Muros: deriva de lo inacabado

Fernando Albán

 

En los muros se conjugan infinitos ángulos, desde los cuales pareciera que nos observan, que nos dirigiesen innúmeras miradas, improbables. ​Expuestos a la intemperie, preservan de la misma a aquellos que se guarecen detrás de su lánguida mirada. La duración es el más fiel de sus aliados, pues han sido erigidos para ceñir la eternidad. ¿Qué ocurre cuando la aspiración a la eternidad no ha sido más que una suerte de caída en lo temporal? Entonces, el sentido de la erección de los muros suscita forzosamente la cuestión de una existencia condenada a subsistir fuera de su identidad. Se trata de la configuración de un ente fracturado, sumido en una condición fragmentaria. Precisamente, este parece ser el drama suscitado en la Construcción de la Muralla China, que es uno de los relatos fundamentales de la obra de Kafka.

El tiempo excluido de la eternidad o, a la inversa, la eternidad puesta fuera de lo temporal, dos fórmulas inconciliables que para Kafka configuran el ámbito del pecado. Esta es la escena de una existencia mutilada que se debate por alcanzar la reconciliación o la unidad del tiempo y de la eternidad, pero sin que esto burle o socave el carácter antagónico, conflictivo de los términos que se encuentran en tensión.

¿Cómo salir de esta situación intolerable? La angustia y la esperanza se alternan para hacer que el resultado del combate entre lo finito y lo eterno quede suspendido, irresuelto. Es por ello que el fracaso acecha constantemente el gesto kafkiano; en primer lugar, aquello que se encuentra comprometido es cualquier intento de comunicación entre los dos órdenes en conflicto. Esto es, el mensaje que proviene del poder superior se torna ambiguo al atravesar las distancias no mensurables y, del lado del receptor, la interpretación se vuelve interminable. En tales circunstancias, el resultado es siempre el mismo: ruptura de la comunicación.

-/-

 

En la Construcción de la Muralla China el emperador es quien da la orden de su ejecución. Pero, como la instancia del poder superior es radicalmente inaccesible, esto determina que no se pueda interpelar a la fuente cuando existan dudas sobre el sentido preciso del mensaje que emana de ella. El resultado que deriva de esta imposibilidad es la implementación de un «sistema de construcción fragmentario». Existe una suerte de muro o de límite infranqueable entre el emperador y la «comandancia suprema», que es la encargada de diseñar y de dirigir la edificación de la muralla; como existe también un límite infranqueable entre esta instancia intermedia y los obreros que deben ejecutar la obra.

La no reciprocidad entre los estamentos que participan en el hecho comunicativo consagra la construcción de la obra monumental al des-obramiento, a la extenuación del gesto en la ausencia de sentido. De ahí que el levantamiento de los muros en territorio desértico, que no logran formar un todo, yacen constantemente a la merced de los embates de los nómadas. «¿La Muralla no había sido imaginada, por lo dicho y por lo sabido de todos, como una defensa en contra de los pueblos del Norte? Pero ¿de qué vale esta defensa si la Muralla no forma un todo? Además: no solamente toda defensa deviene ilusoria, también los trabajos mismos están en perpetuo peligro» (Construcción de la Muralla China, Kafka).

La Muralla no forma un todo, tiene grietas, fisuras, deja espacios en blancos. Por el contrario, la posibilidad de configurar, mediante la edificación de los muros, un trazado continuo, uniforme, radica en la construcción de una obra cuyo sentido se organiza en la perspectiva de alcanzar un propósito. No obstante, si la finalidad falla, entonces la obra monumental se vierte en el absurdo. En ausencia de un fin, que de sentido a la construcción, esta se fragmenta. Todo muro o muralla para ser tal, es decir, para preservar su identidad, su integridad, debe delimitar un espacio que permita discernir o discriminar entre un adentro y un afuera. Esta ausencia de delimitación impide que la construcción cumpla con el propósito para el que fue creada: procurar protección, servir de resguardo frente a los azotes del enemigo desconocido. Pero, si el límite o la frontera se constituye por muros que se hallan a gran distancia los unos de los otros, entonces no se puede precautelar la integridad del adentro.

Más aún, si nos trasladamos al contexto histórico de la construcción de la Muralla, la imposibilidad de discernimiento entre el exterior y el interior se ve reforzada por el hecho de que los Nómadas, a quienes la Muralla rechazaba, surgieron a partir de poblaciones que periódicamente fueron desplazadas del seno mismo de la China. El mal tan temido que viene del afuera, contra el cual los muros deben ser una barrera, yace, sin embargo, en el adentro. Es decir, no hay manera de resguardarse ante la inminente destrucción, pues esta mina la fortaleza desde su interior.

La construcción de la Muralla no produce una frontera que sea apta para propiciar una demarcación absoluta. El límite que es su trazo no puede romper los lazos entre quienes quedan adentro y quienes vienen de fuera y, a su vez, provoca una confusión entre el autóctono y el foráneo. De ahí que la edificación de la obra monumental, que debía garantizar la integración del individuo en el seno de un todo fraterno, introduzca la división en el interior mismo del conjunto unitario. Esta división es un preámbulo de la confusión babélica. En este sentido, es necesario señalar que, como se afirma en el relato de Kafka, las paredes de la gran Muralla debían «ser los cimientos sólidos para una nueva Torre de Babel». «La gran torre debe a la vez unir a los hombres entre ellos y permitirles tocar el cielo. Pero Babel es un fracaso y es de este fracaso que Kafka alimenta su imaginación mítica» (Figura de Franz Kafka, Jean Starobinski). El fracaso de Babel es el origen de la confusión y el principio de la incertidumbre que pesa sobre la identidad.

Simultáneamente, las distancias que tiene que cubrir y demarcar la gran Muralla China son tan vastas —distancia es sinónimo de pecado— que el inacabamiento se impone siempre como corolario. Por lo tanto, la edificación de los muros se ve expuesta, desde el comienzo, al riesgo de la fragmentación y de la destrucción. Las fisuras minan secretamente la integridad de la obra y, desde entonces, la angustia encuentra un elemento propicio para hacer ostensible el hecho de la finitud. La edificación de la Muralla no termina, como también queda inconclusa la escritura del texto. En este punto es preciso destacar que el cuerpo del relato forma un pliegue especular con la historia narrada por él, pues la Construcción de la Muralla China está escindida por una serie de lagunas que dejan espacios en blanco; así como el plexo del relato es discontinuo, fragmentado, lo que determina que su identidad haya sido quebrantada. Esto significa que el texto de Kafka carece de un estatuto unitario que lo torne susceptible de ser etiquetado de manera precisa. Se trata de un híbrido que combina, de manera aleatoria, la crónica histórica y la ficción novelesca. Esta deriva del relato kafkiano será, algunas décadas más tarde, asumida íntegramente por el escritor argentino Jorge Luis Borges.

A su vez, en la obra kafkiana se cruza de manera continua el tema de la construcción con el drama que vive el animal. La Madriguera es un extenso relato que quedó, como muchos otros, inacabado, al igual que la historia que en él tiene lugar. En esta, un animal, que carece de una identidad que dé pie al reconocimiento, construye frenéticamente un refugio que le ofrezca protección. Aquel ser, que no encaja en ningún orden virtual paradigmático, sigue temblando pese a encontrarse en el interior de la madriguera. Así, los muros o las paredes subterráneas son construidas incesantemente a causa del despliegue de hipótesis o conjeturas interminables que el animal se hace con el propósito de reconocer el inminente peligro que lo acecha por debajo de la tierra. En esta escena subterránea el pensamiento, que dispone con normalidad de todos sus mecanismos, es incapaz de identificar el lugar del que proviene el peligro y cuál es el animal que lo acosa. Es entonces que la fortaleza se convierte en la trampa de aquel que cava y expande obstinadamente las paredes de su refugio.

 

-/-

 

En los dos relatos, el despliegue interminable de las hipótesis coincide con la impotencia del conocimiento para, por un lado, descifrar la orden del emperador, que se encuentra absolutamente retirado y, por el otro, con la imposibilidad de vislumbrar el peligro inminente, que se manifiesta bajo la forma de un ruido persistente. Tanto en el uno como en otro la distancia del receptor con respecto a la fuente emisora del mensaje es lo que determina que la interpretación se torne infinita y que el gesto tendiente al levantamiento de muros se vuelva inoperante. En este sentido, en la Construcción de la Muralla China el narrador afirma: «busca con todas tus fuerzas la manera de comprender las órdenes de la comandancia, pero solamente hasta un cierto límite, a partir del cual, cesa de pensar en aquello». Así, el fracaso al cual está consagrada la edificación de los muros acarrea consigo la impotencia del conocimiento. Ahora bien, existe un principio común en los dos relatos que moviliza el ejercicio interpretativo y exacerba el deseo tendiente a la construcción de fortalezas: el miedo del enemigo innominado que, sin embargo, nunca pudo ser visto. «¿Este miedo es tan diferente de aquel que ha devastado el inconsciente colectivo de nuestra época?» (Figura de Franz Kafka, Jean Starobinski).

En el despliegue infatigable de la gran construcción inacabada los muros se repiten; pero la repetición debe guardar, preservar la distancia que separa al uno del otro. Entonces una cuestión se anuncia inevitable: ¿cómo no ceder ante la tentación de que el comentario, la interpretación o la conjetura intenten tapar los intersticios, cubrir los intervalos, las discontinuidades, suturar las heridas? Emerge entonces la eventualidad de una palabra reveladora, omnidicente, para la cual solo cuenta la posibilidad o la necesidad de una construcción gloriosa. En adelante la palabra completa la obra, pero debe pagar el grave precio de llevarla al enmudecimiento. Los muros ya no hablan, pues les ha sido arrebatado su espacio de resonancia; o bien, se precisa de una palabra que asuma la necesidad de la carencia, de la in-completitud, del inacabamiento; es decir, que sepa guardar en ella la distancia, el intervalo, la fisura, lo discontinuo. Para ello, la palabra debe ser capaz de circunscribir la distancia, la separación, pero desde muy lejos. Solo así la interrogación se traduce en ambigüedad, en confusión. Deja que la palabra libere su parte de nada para que desde los muros nos observen, que nos dirijan innúmeras miradas improbables.

 

Imágenes:

Diego Jimenez – Unsplash / Metropolitan Museum of Art / Francesco Ungaro – Unsplash /  Luemen Carlson – Unsplash

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *