásicos y neoclásicos, los tratados compositivos de muros y ornamento deben ser suprimidos. Se prefigura con él la caja funcional, conformada por planos simples como el ideal racionalista del hábitat moderno.

Para Shreve, socio de la empresa de arquitectura que diseñó el Empire State Building, la piel es todo o casi todo. Los nuevos códigos formales de ruptura del art nouveau europeo buscan carta de naturalización americana en programas arquitectónicos inéditos como son las edificaciones en altura, cuyo ejemplo es el Empire State resplandeciente, con revestimientos de cromo-níquel y unas ventanas enrasadas con el muro exterior para que las sombras no estropeen la línea ascendente de sencilla belleza. Los muros, como límites de territorios o ciudades, desde entonces emprenden su búsqueda de nuevas delimitaciones etéreas en las alturas del cielo de la gran metrópoli, “esa determinación de Manhattan de llevar su territorio tan lejos de lo natural como fuese humanamente posible”, según asevera R. Koolhas en Delirio de Nueva York.

Para Mies Van der Rohe los muros no son esa materialidad envolvente que separa el adentro del afuera, en el fluir de los espacios acristalados de sus casas-patio, las divisiones internas levitan, articulando el recorrido de seres mundanos y cosmopolitas que aman su privacidad e intimidad; pero hay un segundo cerco que delimita las parcelas con muros que se cierran al exterior, a las miradas inoportunas, que dejan entre ellos construcciones artificiales de una naturaleza contenida en patios tratados como sitios de contemplación. Iñaki Ávalos en La buena vida, dirá al respecto: “Los muros están ahí para otorgar privacidad, para ocultar a quien habita, para permitir desarrollar dentro de la casa una vida profundamente libre, al margen de toda moral o tradición, al margen de toda vigilancia social o policial ―al margen, en definitiva, de esa insoportable visibilidad que la moral calvinista imponía a sus compañeros modernos y su arquitectura positivista.” Es evidente que su pensamiento y realizaciones no encajan con el ideal moderno de un hábitat igualitario y normalizado y lo acercan más al ideal del hombre autosuficiente y sin ataduras, más próximo del superhombre nietzschiano.

La mundialización arrasó con la utopías de un hábitat ideal, profundizó las diferencias de sociedades y pueblos marcando inequidades, y en todas o casi todas las ciudades del planeta se dibuja la pobreza de grandes sectores de la población en mosaicos de latas, medios muros y colores.

Los muros han adquirido infinitas formas a través del tiempo: masas de tierra, de piedra, o simples entramados y telas en sus orígenes, o placas de hormigón y acero en la modernidad, dibujan límites de territorios-ciudades y habitáculos. En unos casos propician introspección, protección, amparo, aislamiento; en otros, demarcan las relaciones entre seres humanos: tú–yo–nosotros–ellos. Ya sea que permitan el paso de la luz, o provoquen la penumbra o la obscuridad, que busquen la inmanencia o la trascendencia en el habitáculo, el templo o el palacio, que alberguen el poder o la fragilidad, la protección o el desamparo.

 

Imágenes: naturalogy; 139904; Caleb Oquendo;  Eva Grey.

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