El último hombre

 

Ahí está la barca, — quizá navegando hacia la otra orilla se vaya a la gran nada. — ¿Quién quiere embarcarse en ese “quizá”?

Nietzsche, Así habló Zaratustra

 

 

El superhombre

El hombre es algo que debe ser superado, sentencia Zaratustra. Pero, ¿cuál es el sentido de esa superación, hacia dónde conduce? El hombre es un umbral, un puente, un lugar de tránsito o de transición, mas no una meta. «El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre, — una cuerda sobre un abismo» (Nietzsche, Así habló Zaratustra). Hundirse en el propio ocaso es la sola manera de guardar en el vuelo de la flecha el anhelo hacia la otra orilla. Se precisa llevar el caos dentro de sí para mantener el anhelo de pasar al otro lado, para tener la fuerza y el coraje de seguir el camino que lleva al superhombre. Pero, ¿qué ocurre cuando la cuerda del arco ya no puede vibrar? Entonces, «el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre». Llega el día en que el hombre más ruin será incapaz de despreciarse a sí mismo. Quién si no: el último hombre.

Ir más allá de sí mismo, ese es el imperativo. Solo el niño sumido en su inocencia y en el olvido de sí es capaz de un nuevo comienzo, de crear valores nuevos. El juego libera la fuerza afirmativa de un primer movimiento, «de un santo decir sí», deja suelta la rueda para que se mueva por sí misma. Precisamente, el creador de mundos debió apartar la vista de sí mismo para crearlo, mientras que el creador de trasmundos no puede apartar la mirada de su figura fatigada, sufriente e impotente. Tortura su cuerpo con los dedos del espíritu; aquel se niega a esconder la cabeza en el cielo trascendente de las cosas celestes, precisa de una cabeza terrena para crear el sentido de la tierra.

El hombre es quien realiza valoraciones; pero, para crear nuevos valores se precisa de nuevos creadores. Así, por ejemplo, más elevado que el amor al prójimo es el amor al lejano, al venidero. Por el contrario, el excesivo apretujamiento alrededor del prójimo es lo que llevó a considerar la soledad como una prisión. Amor al lejano: presentimiento del superhombre, fiesta de la tierra. El solitario, afirma Zaratustra, recorre el camino del amante, pero solo sabe del amor quien desprecia aquello mismo que ama. Aquel que se separa, que toma distancia, que se aleja, es quien se desprecia a sí mismo, pues se ama como sólo los amantes suelen hacerlo. Es preciso ser consumido por su propio fuego, para renacer de la ceniza.

 

 

 

 

Hay que guardar fidelidad a la tierra, que sirva el amor para darle a ella su sentido. Se precisa atar la virtud a las cosas terrenas y no permitir que estas se pierdan en la vacua ensoñación de trasmundos. La virtud debe descender al mundo, para llevarla nuevamente al cuerpo y a la vida y escuchar al fin su necesario latir dentro del pecho, pero solo bajo la condición de que la policía se haya vuelto innecesaria. Se debe pensar con los símbolos del tiempo y del devenir y justificar con ello la pasión por todo lo perecedero. Es necesario ser el hijo que vuelve a nacer del dolor de la parturienta y transformar el pensamiento en algo visible, en algo sensible para el hombre. Todo esto entraña recorrer el camino que va desde el «gran mediodía» hacia el atardecer y llevar consigo la esperanza de nuevas auroras.

El último hombre se hunde en su ocaso a mitad del camino entre el animal y el superhombre.

Donde hay ocaso y las hojas caen, la vida se inmola a sí misma como prueba de su fecundidad. Pero los árboles reverdecen nuevamente de mil formas diferentes, como impronta de la pasión de lo viviente; entonces, «¡cómo iban a hacerlo tan sólo — una sola vez!» Se trata justamente, siguiendo la enseñanza del poeta, de trabajar creadoramente el porvenir y de redimir todo lo que fue de manera transformadora, hasta que la voluntad afirme: «¡Mas así lo quise yo!». Aquello que la vida promete debe ser objeto de aceptación de la voluntad; esta quiere pero no busca. Es decir, al goce y a la inocencia se los posee, mientras que al dolor y a la culpa se los busca.

El sol, cuando va camino de su ocaso, derrama oro sobre el mar, prodigándole con riquezas inagotables. Así también Zaratustra desciende hacia los hombres y entre ellos se hunde en su ocaso, y al morir ofrenda el más rico de sus dones. El último hombre, Zaratustra, siente todavía necesidad de predicar entre los hombres; yace sentado en medio de viejas tablas rotas mientras escribe las nuevas. Todo aquello que ha sido considerado como malvado debe ser reunido en aras de crear una nueva verdad. «¡Junto a la conciencia malvada ha crecido hasta ahora todo saber! ¡Romped, rompedme, hombres del conocimiento las viejas tablas!» El último hombre es una primicia y, en cuanto tal, debe ser sacrificado.

Las viejas tablas convierten en sólido todo aquello que su poder de veneración les permite: valores, preceptos, conceptos. Y es que sobre la corriente, maderos, puentecillos y pretiles llevan a considerar que todo es sólido. Pero, el sumergimiento en medio de la corriente lleva a la afirmación contraria: todo fluye. Rompe las viejas tablas, rompe los puentecillos con la fuerza del viento del deshielo o con la vehemencia de las astas del toro destructor cuando rompe el hielo. Para esto se requiere haber sido expulsado del país de los padres y hallarse al fin lo suficientemente ligero de carga para amar el país de los hijos, que no ha sido descubierto aún. ¡Izad las velas para ir a su encuentro! En los hijos, en lo venidero, el pasado será redimido.

Zaratustra es el abogado del círculo, pues «curvo es el sendero de la eternidad». Lo que muere, vuelve a florecer; lo que se despide, regresa; eternamente gira la rueda del ser. Cada instante es un comienzo en torno del cual gira la esfera toda. El abogado del eterno retorno enseña que la existencia, la vida, como un gran reloj de arena que gira y gira, tiene que vaciarse para colmarse de nuevo. Sin embargo, la pregunta hoy, mil veces enunciada es: ¿cómo se conserva el hombre?, cuando en realidad tendría que ser: ¿cómo se lo supera? Todo lo maduro que ha llegado a su perfección está listo para pasar y morir. Así como lo inmaduro quiere vivir hasta colmarse, el dolor quiere pasar, desiste de sí mismo para alcanzar la plenitud del placer. Por el contrario, el placer se quiere tal cual eternamente, su completitud lo lleva a querer retornar eternamente. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Hacia dónde? ¿Hacia el superhombre?

 

La muerte de Dios

Hoy se torna cada vez más evidente que se ha alcanzado el fin del hombre. Ese es el umbral en el que nos colocan los últimos avatares de la ciencia moderna, y con la emergencia del último hombre se hace patente también la muerte de Dios. La biología molecular, en su efectividad técnica devenida en quirúrgica, sostiene Bernard Stiegler, ha hecho posible el rebasamiento de las leyes de la evolución. Pero se podría también afirmar que las leyes de la evolución fueron suspendidas desde el momento mismo de la invención del humano, es decir, de la técnica. Sin embargo, no se puede ignorar que en la actualidad esta suspensión ha adquirido una efectividad radicalmente nueva. «El medio no tiene influencia didáctica sobre el germen ―dice François Jacob―, parece que no hay ninguna comunicación directa entre germen y soma. ¿Esto sigue siendo verdadero cuando se trata de un medio técnico?» (Stiegler, Cuando hacer es decir). Es decir, «la biología molecular suspende su propio axioma mediante sus operaciones»; y el axioma, que fue formulado en 1970 y del cual depende la cientificidad de la ciencia, es: «El programa [genético] no recibe lecciones de la experiencia». Ahora bien, el rebasamiento de este axioma ha sido posible gracias al descubrimiento de «enzimas de restricción que permiten recortar el ADN con una precisión quirúrgica — la precisión de una mano instrumentada» (ibíd.). En adelante, la producción de un ser viviente se torna posible gracias a la cirugía genética, lo que pone en evidencia el carácter performativo de la biotecnología.

En este punto, la cuestión que inquiere por la técnica se traslada necesariamente al ámbito que concierne al lugar. El cuerpo, como el lugar de la virtualidad. ¿Es posible un hombre artificial? O también, ¿qué adviene en cuanto al lugar —en tanto cuerpo propio— cuando es posible hablar de tele-presencia? Aquí, una vez más, la pregunta por la técnica se desplaza al ámbito de la frontera o del límite. La técnica sería, entonces, la deconstrucción «objetiva» de todo límite, de toda frontera. Precisamente, la condición de un cuerpo propio radica en su inmovilidad, en su inmutabilidad, en su mismidad. Por el contrario, la posibilidad o la efectividad de la técnica consiste en la inscripción de lo viviente en lo no viviente, y del no viviente en lo viviente. Esta articulación implica el paso de las fronteras y, con él, la deconstrucción objetiva del sentido antropocéntrico. Aquí, la superación del sentido tradicional del hombre se torna factible y, con ella, quedan atrás todo tipo de valores substanciales que pretendían dotarlo de una estabilidad, de una fijeza, que lo privaban de la posibilidad de lo nuevo.

 

 

 

 

La muerte de Dios entraña la divinización del humano, pero el precio a pagar por ello es la pérdida de la identidad, que se da con la desaparición posible del cuerpo propio, como forma de la mismidad. Gracias a la técnica una nueva forma de memoria se pone en juego, esta excede los límites del neo-darwinismo. Es decir, la memoria genética o el programa de la especie, dejan de ser el elemento determinante para el mantenimiento del viviente humano, pues, en un medio controlado por la técnica, aquello que se hereda debe ser recapitulado con cada generación. «Sin esta recapitulación proteica, no habría ciencia, ni posibilidad de encadenamiento en el “gran ahora” de la ciencia que no es más que la muerte re-activable, re-sucitable por obra de un viviente que se encuentra siempre ya muriendo» (Stiegler). Gracias a la técnica el programa de la especie o la ley de la vida pueden ser suspendidas o alteradas por obra de la experiencia. Entonces, la experiencia individual puede ser transmitida sin que esta sea ahogada bajo el peso del programa o a cuenta de la estabilidad de la ley. Esta nueva configuración provocada por la ciencia recuerda, por un lado, el imperativo nietzscheano que lleva a «romper las viejas tablas», que han sido fundadas sobre el principio de la estabilidad substancial; y, por el otro, a asumir el eterno retorno, no como eternidad intemporal, sino como ciclo e instante a la vez.

La estructura del acontecimiento en la tecnociencia es la de la ficción, como es también la posibilidad misma de lo real. Es decir, la realidad deja de estar sustentada en un suelo ontológico estable para convertirse en «ciencia ficción». Agamben señala en ¿Qué es real? que el carácter exclusivamente probabilístico de los fenómenos en la física cuántica exige una intervención del investigador que permite conducirlos hacia un determinado fin. Entonces, no es tanto el conocimiento del sistema lo que interesa, sino la modificación provocada en él por los instrumentos de medición. Lo probable se superpone a lo real y el azar se constituye en principio de decisión acerca de la realidad. Surge así una ciencia de lo accidental, que renuncia a considerar como cognoscible el estado real de un sistema y se ve, con ello, forzada a recurrir a los modelos estadísticos. La naturaleza es azar, observaba ya Nietzsche con insistencia, entonces resulta imposible no asumir el riesgo que entraña toda decisión cuando esta nos coloca de cara a lo probable.

El lugar de partida de las ciencias experimentales es la constatación de una posibilidad. Entonces la experimentación ya no puede consistir en la reivindicación de una pura coherencia descriptiva, sino que deviene performativa. Constatar una posibilidad significa la apertura al ámbito de la pura ficción, pues lo posible yace en los dos extremos de la experimentación. Aquello que resulta evidente en el dispositivo propuesto por la tecnociencia es el de un cierto defecto del ser o de lo real que abre la posibilidad de lo nuevo. Esta constatación nos lleva, para terminar, a la inminencia misma del lenguaje, que es en sustancia la materia y el fin de toda ficción. «¿No se les han regalado acaso a las cosas nombres y sonidos para que el hombre se reconforte en las cosas? Una hermosa necedad es el hablar: al hablar, el hombre baila sobre todas las cosas. […] ¡Qué agradables son todo hablar y todas las mentiras de los sonidos! Con sonidos baila nuestro amor sobre multicolores arcoíris» (Nietzsche). Sí, la vida es ficción, pero esta constatación solo puede brotar del hecho de estar sumergidos en el río heracliteano del devenir. Todo fluye. Entonces, las viejas tablas deben ser rotas, para surjan otras nuevas, que en su momento se harán también viejas; además debe ser recusado aquel que consigna en las tablas su impronta. «Rompedme ―decía Zaratustra―, no creáis en mí». Zaratustra-Nietzsche es el profeta que anuncia la buena nueva: la única verdad es que no hay verdad absoluta. ¿Esta declaración implica el fin del profeta?, ¿el fin de la profecía?

Que la muerte de Dios implique la divinización del último hombre significa que la humanidad guarda en ella, como su posibilidad más alta, la promesa del superhombre. Este es el sentido de la duplicidad de Zaratustra, pues él es a la vez dios y hombre.

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